3. LAS
VOCACIONES Y LA LAICIZACIÓN
DE LA VIDA RELIGIOSA
Uno de los aspectos más debatidos de la vida religiosa actual es su evidente incapacidad para atraer nuevos candidatos que conduzcan a las congregaciones hasta el siglo XXI. Cuando alguien pregunta: “¿Cómo va tu congregación?”, casi siempre se refiere al éxito o fracaso en el campo de las vocaciones. Trataremos de la cuestión vocacional dos veces en este libro, aquí y en el último capítulo, desde dos puntos de vista diferentes, aunque relacionados entre sí. Aquí examinaremos el pasado reciente y nos ocuparemos de causas; allá examinaremos posibilidades de futuro.
El problema actual de las vocaciones religiosas es un tema espinoso para debatir, pues requiere prestar atención a estadísticas dolorosas. Hay que aludir al promedio de edades de la congregación y confrontarse con el hecho de que, si esto no cambia, numerosas congregaciones probablemente morirán. Raymond Hostie, s.j., cuenta en La vie et la mort des ordres religieux, que tres cuartas partes de las congregaciones religiosas católicas se han ido perdiendo en la oscuridad y que de unas 105 fundaciones nacidas antes de 1600 sólo quedan 25. Los ejemplos de longevidad son la excepción. La cuestión vocacional es espinosa también porque a este respecto hay muchos sentimientos reprimidos en las congregaciones religiosas. Muchos religiosos están tan resentidos por el infantilismo de la formación recibida por ellos en el pasado y de las limitaciones arbitrarias de la libertad y de la responsabilidad, que cualquier insinuación de que los intentos recientes de modernización quizá hayan sido erróneamente concebidos, despierta en ellos la impaciencia, la pasión y la cólera.
Y, francamente, ¿qué se puede decir sobre las vocaciones? ¿Que habría que trabajar más para atraerlas? Pero es que ese esfuerzo en sí mismo es algo enigmático. La cuestión de la vocación, tal como se presenta hoy, parece quedar fuera del alcance de nuestros esfuerzos: es un asunto de cultura. Como hemos oídodecir hasta la náusea, por los años 1960 y 1970 tuvo lugar un cambio cultural cualitativo. Dicho de forma negativa: el mundo se secularizó enormemente y, en lugar de buscar lo sobrenatural, optó por el materialismo y una idea de libertad interpretada superficialmente como auto-determinación e individualismo. Por supuesto, hay una interpretación más positiva y más profunda de la secularización: como hambre de autenticidad y rechazo de máscaras. Pero, cualquiera sea la interpretación el resultado es el mismo. Repentinamente, sin previo aviso, dentro del primer mundo se secó la fuente de las vocaciones religiosas. ¿Quién, en los años 50, se esperaba lo de los 60? Como quiera que este descenso en las vocaciones apareció prácticamente por doquier y en todas las congregaciones, es difícil ofrecer recetas simples, culparnos de no haber orado o trabajado bastante, de no haber sido algo más obedientes o algo más pobres en nuestro modo de vida. El problema vocacional es parte de un contexto mayor. Es una cuestión cultural y su solución definitiva acaso pida otro cambio cultural igualmente dramático. Ahora bien, los cambios culturales están fuera de nuestro alcance; están en las manos de la historia y la historia está en las manos de Dios. Por otro lado, estoy convencido de que, aunque hay pocas pruebas de que se aproxime otro cambio cultural importante, sin embargo sí están pasando cosas nuevas en el campo de las vocaciones, y ellas pueden ayudarnos a descifrar la causa de ese descenso y nos permiten formular tentativamente proyectos de solución a largo plazo.
Comencemos con algunos hecho nuevos e indiscutibles. Es un hecho que, desde hace ya algunos años ciertas congregaciones han empezado a tener vocaciones en buen número, mientras que otras sólo atraen un número insignificante. Otro hecho: hay congregaciones que han cambiado en una dirección tan drásticamente progresista, que están todavía en estado de shock. Estas congregaciones consiguen algunas vocaciones en el tercer mundo, pero no conozco aún ninguna de ellas que esté teniendo éxito en el reclutamiento vocacional dentro del primer mundo. Por otro lado, hay algunas congregaciones más conservadoras que atraen un número significativo de vocaciones en el primer mundo.
