4. EL CELIBATO, LAS CATEDRALES Y LA SICOLOGÍA MODERNA

 

La catedral de la Asunción de laa Ciudad de México está asentada a un lado del Zócalo, la espaciosa plaza rodeada por los edificios que constituyen la sede del gobierno mexicano. Al franquear los portones de la catedral, mis ojos quedaron cautivados por la línea de las columnas que se dirigen hacia el techo abovedado de allá  arriba. Mientras admiraba su grandeza, me sentía abrumado por mi insignificancia y, curiosamente, me vino la idea de que las catedrales y el celibato tienen mucho en común. De repente y sin razón especial, me hallé pensando en que, si la castidad del célibe es problemática hoy, si a muchos les parece una opción impensable y el principal obstáculo  para las vocaciones sacerdotales y religiosas, ello se debe en primer lugar a que nos hemos apartado del mundo de las catedrales, un mundo en el que construir grandes espacios sagrados parecía tener sentido.

 

En el momento actual, tanto las catedrales como el celibato consagrado son objeto de críticas. Aunque la gente admira la belleza y majestad de esas grandes catedrales, sin embargo difícilmente estaría de acuerdo en construir una hoy, y a veces pregunta por qué fueron construidas en el pasado cuando el dinero podía haber sido dado a los pobres. El mismo Juan Pablo II dudó, ante la oposición de la opinión pública, en consagrar la mastodóntica catedral africana de Costa de Marfil. De manera semejante, algunos cuestionan el que la Iglesia imponga el rigor del celibato a los sacerdotes. Incluso algunos teólogos católicos discuten la norma del celibato y dan argumentos en favor de un clero casado. A veces la castidad del célibe es considerada como una disfunción, y la Iglesia que la impone como fuera de sintonía con su tiempo. Da la impresión  de que en el occidente industrializado sólo las mujeres quisieran ser sacerdotes célibes. Si hoy apreciamos menos la castidad del célibe, se debe en parte a que hemos olvidado el movimiento vertical de la religión hacia Dios, del que son imagen y símbolo las columnas de la catedral. Lo hemos sustituido por un movimiento horizontal hacia nuestros hermanos y hermanas. Al sacrificio, la ascesis y la mortificación sólo se les encuentra hoy sentido, si son de tipo relacional, si el sacrificio que exigen facilita la vida de los demás en este valle de lágrimas. Estamos inclinados a quitar valor a la piedad y a una vida centrada en la relación personal de amor a Dios en la oración y los sacramentos. A esta piedad se la considera pasada de moda, y se piensa que es  de tipo quietista y que está  construida sobre metáforas predominantemente románticas de una vida espiritual vivida en intimidad con Dios. Subestimamos al Dios del desierto y preferimos construir el Reino en la plaza del mercado.

 

La modernidad se deja definir baastante exactamente como la época del desinflamiento de lo sagrado, del derrumbe de la distinción entre lo sagrado y lo profano. Todo ha sido sutilmente invadido por el pensamiento evolucionista. La imagen subconsciente que se hace del ser la mentalidad moderna es la de un mundo material en cambio permanente. Es la imagen de un proceso de la materia que cambia y de unas estructuras que aparecen por accidente o por azar. Hay poco sentido de un Ser que está afuera o encima de este proceso; no hay Logos creador o mano divina invisible en él. Si hay un dios, es el mundo mismo. Como modernos que somos, estamos inclinados a un panteísmo implícito.

 

Ahora bien, el Antiguo Testamentto está lleno del sentido de intimidad mística, del compromiso, y del tierno amor de un Dios que es persona y trasciende al mundo. Los versos del salmista desbordan nostalgia del Señor, asombro por su ausencia y gratitud por su presencia. Así el salmo 42:

&nnbsp;     

&nnbsp;                       Como busca la cierva corrientes de agua,

&nnbsp;                       así mi alma te busca a ti, Dios mío,

&nnbsp;                       mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo:

&nnbsp;                       cuando entraré a ver el rostro de Dios?

>            

El énfasis está  puesto en la relación entre la creatura y el Creador, en la honda sed del corazón humano. A pesar de sus mil compromisos con el mundo, el salmista ansía la altura y la profundidad del Trascendente, simbolizado aquí en el agua viva. No sé si algún día los sacerdotes diocesanos tendrán permiso para casarse. Podría ocurrir, aunque la prohibición se remonte a los primerísimos siglos, porque algunos teólogos piensan que esto es cuestión de la ley eclesiástica más que de una parte inmutable del legado esencial de Cristo. Pero la cuestión no se puede decidir basándose en prejuicios o ideologías modernas. Hay buenos argumentos para las dos vertientes de la cuestión y hay que dar tiempo para que se llegue a una conclusión. Los teólogos están reflexionando sobre el asunto y darán su opinión a la Iglesia, y serán el Papa y los obispos quienes decidirán en última instancia. Pero no nos ocupamos en este trabajo de la cuestión del celibato sacerdotal obligatorio. La castidad del célibe, la renuncia voluntaria y de por vida a todo acto sexual genital, es un elemento esencial de la vida religiosa y sigue siendo, así lo creo, un símbolo importantísimo de la existencia sacerdotal. Una cosa, al menos, es clara: que nuestra respuesta a los signos de los tiempos no siempre necesita adoptar la forma de capitulación ante los tiempos, abrazando el camino más fácil. Así como debemos aprender a escuchar las voces del Evangelio presentes en el mundo moderno y en sus tendencias, así también debemos percibir sus elementos corrosivos y no tener miedo de ser contra-culturales.

 

En este ensayo me limitaré a traatar del sentido que tiene la castidad del célibe y por qué, ésta debería ser mantenida de algún modo como una importante práctica cristiana de la Iglesia. En el camino trataré también de algunas razones por las cuales la sicología contemporánea la considera problemática.

 

Las columnas de la catedral de MMéxico me dieron un mensaje importante sobre la relación entre la castidad del célibe y el amor de Dios. A medida que seguía mi vuelo hacia el cielo arquitectónico de la catedral, me sentí invadido por el pensamiento de que, por hermosa que sea la pasión erótica -el abrazo de dos cuerpos y el intercambio del goce sexual-, hay algo todavía más sublime. Hay algo más hermoso todavía que el maravilloso amor que transporta a dos personas hasta un paraíso encantado y les hace sentirse vivos por primera vez.

 

En mi mente resonaba una frase ccomo dicha por una voz interior “El celibato es el símbolo de una vida que se eleva hasta lo santo”. Tan poderoso era el pensamiento que me trajo el recuerdo de las voces que solían hablar a Juana de Arco. Era como si el movimiento ascendente de las columnas me recordara que, si como cristianos podemos  caminar, también podemos volar hasta lo alto. Me puso cara a cara con la dimensión trascendente de la cual la castidad del célibe ha sido siempre: indicador y signo. La frase me acompañó días enteros e imperceptiblemente me transformó. Desalojó de mi corazón un gusano de duda, acerca de la vida religiosa y del voto de castidad, que me había roído durante años. Como una luz en las tinieblas me infundió una fortaleza serena.  Me recordó algo de lo que, por distracción, habíamos olvidado: que más allá de las relaciones humanas con plantas y animales, con minerales y máquinas, con otros seres humanos, hay también otra posibilidad de relación y de trato tan real como aquéllas: con el Dios vivo.

 

La fe en Dios ensancha nuestro mmundo. Nos revela que una zona de misterio rodea nuestra vida ordinaria. Nos permite ver que nuestra vida está inserta dentro de una región encantada y de un espacio místico, dentro de la dimensión santa de un Dios de amor, que inspira no un miedo y un terror deprimentes, sino un respeto y un asombro pacificadores. Si algo ha hecho la Iglesia a lo largo de los años, es que ha logrado preservar el mensaje de que en el tiempo hay eternidad, y de que por eso: el mundo no es un absurdo ni está  desprovisto de sentido.

 

¿Cuál es entonces la razón de laa crisis de la castidad consagrada en la Iglesia de hoy? La causa radical de esa crisis es la nivelación de las dimensiones. Michael Buckley, s.j., ha dicho que el ateísmo norteamericano tiene sus raíces en la convicción de que la ciencia empírica y su metodología es el único camino de conocimiento en todos los campos de la investigación, no sólo en el campo de la física y de la biología, sino incluso cuando se trata de cuestiones sobre Dios o la moral. La ciencia, extendida más allá de su terreno específico, se ha constituido en la nueva metafísica. Nos hemos convertido en hombres y mujeres “unidimensionales”, cuyo pensamiento es reductivo y sin imaginación.

 

La crisis del celibato y de la ccastidad va unida a la muerte de las grandes causas, de las grandes aventuras que, por encima del tiempo, alcanzan más allá del tiempo, a la eternidad. “El mundo está demasiado con nosotros”, decía Wordsworth en otro contexto, “acumulando y gastando y derrochando nuestras fuerzas”. En nuestra desconfianza respecto de nuestras capacidades para trascender el mundo, nos apegamos a él, llenos de inseguridad. Con una religiosidad super-secularizada queremos un cristianismo que pague y pague ¡ya! Repetimos frases como: “la salvación comienza en la tierra”; y las palabras de Ireneo: “la gloria de Dios es el hombre viviente”. Pero me pregunto cuál es el sentido profundo de estas tendencias. ¿Nos estamos esforzando, con argumentos válidos, por corregir las exageraciones de una espiritualidad ultramundana? ¿O es que no creemos, de verdad, en lo más íntimo de nuestro corazón, en la vida después de la muerte, en una vida eterna con Dios? ¿No estaremos en peligro de quedar atrapados en otro humanismo temporal? Si el cristianismo no fuera para la eternidad, ¿podría tener sentido para hoy?

 

A muchos les disgusta poner disttinciones entre lo trascendente y el mundo, entre lo sagrado y lo profano. Tienen miedo de que al hablar de lo sagrado, se le pueda arrebatar al mundo su valor intrínseco. Por ello muchos pensadores modernos canonizan a los pecadores y dicen que hay muy poca diferencia entre vírgenes y prostitutas, que es lo mismo ser santo o ladrón, que todos aquí en este mundo somos “pasajeros sin boleto” (Sartre).

 

Pero, si nada es santo, es difíccil encontrar fundamento para la dignidad de los seres humanos. El fundamento bíblico para la dignidad humana se basa en el hecho de que Dios nos creó aunque no tenía necesidad de nosotros. Nos creó por puro amor. Por supuesto, los ateos se resisten a esta forma de fundar la dignidad de la persona humana. En cambio, pretenden fundarla en el hecho de que, entre todas las creaturas, sólo los humanos tienen la libertad, la capacidad de elegir entre los valores y de decidir el modo como se comportarán. Decía Kant que los hombres tienen no un precio sino una dignidad, por cuanto tienen libertad y filosóficamente son principio de sí mismos. Y proseguía interpretando los símbolos y dogmas del cristianismo, afirmando que son meros estímulos que conducen a la vida moral kantiana.