Siento ciertas dudas al mencionar estos hechos porque sé que los conservadores rígidos saltarán de inmediato sobre ellos y dirán que la solución es evidente: renunciar a todas las chapucerías del modernismo y volver a una lectura y a una vida más literal de las disciplinas y las tradiciones. Creo que esta respuesta es no solo ingenua sino también un repudio de la autoridad e inspiración del Vaticano II. El llamado al aggiornamento viene del Espíritu Santo, y debe continuar.
Pero, ¿hay algo que aprender de esta diferencia en la capacidad de conseguir vocaciones, en el mundo moderno, entre estos dos tipos de congregaciones?
Algunas religiosas progresistas, con quienes he comentado estas diferencias, atribuyen a dos cosas el éxito de las congregaciones conservadoras: (1) que reclutan sus vocaciones a una edad muy joven e impresionable, y (2) que algunos tipos dependientes necesitan juntarse a un grupo que les ofrece certidumbre y estabilidad mediante la rígida adhesión a doctrinas y reglas tradicionales. Por el contrario, añaden, las vocaciones atraídas por las congregaciones más progresistas, aunque pocas, suelen ser de más edad, más independientes y maduras, y proporcionarán mejor liderazgo para la Iglesia del futuro.
Pero yo me pregunto si estas explicaciones, basadas en argumentos de certeza, sentimientos de inseguridad y de dependencia, van realmente al corazón de la cuestión. Es cierto que en un mundo de cambios tan rápidos habrá la tentación de refugiarse en un ambiente de seguridad y de absolutos, de buscar un lugar sólido donde afirmarse. La arena movediza es el suelo del fundamentalismo. También puede ser verdad que las pocas vocaciones atraídas por los grupos más progresistas sean verdaderamente más maduras y responsables y que, en última instancia, puedan hacer más por el Reino. Es igualmente posible que el declive de las vocaciones en estas congregaciones sea sólo un fenómeno transitorio que desaparecerá en cuanto los jóvenes se acostumbren a las diferentes formas de vida religiosa y estos mismos grupos alcancen una relativa estabilidad. El atractivo de las congregaciones nuevas y más conservadoras empezará a disminuir, acaso, una vez que desaparezcan los fundadores y comience a debilitarse el entusiasmo. Sólo el tiempo lo dirá.
Pero yo también me pregunto si la pérdida de vocaciones en general no proviene de razones más profundas; si no proviene de lo que llamaré una ‘laicización de la vida religiosa’, resultante de que no se ha logrado entender correctamente la auténtica naturaleza de la renovación que se necesitaba. Yo me pregunto también, si esas congregaciones que han salido adelante en el reclutamiento vocacional lo han logrado porque, a pesar de los defectos provenientes de un rígido conservadurismo, han resistido, queriéndolo o por casualidad, al proceso de secularización. ¿No podría suceder que, en el admirable deseo de afirmar el valor intrínseco del mundo secular, de ensalzar al máximo la libertad individual, y de propender al igualitarismo dentro de la Iglesia, hayamos sido inducidos a afirmar, en los hechos, que no hay diferencia, o casi ninguna, entre la vida laical y la vida religiosa? Es decir, ¿ninguna diferencia entre la vida cristiana en el mundo y la ‘vida religiosa’, la cual pide, en todas sus formas, cierto grado de ‘separación’ del mundo? Es claro que estoy empleando la palabra ‘laico’ como si fuera casi sinónimo de ‘secular’ y no en oposición a ‘clerical’, que define a los que están en las sagradas órdenes. Hay por supuesto, muchas comunidades religiosas sin sacerdotes.
Estoy convencido de que la clave para el enigma de las vocaciones estriba aquí. Lo que sigue es un intento de entablar un diálogo con el cual enriquecer nuestro concepto de vida religiosa.
Ciertamente, desde muchos puntos de vista, ignorar esta distinción producía un bienvenido alivio. Era un caso más del generalizado rechazo del triunfalismo que había infectado hasta entonces a la Iglesia institucional: era el repudio de lo artificioso, de los títulos, del sentimiento de la propia inflación. Era consecuencia del llamado hecho a los religiosos para que volvieran a la humildad evangélica, a la sencilla ‘paja’ del Evangelio.