 

Pero la pretensión, característiica de la Ilustración, de fundar la dignidad del hombre en la libertad humana, ha fracasado rotundamente. Los mismos científicos han tomado dolorosa conciencia de los límites de una ciencia y de una filosofía, edificadas sobre una superconfianza en la ciencia. Por esta razón la mayor parte de los filósofos actuales escépticos, los deconstruccionistas, han tomado otro camino. Comienzan concediendo que la idea de la dignidad humana está  esencialmente unida a la fe en un Dios Creador por amor y legislador divino. Pero como no pueden creer en ese Dios, desechan sin más la idea de la dignidad humana. Muerden la bala y conceden que la vida humana no tiene sentido profundo y que los seres humanos no tienen un sitial en el universo. Algunos van más lejos todavía y propugnan que se descarte totalmente el juego de la verdad, porque la verdad objetiva no existe. Todos los sistemas -las ciencias naturales, el arte, la morral y la religión- son juegos que los humanos se inventan para servir fines arbitrarios y, en última instancia, librarse del centro de la tiniebla. El filósofo norteamericano, Richard Rorty, por ejemplo, declaró recientemente su incondicional apoyo al sistema democrático de Occidente, pero admitiendo al mismo tiempo que no hay forma de fundamentar racionalmente su preferencia. La única forma que encuentra para rechazar a los críticos de las actuales prácticas democráticas es declararlos fanáticos que caminan al margen de nuestro tiempo. Como ejemplo de fanáticos cita al filósofo Nietzsche y a san Ignacio de Loyola.

 

Así como la noción de la dignidaad humana se derrumba sin la fe en un Dios trascendente, así la castidad del célibe aparece absurda, a menos que nuestra vida esté, una vez más, orientada a Dios y a su gloria; a menos que, una vez más, consagremos para los tiempos modernos un espacio sagrado, un tiempo sagrado y unas personas sagradas. A menos que redescubramos y reproduzcamos, al estilo moderno, el mundo de las catedrales.

 

Notemos que, aunque la castidad del célibe haya perdido sentido para algunas personas de Iglesia, sin embargo continúa fascinando al mundo. Lo que produce mayor impacto real en los hombres es el aspecto del sacerdote o religioso, porque les abre la puerta a un mundo insospechado. Luego de conocer a un sacerdote o a un religioso durante cierto tiempo, los jóvenes nunca dejan de preguntar: “¿Por qué usted no puede casarse?”. El celibato intriga a la gente porque es cosa fuera de lo ordinario; es un símbolo del Reino de Dios y de su novedad. Pregunto nuevamente: ¿Por qué los abusos sexuales cometidos por sacerdotes o religiosos son noticia de primera página, aún cuando la proporción de sacerdotes transgresores no haga más que reflejar la proporción de la población en general? Quizá  se deba a la hostilidad de los medios de comunicación a la postura de la Iglesia católica en asuntos de moral sexual y de fidelidad matrimonial. Pero creo que hay otra razón. Si los pecados de los sacerdotes llaman tanto la atención, es porque la gente sabe que el rol del sacerdote consiste en ser puente hacia lo trascendente. Sólo él entra al santo de los santos y consagra el pan y el vino. Si las caídas de los sacerdotes despiertan tanta atención es porque, a través de un voto público, han proclamado que se colocan en una situación especial ante el Señor. Aun aquellos que creen que los sacerdotes y los religiosos no están llamados a un grado especial de santidad, sienten que, más que otros también sorprendidos en abuso sexual, ellos han traicionado una promesa especial.

 

La Iglesia norteamericana y sus obispos merecen nuestro respaldo por el modo como han respondido a la crisis de pedofilia. Quizá  podrían hacer más, pero en general han enfrentado decididamente el problema. Coinciden en que nuestra principal preocupación deben ser las víctimas, reales o potenciales; y que los culpables deben ser juzgados y removidos sumarialmente del ministerio. Basándose en esta convicción es como están actuando en la actualidad. Creo que es bastante injusto culpar a la Iglesia, en cuanto institución, por el modo como anteriormente trató estos casos. Si su práctica anterior fue tratarlos como caídas circunstanciales, rehabilitándolos y dándoles otros nombramientos, como lo hacía con otra clase de caídas morales, se debió a que, por entonces, nadie había entendido todavía las características propias de la pedofilia. Ni la Iglesia ni las ciencias del comportamiento habían entendido, hasta hace muy poco, la naturaleza compulsiva y repetitiva del defecto sicológico de la pedofilia; cuánta negación está en juego, y cómo la atracción sexual hacia los más chicos (pedofilia) es más compulsiva y fija que la atracción hacia los adolescentes (efebofilia). Si acusamos a la Iglesia por su ignorancia anterior, también tendremos que acusar a los doctores, sicólogos, abogados y científicos por la suya. Ahora que está más claramente definido el perfil del pedofílico, todos podremos tomar medidas más adecuadas cuando aparezca el problema entre ministros, en las familias o en los servicios sociales.

 

 

La sexualidad, una dimensión fundamental

 

Si bien uno de los motivos de laa crisis de la castidad célibe es la secularización y la pérdida del sentido de lo sagrado, otro motivo se encuentra por el lado de la sicología y de la filosofía. A principios de este siglo los pensadores marxistas trivializaron el sexo considerando que la relación sexual era un acto tan intrascendente y natural como “un trago de agua”. La mayoría de los actuales filósofos y sicólogos ya no piensan así y consideran la sexualidad como una dimensión fundamental de la existencia humana. La sexualidad no es algo que nos atrae sólo en un momento dado. Todo pensamiento, toda acción tiene en nosotros un aspecto sexual; en todo momento somos no sólo macho y hembra, sino masculino y femenino. El que nos sintamos atraídos mutuamente y busquemos la plenitud sexual a través del otro, revela que, en cuanto humanos, no somos meramente personas, sino co-personas. El lado sexual de nuestra naturaleza señala que no somos simples  átomos o sujetos individuales, sino seres sociales desde el primer momento de nuestra existencia.

 

Precisamente porque la sexualidaad es tan fundamental, algunos sostienen que nadie debería ser obligado por ley a renunciar a ella. Pero, por otro lado, si la sexualidad es tan fundamental, entonces la renuncia a la actividad sexual resulta ser todavía más importante y se puede decir que es uno de los obsequios más grandes que podemos hacer a Dios. Si la sexualidad es más central a nuestra existencia que la misma piel, entonces dejar su ejercicio no es mero rechazo del trago de agua de los marxistas. Es el símbolo más apropiado del don total de nuestro yo más profundo.

 

A Sigmund Freud no se le puede aacusar de considerar la sexualidad como algo trivial. Es él, en efecto, quien está en el origen de la idea hoy prevaleciente, según la cual la sexualidad envuelve toda nuestra existencia. Freud enseñaba que toda la conducta humana está movida por los deseos sexuales inconscientes, a los que él llamaba la “libido”, y que las neurosis y sicosis se debían a conflictos sexuales no resueltos. Hasta las mismas equivocaciones al hablar nacerían de deseos sexuales reprimidos, y nuestros sueños más insignificantes serían deseos sexuales enmascarados. Analizando cuidadosamente estas máscaras sería posible discernir los deseos sexuales subyacentes. Los problemas sicológicos provendrían de haber suprimido conscientemente o reprimido inconscientemente esos deseos. La curación se lograría haciendo aflorar a la conciencia los conflictos sexuales inconscientes y llegando a verlos desde su interior. Este proceso empieza con la ayuda de un analista entrenado, el cual saca  a la superficie el material inconsciente descifrando los sueños y captando el sentido de nuestra libre asociación de ideas. Sin embargo, la verdadera curación vendrá a través de un proceso llamado de transferencia, en el que el cliente transfiere al analista mucha de su carga emocional que rodea sus deseos reprimidos y la revive de una manera más madura.

 

El error de Freud estuvo en creeer que podía idear una teoría general de la sexualidad partiendo de una intuición que era válida para una época particular. Aunque la teoría de la represión sexual explicaba bien los síntomas evidentes de la sociedad victoriana, pronto fue juzgada inadecuada como teoría general de la sicología humana. Jung y Adler, sus alumnos, se distanciaron del pansexualismo de Freud e interpretaron, inteligentemente, la energía humana o libido como fuerza más diversificada. Los psicólogos actuales continúan siendo básicamente freudianos, pero ponen ciertas reservas a sus excesos. Son mucho más eclécticos y pragmáticos, aplicando terapias diferentes a problemas diferentes. La revista Time publicó hace poco tiempo una serie de artículos importantes, criticando algunos aspectos de la teoría freudiana y también cómo los tribunales de justicia han dependido de la teoría de Freud según la cual la gente es capaz de reprimir por completo los recuerdos penosos y recuperarlos después. Los autores de estos artículos hacen notar que la excesiva confianza en esta discutible teoría ha tenido por resultado a veces la condena y el encarcelamiento de inocentes.

 

¡Error! Marcador no definido.Celibato y sicología moderna

 

A pesar de la reciente reacción contra la teoría freudiana, especialmente en el campo de la recuperación de los recuerdos reprimidos, no se puede negar que, durante la primera mitad del siglo XX, ha crecido todo un ethos (atmósfera ética) alrededor de la revolución sociológica de Freud. La conversación corriente se ha visto invadida por metáforas freudianas, desde el “complejo de Edipo” hasta el “id’, desde el “superego” hasta el “Freudian slip” (desliz Freudiano). Esta influencia también ha penetrado en los muros de los claustros y conventos. Quizá  porque los miembros de las congregaciones religiosas, así como los sacerdotes diocesanos y ministros protestantes, tienden a ser más introspectivos que la población en general, tomaron muy en serio la sicología moderna y en su subconsciente trasformaron los conceptos freudianos en religión, tragándose a veces sus erróneos postulados y exageraciones junto con sus intuiciones.

 

Fue especialmente por los años 11950 y 1960 cuando los principios de la sicología clínica invadieron seminarios, noviciados y escolasticados religiosos. Se hicieron obligatorios los tests sicológicos y la selección de las vocaciones se basó en sus resultados. Los resultados de esos tests frecuentemente fueron considerados determinantes, a pesar de que los sicólogos clínicos nos advertían que eran menos fiables que la observación diaria de los responsables del seminario que vivían en comunidad con los seminaristas.

 

Antes del advenimiento de la modderna sicología, los responsables de seminarios y noviciados juzgaban a los aspirantes a partir de presupuestos totalmente diferentes. Expresaban su evaluación en términos de virtudes y vicios.  Por ejemplo, podían calificar a un candidato de “perezoso”. Esto suponía ciertamente una apreciación negativa que podía causar sentimientos de culpa en él, pero también daba a entender que el candidato era responsable de ser perezoso, y que también era libre de cambiar y hacerse diligente. Por otra parte, los profesores más jóvenes y más “ilustrados”, como yo, preferíamos el lenguaje psicológico que interpretaba el tornadizo comportamiento del aspirante como algo que nacía de necesidades emocionales no satisfechas. Un determinado candidato no era “perezoso”, sino que más bien tenía una gran necesidad de “ayuda” - de ser atendido maternalmente por otros. Otro tenía la necesidad de “proteger” -nutrir maternalmente a otros. Otro neceesitaba “afiliación” -tener una relación personal profunda y emocional, ya fuera de “heterosexualidad”, ya de “homosexualidad”, etc.