Pero terminar con las diferencias ha tenido otras repercusiones. Se han abandonado muchas tradiciones que emanaban de la distinción entre ambos estados de vida y actuaban como símbolos para mantenerla viva. Se dejaron, por presuntuosos, ciertos hábitos religiosos; muchas prácticas de oración comunitaria, por repetitivas y aburridas; horarios fijos, por impedir la dedicación de los miembros a un trabajo mucho más importante en el mundo. Se proscribieron las diferencias entre el espacio “sagrado” del claustro y el espacio “profano” del mundo como algo curioso y excéntrico. Desapareció la prioridad del calendario litúrgico a favor del calendario mundano. Se debilitó mucho el sentido del tiempo sagrado, del espacio sagrado y de las personas “sagradas”, dedicados de modo especial a algo que trasciende al mundo.
Lo que propongo no es que debamos volver a todas las prácticas y estructuras que han sido descartadas. Lejos de eso. Quiero decir, más bien, que esas prácticas eran portadoras y transmisoras de lo sagrado de la congregación y de su mito, símbolos que daban carne a su intencionalidad y a su carisma. Encarnaban y servían de soporte a la espiritualidad de la congregación. No podían ser simple y llanamente abandonadas sin reemplazarlas de alguna forma. Una congregación religiosa no puede proponer una visión o carisma sólo a nivel intelectual y dejar a cada individuo descubrir su modo personal de vivirlo. “Una comunidad religiosa no es simplemente una colección de cristianos en busca de la perfección personal”, dice un documento sobre la comunidad, recientemente publicado por la Congregación de Religiosos para preparar el Sínodo sobre la Vida Religiosa en el otoño de 1994. Sigue diciendo, que la comunidad religiosa, en su estructuras, motivaciones y valores distintivos, hace públicamente visible y continuamente perceptible el don de la fraternidad dado por Cristo a toda la Iglesia. Por eso mismo, tiene por misión y compromiso, al que no puede renunciar, ser y ser vista como un organismo vivo de comunión fraterna, signo y estimulo para todos los bautizados”(1). No es únicamente una entidad carismática o profética, sino también política y social. Debe dar testimonio no sólo a través de la vida del individuo, sino también como cuerpo, institución y estructura social en la vida de la Iglesia. Y con el fin de alcanzar esto, debe tener una vida de oración, tanto común como privada. Será sólo cuando una congregación ofrezca esta vida común, como contrasigno social y político frente el mundo, que atraerá nuevas vocaciones.
Aggiornamento no significa, pues, sólo abolir prácticas, significa también crear nuevas prácticas, nuevas estructuras, nuevos símbolos, que den otra expresión a la congregación, de manera que sea fiel al pasado y esté al mismo tiempo en armonía con las ideas válidas del mundo moderno. La renovación no debe descartar sino que, después de meditarlo bien, debe preservar y dar nueva expresión a la distinción entre “la vida religiosa” y una vida en el mundo vivida religiosamente, como es la del laico.
Nos hallamos en el corazón de la cuestión. ¿Cuál es la diferencia entre ‘la vida religiosa’ y ‘una vida que es religiosa’? Claro que todos estamos llamados a vivir religiosamente. La dimensión religiosa, la dimensión de lo santo, debe ser el contexto fundamental de la vida de todo cristiano. “Fundamental”, porque las consideraciones religiosas deben, en último análisis, pasar por encima de todas las demás consideraciones: del arte, del placer, del patriotismo, y de los demás valores humanos. Pero el que entra en la vida religiosa hace de la religión no sólo el contexto de su vida, sino también su carrera. Porque una cosa es observar los consejos evangélicos como consejos, y otra cosa obligarse formal y públicamente a observarlos por voto. Al hacer de la religión su carrera, su profesión, los religiosos adoptan una forma de vida religiosa. Sus votos religiosos, así como las estructuras y prácticas de su vida, se dirigen explícitamente a dar testimonio de lo que trasciende al mundo. En el caso de la persona laica, lo religioso es el contexto de su carrera, pero no la carrera misma. La vida del religioso difiere en que ambos, tanto su carrera como el contexto de la misma son religiosos. A través de la forma de vida que abrazan, los religiosos dan testimonio de la no importancia última de cosas muy importantes: el afecto humano, la libertad y el bienestar material.
“Si se me preguntara por el fundamento de la vida religiosa, dice J.M.R. Tillard, “yo diría simplemente que es el conjunto del Evangelio -la carta de la existencia cristiana en cuanto tal- pero mirada desde el ángulo de su radicalidad”(2). La vida religiosa no se distingue de la vida cristiana en el empeño por la perfección, ni siquiera por la adhesión a los consejos evangélicos, pues todos los cristianos están llamados, en algún grado, a esas dos cosas. La radicalidad que caracteriza a la vida religiosa se encuentra en un estilo existencial particular, el compromiso con un modo de vida que en su contenido demuestra claramente y públicamente que, para este grupo, Jesús es “lo único necesario”.