 

En aquél entonces no nos dábamoss cuenta de ello, pero ahora resulta claro que considerábamos la acción humana según el modelo determinista de un paralelogramo de fuerzas en tensión, dando por supuesto que, porque una persona tenía ciertas inclinaciones, no podría evitar comportarse de otro modo. De este modo les estábamos desconociendo gran parte de su libertad. Estábamos minando su capacidad de hacerse responsables de sus vidas y de cambiar. Aunque con muchos más matices, la sicología moderna sigue teniendo una importante influencia en la vida religiosa. Se ha pasado de las categorías de Freud a las de Jung, y la mayoría de los religiosos podrían catalogarlo a uno en una de las posibles categorías con cuatro letras del test de Myers-Briggs. Pero en los días freudianos de la mitad del siglo XX se generalizó de pronto la impresión de que no se podía alcanzar la madurez emocional sin una relación inter-personal profunda con una persona del otro sexo. Muchos observadores y algunas personas de Iglesia adoptaron la tesis, entonces de moda, según la cual la castidad, estrictamente observada, o era imposible o, por lo menos, sicológicamente dañosa y que conducía a la excentricidad y a la atrofia de la personalidad.

 

La aceptación de las ideas de Frreud acerca de los efectos dañinos de la represión produjo, en la sociedad en general, una estampida de la imaginación sexual. Todo estaba permitido por lo menos a nivel de fantasía. Los sentimientos de culpa ya no eran considerados como señales penosas pero saludables, resultado del uso inmoral de la libertad, sino que tenían que ser simplemente desterrados. Los “malos pensamientos” pasaron a ser objeto de humoradas. El consejo de Oscar Wilde de que la mejor manera de verse libre de tentaciones era ceder a ellas, pareció repentinamente que no era tan cínico. Las prácticas monacales como la “modestia de la vista”, fueron consideradas como rarezas, y otras, como el castigo corporal con el cilicio que se conocía como “llevar la disciplina”, fueron declaradas abiertamente como masoquistas. Los frailes del pasado eran, como los menores de edad en la teoría de Freud, “polimorfos pervertidos”, que hacían el voto de castidad, pero luego dejaban escapar su sexualidad por medio de subterfugios pícaros y traviesos.

 

Está  claro que la revoluciión freudiana de las costumbres sexuales fue y continúa siendo una de las principales causas del declive de las vocaciones sacerdotales y religiosas como también del “éxodo” de sacerdotes y religiosos que abandonaron sus obligaciones contraídas por voto. Muchos creyeron que el mundo había llegado a una fase de liberación sexual que también la Iglesia tendría que abrazar, más tarde o más temprano, aunque fuera a disgusto. Se fueron, pues, cuando todavía eran bastante jóvenes. Algunos de los que se quedaron comenzaron a llevar una especie de vida doble. Hablaban cada vez menos de un “voto de castidad”, que excluye toda actividad genital, y más de un “voto de celibato”, que explícitamente sólo excluye el tomar marido o mujer. Comenzaron a experimentar nuevos modos de “celibato” que permitían alguna expresión sexual, a lo  cual se le llamó durante cierto tiempo la “tercera vía”. Con tal de no casarse, parecía legitimo y sicológicamente deseable tener encuentros, mantener una conversación íntima y expresar exteriormente el afecto a personas del otro sexo. Empezó también a parecer lógico que una persona de orientación homosexual gozara de esos mismos derechos en un grado igual de expresión sexual. Por eso ahora, en la vida religiosa, estamos donde estamos: una vida de corazón dividido; una rapsodia de estilos de vida basados en una diversidad de amores.

 

Sandra Schneiders, en su libro <New Wineskins (Odres nuevos), responsabiliza por ese llamativo aflorar de aberraciones sexuales entre sacerdotes y religiosos, al seminario o a la formación religiosa que les había mantenido sexualmente adolescentes. Por muy cierto que esto sea, es sólo parte de la historia. Lo primero que se debe notar es que el porcentaje de sacerdotes y religiosos que caen en el pecado de pedofilia es idéntico al de la población en general, aun cuando los medios de comunicación, por diversos motivos, centran su atención en ellos. En segundo lugar, en apoyo parcial a la tesis de Schneiders, es cierto que una separación prolongada del trato con personas del otro sexo hace que la imagen de ese sexo se torne ideal o irreal. El célibe sobreprotegido tiende a relacionarse no con hombres y mujeres de carne y hueso, sino con hombres y mujeres de su fantasía. Esto es peligroso, porque la imaginación trabaja con figuras, y las figuras por necesidad subrayan algunos aspectos del sujeto con exclusión de otros. De este modo, el sexo fantaseado puede estrechar el foco del atractivo sexual, tomando en cuenta sólo un aspecto particular de una persona, y dejando de lado muchos otros. La imaginación puede fijarse obsesivamente  en la forma de una persona, en su fuerza muscular o en su voz sexy, y no atender para nada a otros rasgos, positivos o negativos. Por el contrario, lo que ofrece la vida real es como un paseo por la playa: una mezcla desengañadora de hermosura y celulitis, que nos devuelve a la sobriedad de las percepciones. Corrige la estrecha percepción imaginaria completando el cuadro con los datos de la realidad. Revela que la forma humana perfecta casi nunca existe fuera de la mente y, si acaso existe, puede estar acompañada de muchos otros defectos, por ejemplo de una personalidad desviada o de una inteligencia banal.

 

Pero la formación aislada de loss seminarios o de los conventos de antes no es la única causa del aumento de la conducta sexual aberrante. Afirmar que esto sea así, es estar ciego ante la extendida influencia de los medios, idiotizados por el sexo, que han sido descritos recientemente por el Cardenal Carlo Martini como “una atmósfera”. Los reformadores de la vida religiosa y sacerdotal, con su tendencia liberal, tampoco pueden atribuir con justicia toda la culpa a la formación tradicional. Si en los últimos 30 años tenemos pruebas de un aumento de la fantasía o de la actividad sexual aberrante en sacerdotes y religiosos, esto no se debe a que las autoridades del seminario hayan reforzado las restricciones del seminario respecto de la modestia o las relaciones, o que la teología moral actual haya mantenido la rigidez del pasado en materia sexual. La verdad es precisamente la contraria: junto con el aumento de la actividad sexual ha habido una tendencia hacia una mayor tolerancia, experimentación y hasta permisividad. Mucho de lo que antes se lograba en seminarios y conventos, gracias al sostén de las estructuras de la comunidad, ahora ha quedado librado al manejo personal privado. El énfasis se pone en las necesidades del individuo. Pero, dado que la sexualidad es una fuerza tan poderosa, ¿no deberían definirse más claramente los límites? Si éstos se borran, ¿no hay peligro de que la tentación se convierta en invitación? Los sacerdotes y religiosos de los siglos pasados, también los de comienzos del siglo XX, experimentaron parecidas inclinaciones y tentaciones que las que padecen los de nuestros días, sin embargo, no actuaron tan frecuentemente conforme a estas inclinaciones ni se apartaron tan fácilmente de sus obligaciones sagradas. ¿Por qué? ¿No se debió, en parte, a su prudente desconfianza en la capacidad de la persona para regirse a sí misma, o a una saludable sujeción a las estructuras y a la disciplina común? ¿No se debió a que vivían en una atmósfera cultural completamente diferente, donde los slogans de una libertad superficial no gritaban en sus oídos desde todos los lados? ¿No se debió a la autodisciplina en la que habían sido formados? Por pura casualidad escuché una vez cómo un anciano sacerdote era acusado por un joven religioso de vivir rutinariamente, a causa del ritmo de su vida y oración. A lo que respondió el anciano: “Sí, y me ha costado mucho tiempo entrar en esa rutina. Sin ella habría estado perdido”. Si las caídas sexuales de todo tipo ocurren ahora con más frecuencia, ¿no habrá que atribuirle la culpa en parte al cambio hacia la auto-afirmación y a la experimentación social?

 

¡Error! Marcador no definido. La sexualidad es una poderosa fuuerza instintiva cuyo ejercicio debe ser controlado en toda cultura. Durante la adolescencia la sexualidad se hace sentir como un forastero en la casa del espíritu. Especialmente en el adolescente masculino llega con una dramática intensidad y a veces puede imponérsele de forma compulsiva e irrefrenable. Por ello para la Iglesia está claro que, sin las debidas salvaguardas y sin el apoyo de los demás, sin fortalecer el poder de la voluntad y sin la vigilancia de la oración, todas las promesas de ser eunucos por el Reino serán vanas. Por eso a la sexualidad se la ha querido proteger tras el cerco de ciertas reglas, y por eso los fundadores religiosos han hablado muchas veces del apoyo y la edificación mutua. La necesidad de dicha regulación y apoyo se hace tanto más imperiosa cuanto que en nuestra cultura la tolerancia sexual lo invade todo: anuncios comerciales, películas, novelas, televisión y hasta tribunales de justicia.

¡Error! Marcador no definido.

El mundo actual enseña que nada tiene valor excepto los estados de placer de la consciencia. Enseña también que el contenido de dichos estados puede variar notablemente de persona a persona y que, por ello, el derecho moral más importante es la libertad, y nuestra principal obligación es la tolerancia. Toda objeción a este postulado encuentra por única réplica, que la tolerancia es mejor que el fascismo. De acuerdo. Pero si eso es todo lo se puede decir en su favor, equivale a decir que América es grande porque no es como Rwanda.

 

La principal y más seria objecióón contra el primado de la tolerancia es que empobrece a la sociedad al sacrificar, eviscerándolos, otros valores que son la razón de ser de nuestra vida y nos ayudan a formar las familias y demás asociaciones. La tolerancia impide, descalificándolo como intolerante, el ejercicio de virtudes como la valentía y la templanza, que exigen disciplina y sacrificio personal. Ataca sutilmente a la familia al sugerir a los padres que es más importante la calidad de vida propia de uno mismo que la atención a los hijos. Ha conducido al despreocupado aumento de los divorcios, con el argumento, que luego ha demostrado ser falso, de que los hijos de divorciados no tendrán dificultades para salir adelante en la vida.

 

La permisividad actual en cuestiiones sexuales aparenta ofrecer libertad, pero en realidad limita nuestras opciones posibles y nos esclaviza. Nos constriñe a someternos porque, en último análisis, no podríamos actuar de otro modo. Arguye que las tentaciones no se calmarán si no nos rendimos a ellas. A pesar de su discurso libertario, en realidad cree que no somos libres en absoluto y que nuestra conducta es un rehén de nuestras inclinaciones biológicas o de nuestra cultura. Por el contrario, la filosofía tradicional que postula la conveniencia de poner freno a la actividad sexual y el auto-dominio, está convencida de nuestra capacidad para elegir libremente entre someternos a la pasión o el ejercicio de un fuerte control de nuestras vidas; y sabe que, a través de la repetición de actos de auto-dominio, nuestra libertad crecerá y se desarrollará.