En palabras de la Lumen Gentium: “El estado religioso imita más de cerca y representa perpetuamente en la Iglesia aquella forma de vida que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que dejó propuesta a los discípulos que quisieran seguirle” (LG 44). Si la vida de un religioso con votos no es una más cercana y concreta representación de la vida de Cristo y, como tal, un signo claro de contradicción frente a cosas incluso buenas de este mundo, entonces se ha apartado de su vocación y en cierto sentido se ha pasado a la vida laica. Ha perdido su vocación. Mi pregunta es si enteras congregaciones no pueden en cierto sentido perder su vocación, experimentar una regresión a la vida laical y, como consecuencia, perder su verdadera identidad. De esa manera, parecen ir flotando a la deriva y tienen poca capacidad de atracción, porque no ofrecen una alternativa válida frente a la vida de cualquier fiel cristiano en el mundo.
Es interesante notar que la Lumen Gentium, la Constitución del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, menciona por primera vez la vida religiosa inmediatamente después del párrafo dedicado al martirio y casi como una prolongación del mismo tema.
La vida religiosa puede haber atraído a personas de carácter débil, pero también ha atraído a muchas personas tan llenas de amor y de ideales que se determinaron a ser diferentes, resistieron a la presión de su contemporáneos que les tuvieron por raros, y siguieron a Jesús de un modo más literal dejando familia, hogar y a veces también la patria.
Posiblemente la vida religiosa, tal como se la vive en ciertas congregaciones, ha dejado de atraer a gente de ideales porque los miembros de esas congregaciones apenas si dan alguna prueba evidente de la radicalidad del Evangelio y de una vida interior profunda. Karl Rahner aceptaba la posibilidad de la muerte de la vida religiosa tal como la habíamos conocido, pero sólo con la esperanza de una nueva espiritualidad: “Aquella espiritualidad más bien aburguesada que -a juzgar por las apariencias- se vivía en muchas órdenes antes de la primera guerra mundial y que signaba demasiado la vida religiosa, acaso pertenezca al pasado y los jóvenes podrán decir quizás que ya no servía desde elcomienzo. En cambio, una espiritualidad nueva en la vida religiosa y en la Iglesia tendrá un futuro real y asegurado”(3). Ahora bien, ¿es esta nueva espiritualidad en forma de una rica vida interior encarnada en nuevas observancias, lo que se ha venido realizando?
Muchas congregaciones que han optado por un camino progresista constan de dos tipos de miembros. Están los más conservadores, que se mantienen apegados digamos literalmente a las antiguas prácticas o, si no lo están, se sienten culpables de no estarlo. Y están los más progresistas, que simplemente han abandonado muchas de las prácticas de apoyo propias del pasado -a veces con buenas razones-, pero que no las han reemplazado con nada o casi nada, en el campo de la disciplina o de la práctica. Dan pocos signos de observancia exterior: no celebran o no oyen misa a diario; no rezan el breviario; rara vez se les ve en la capilla o en actitud de oración. Si leen la Biblia a diario o con un ritmo semanal, hay pocas pruebas externas de ello. Peor aún, en sus vidas queda muy poco del rigor de la pobreza o de la obediencia. Son, por supuesto, grandes trabajadores; si además son sacerdotes, celebrarán la liturgia con la frecuencia con que la desee alguna comunidad. Frecuentemente son amables y atentos. A menudo están llenos de fervor apostólico. Pero algo les falta. Han abandonado un tipo de espiritualidad en sus aspectos concretos y no la han reemplazado y con nada se ha reemplazado. Su vida religiosa no tiene rostro. No da muestras claras de ser expresión de los votos, expresión del culto y de la alabanza al Señor en y por medio de la mortificación y el sacrificio. Ya no es una forma de vida que proyecte en el mundo la vida de Cristo con un relieve literal y dramático. Es una vida religiosa privada de élan (aliento, impulso), en parte porque le falta una encarnación diferenciadora y concreta.