 

A veces la sexualidad puede pareecer una fuerza absolutamente compulsiva e incontrolable. Parece imperar como una voz interior que ordena: “Así ha de ser”. Todos nosotros reconocemos esa sensación. Y, sin embargo, también conocemos por experiencia que hay otra voz interior igualmente audible y atendible, que dice: “No te es necesario realmente para ser feliz”. Si nos detenemos a escucharla tiene lugar con frecuencia un cambio interior, y sentimos que es posible prescindir tranquilamente de lo que apenas hace un momento parecía una exigencia tan imperiosa. Esta segunda voz es la voz de nuestra libertad; aquella parte de nosotros mismos que nos abre el horizonte a posibilidades siempre nuevas y nos demuestra que no estamos atrapados en una estrecha jaula. Rompe el hechizo de la urgencia sexual que tiende a limitar nuestras posibilidades y que nos empuja, como con frecuencia reprochan las mujeres a los hombres, a “pensar sólo en eso”.

 

Estoy convencido del valor intríínseco de la castidad del célibe y de que debe ser mantenida en la Iglesia, al menos como parte de toda forma renovada de la vida religiosa. La castidad del célibe es válida por sí misma y no sólo por razones pragmáticas o utilitarias. La verdadera razón para apreciarla no es tanto porque nos desembaraza de compromisos interpersonales o de obligaciones familiares, ni porque nos libera para emplear el tiempo en hacer el bien a los demás. Después de todo, el tiempo libre es un concepto relativo, que no siempre se traduce en mayor dedicación o laboriosidad. “Si deseas que se haga algo”, dice un proverbio, “encomiéndaselo a un hombre ocupado”. La importancia del celibato tampoco estriba principalmente en su valor de testimonio, en su poder de inducir a otros a preferir a Dios a las creaturas o a los intereses terrenos. La castidad del célibe no vale principalmente porque  nos haga libres o pueda ser signo para los demás. Es válida intrínsecamente, por sí misma, porque es un modo especial de estar con Dios.

 

La castidad del célibe es el amoor erótico de Dios. Lejos de ser asexuado, es un amor de Dios manifestado no de manera disminuida, sólo con la mente y la voluntad, sino intensa e íntegramente con alma y cuerpo. El don del cuerpo de algunos de sus miembros es, para todo el pueblo de Dios, un recordatorio dramático de que la unión con Dios es “una canción que no muere al escucharse, un sabor que no se acaba al comerse, un abrazo que produce deleite sin fin” (San Agustín). La castidad célibe es un modo particular de responder al llamado a la santidad hecho a todos en el bautismo. Es importante porque el sexo es importante. Al hacer este voto, una persona proclama ante Dios que mucho más importante que el hermoso amor que puede existir entre un hombre y una mujer, está  el supremo amor de Jesucristo nuestro Señor y Dios. Al pronunciar este voto, no sólo nos ofrecemos para el servicio del mundo o para ser testigos ante los demás, sino que hacemos, en palabras de la Madre Teresa, “algo agradable a Dios”.

 

¡Error! Marcador no definido.Después de Freud

 

Por fin, el idilio con Freud y ssus seguidores se está acabando. Los sicólogos están descubriendo que, aunque las ideas de Freud quizá hayan reflejado exactamente los problemas de la cultura vienesa de finales del siglo XIX, su valor como teoría general de la sicología es limitado. Se han dado cuenta de que la represión sexual no puede ser la causa principal de los problemas sicológicos actuales, sobre todo porque dicha represión ya no existe. De hecho, nuestros problemas quizá se deban a un exceso en la expresión de la sexualidad, o al uso del sexo para manejar alguna frustración, llamado a veces “sexo por pánico”. Muchos de los problemas sicológicos nacen hoy de la falta de sentido, de la sensación de que la vida en una sociedad consumista está  vacía, de que todo es banal y trivial. La depresión, no la represión, es la enfermedad de los baby boomers (los nacidos después de la guerra). El vacío de sentido fomenta la ansiedad y a ella se responde frecuentemente con la fuga hacia el estupor de las drogas o hacia las retorcidas expresiones de una sexualidad hastiada.

 

Paradójicamente, la castidad céllibe y su atmósfera de moderación podrían contribuir a que el mundo recuperara la “sexualidad” de la experiencia sexual. Sin un adecuado ascetismo, los goces se tornan menos placenteros. Esta es una lección de la que eran muy conscientes los epicúreos -los antiguos expertos en el placer-, y que parecen haber olvidado los nuevos epicúreos. El precioso film de Ermanno Olmi “El árbol de los zuecos”, me lo ha traído a la mente. En la atmósfera de cortesía y de severidad moral en la que se mueve la narración, el simple “buenas noches”, de un joven, furtivamente musitado a una muchacha a la hora del crepúsculo, viene a ser un acto de complicidad erótica.

 

La sicología moderna tiene sus iintuiciones de valor y puede serenar a mucha gente si es administrada con prudencia. Ayuda a desatar nudos y complicaciones. Ha demostrado, por ejemplo, que las dificultades sexuales pueden ser manifestación y enmascarar dificultades de otro tipo. Algunos recurren al sexo como sustituto de su angustia, otros para librarse de una frustración, otros para cubrir una necesidad de dominio. A través de esas intuiciones tomamos conciencia de lo intrincado de nuestra vida interior, y quedamos más libres para tratar con madurez nuestra conducta.

Es necesario recurrir también a sicólogos competentes cuando se sospecha que existan ciertos desórdenes graves, como la esquizofrenia. La sicología es más de confiar y más segura científicamente en caso de esas enfermedades graves porque, según se admite comúnmente, tienen una base biológica o física y porque sus síntomas son más recurrentes y menos variables. De esta forma, la sicología ha sido capaz de desarrollar una muy buena clasificación de dolencias tales como la esquizofrenia o la paranoia, y de definirlas mediante ciertos síntomas constantes. Por ejemplo, uno de los signos clásicos de la esquizofrenia es la creencia del paciente de que algunas ideas son introducidas en su mente por una fuerza exterior. En ausencia de estos síntomas clásicos, la deficiencia no sería esquizofrenia sino alguna otra dolencia. Estos conocimientos son muy estimables y nos libran de cometer graves errores.

 

Otro avance positivo consiste enn que los sicólogos se han vuelto menos arrogantes y, en su mayor parte, han dado entrada a la filosofía y la teología. Permaneciendo dentro de su propia competencia, ya no intentan descartar la religión y la moral. También se han vuelto más eclécticos y no aceptan las rígidas afirmaciones de ésta o aquella escuela sicológica. Adoptan perspectivas de diferentes escuelas en plan pragmático, basándose en lo que funciona. De este modo, pueden mezclar las técnicas de conductistas con el sicoanálisis de Freud, y pueden emplear medidas extremas como el electro-shock en el  tratamiento de depresiones profundas. En lugar de la terapia prolongada del sicoanálisis pueden recetarse antidepresivos como el Prozac, en casos de desorden obsesivo-compulsivo, como es el de tener necesidad de repetir sin fin actos irracionales, como lavarse las manos cien veces al día. El sicólogo de hoy generalmente está  menos dado a la ideología y es menos doctrinario, más pragmático y flexible que los de generaciones anteriores.

 

De modo general puede decirse quue hay que agradecer a la sicología por haber ayudado a muchos a hacerse conscientes de sus sentimientos, a ser más flexibles, menos rígidos y, en cierto sentido, a ser capaces de entrar dentro de sí mismos y descubrir los escondidos rincones de su alma. Aplicada en programas según el modelo de la Educación Clínica Pastoral, ha venido a enriquecer nuestro ministerio, iniciando un tipo de formación que comunica y vincula la cabeza con el corazón, el intelecto con las emociones. Nos ha ayudado a tratar con mayor franqueza y sinceridad a cada cual y nos ha instruido acerca de las artes de una fraterna confrontación. Ha ayudado a muchos a salir de sus relaciones de dependencia y a lograr una sana autonomía; a otros los ha capacitado para confiar y perdonarse a sí mismos y a los demás, y a lograr una auténtica interdependencia en una causa común.

 

Pero si hablamos de sus consecueencias para la vida religiosa, la sicología moderna ha tenido también sus aspectos negativos, especialmente cuando ha llevado a algunos a centrarse excesivamente en sí mismos. El prolongado auto-análisis, practicado por algunos sacerdotes y religiosos, puede resultar a veces excesivo y hasta enfermizo. Peor aún, creo que a menudo esto no les ha hecho ningún bien. Ese quedarse absortos en sí mismos recuerda la imagen del filósofo a quien Wittgenstein compara con “la mosca dentro de la botella”. Como no se da cuenta que la botella está  abierta, la mosca, queriendo salir a toda costa, se golpea una y otra vez contra el vidrio. Hay quienes habrían ganado más si hubieran renunciado a descubrirse personalmente mediante un viaje a su interior y lo hubieran reemplazado con una salida al exterior. Me pregunto si no sería más provechoso resistir a la tentación del auto-examen, tantas veces lleno de auto-conmiseración, y pensar en las necesidades de los demás. Sugiero esto no como un modo de huida, sino como posible fórmula para liberar profundas energías y desarrollar más eficazmente el tan deseado sentido de auto-estima. Para decirlo con términos más incisivos:  ¿no podría haber inclusive algún valor en una cierta dosis de la represión de antaño? ¿No habremos llegado acaso a incurrir en un super-análisis y una sobre-comunicación? ¿No sería más saludable reservar una sala silenciosa en nuestra alma, donde pudiéramos cerrarle la entrada, sin remordimientos y en paz,  a la compulsión por analizarse y “compartirlo”  todo?

 

Un psiquiatra, especialista en pproblemas de sexualidad, dijo a un grupo de religiosos que, a juzgar por su experiencia, el mejor remedio de la soledad para un religioso de orientación homosexual era pasar largas horas de comunicación con el Señor presente en la Eucaristía. Ahí es donde muchos estaban encontrando al amigo fiel y leal de sus deseos más profundos. A pesar del ataque contra el catolicismo proveniente de muchos medios de comunicación, no podemos cerrar los ojos a la gran sabiduría del sistema de la Iglesia con sus sacramentos y sacramentales. Deberíamos reconocer, además, que la cura animarum tiene mucho que aprender de la experiencia de los Padres de la Iglesia y de la vida de los Santos, tanto o más que de la sicología, la cual se encuentra todavía en su infancia, y cuyos presupuestos y afirmaciones fundamentales no son a veces del todo confiables.

 

La razón principal para abrazar la vida  religiosa es vivir en íntimo contacto con el Señor y hacer de la propia vida un símbolo de una dimensión existencial que trasciende lo humano. Los religiosos, a la vez que aprecian lo valioso del mundo, conforme al espíritu de la Gaudium et Spes, deben instar también a sus contemporáneos a que vayan más allá del mundo y de sus soluciones humanísticas. Su cometido es tender puentes hacia lo sagrado. Esto lo hacen por sí mismos emprendiendo juntos un camino religioso -el camino de Juan Bautista, quien habiendo salido al desierto, dio credibilidad a su anuncio cuando proclamó: “Conviene que Él crezca y yo disminuya”. Los religiosos tienen que proclamarle también al mundo lo que Jesús a la samaritana: “¡si conocieras el don de Dios!”. La castidad del célibe pudiera quizá  no ser una exigencia absolutamente necesaria para los enviados con esta misión, pero, como aprendí en la hermosa catedral de México, es un símbolo muy elocuente.