Algunos dirán: ‘Gracias a Dios, que ha muerto la bestia’. Como miembros de congregaciones religiosas activas que son , dirán que se han desprendido legítimamente, de una espiritualidad monástica que ya no era la adecuada para una congregación apostólica moderna y para un mundo llegado a la mayoría de edad. Y, sin embargo, una vez más, ¿qué forma de vida la ha reemplazado? Es pecar de angelismo esperar que la gente viva un carisma sin proporcionarle una encarnación concreta. ¿De qué manera esta forma de existencia que es la vida religiosa, es una forma alternativa de vida frente a la del mundo secular? La nueva espiritualidad, de la que hablaba Karl Rahner, no debe ser simplemente un slogan o una virtud, ni siquiera un carisma o un espíritu; debe ser también una forma de vida, un conjunto básico de símbolos y prácticas relacionadas con lo sagrado, un ascetismo y una disciplina de oración.
La hermana Madeleine, una carmelita recientemente desaparecida, ha subrayado que los votos no pueden quedarse en meras actitudes, sino que deben ser encarnaciones concretas de una postura radical y adorante hacia Dios y de un amor y servicio a los demás. Dice: “Sabemos que la Iglesia no perdería nada que sea necesario para su estructura y constitución básica si no existiera la vida religiosa. Lo que perdería es algo que enriquece y hace irradiar su vida y santidad. Perdería la presencia de aquellos que, como dice Agustín: “viven en su carne lo que la Iglesia entera vive por la fe”, y que eso es el valor supremo de conocer a Jesucristo y vivir su relación con el Padre como lo único necesario”(4). ¿Acaso no es el propósito de la vida religiosa vivir en modo tangible y aún literal, en la carne, la distinción entre el Padre y el mundo? En nuestro generoso esfuerzo por ser encarnados e identificarnos concretamente con los laicos, ¿no hemos perdido de vista los aspectos místicos escatológicos de nuestra vocación? ¿0 hay una forma de preservar esos elementos dentro del marco de un encarnacionismo intenso? Sigue volviendo a la mente un pensamiento: Si no se vive una vida que actualice la vida y la pasión de Cristo, los religiosos tendrán poco de profundidad que ofrecer al mundo.
La hermana Madeleine reconoce que los votos no son, en primer lugar, actos de renuncia. Son actos de adoración que implican una renuncia. Pero sigue diciendo que debemos vivir también, sumisamente, el lado negativo de nuestra vocación. “Hay... en nuestras vidas una paradoja, en el sentido de que estamos llamados a un cierto vacío en vista de una plenitud que viene de Dios. Este vacío supone que nosotros abracemos voluntariamente las negaciones en nuestro estado de vida, sin ignorarlas ni negarlas, sin evitarlas mediante compensaciones, compromisos y hasta flagrantes contradicciones como son una pobreza rica, una obediencia dirigida por uno mismo, un celibato no casto”(5). Con esto la hermana nos está urgiendo simplemente a que recordemos que la vida religiosa, aunque no es superior a la vida del seglar, sin embargo es un camino alternativo que, si quiere ser auténtico, debe ser un camino de Cruz.
Se puede poner una analogía entre lo sucedido en la vida religiosa con la secularización generalizada de la cultura occidental. Muchos pensadores, junto con Bonhoeffer y Kierkegaard, abogaron por un cristianismo no religioso, un cristianismo despojado de todos los elementos de lo sagrado, sin tiempos, ni lugares, personas, mitos y ritos sagrados. Según este criterio, lo sagrado es precisamente lo que ha sido superado por Cristo y el Evangelio. El cristianismo no era una religión más, sino una fe. “La cristiandad tiene que morir para que pueda vivir el cristianismo”, entonaban con Kierkegaard.
Hoy, sin embargo, nos damos cuenta de que lo sagrado, expresado en términos de mito, símbolo, oración y ritual, es una dimensión de la conciencia misma. Hablar de suprimirlo es una contradicción práctica. Jean Daniélou, resistiéndose a la secularización radical, hablaba, por el contrario, de la necesidad de mantener siempre una “cristiandad”, un conjunto de estructuras sociales portadoras de lo sagrado. Abogaba por una política que fomentase ciertas estructuras de oración (conditions de l’Oraison) en el corazón de la civilización tecnológica. Pero, al mismo tiempo, insistía en que, por parte del cristianismo, hay una obligación correlativa de no resignarse a seguir existiendo simplemente, como si fuera un residuo sociológico del pasado. Debe más bien confrontarse con la civilización actual. El cristianismo debe fomentar el respeto a la persona humana, luchar por mejorar las condiciones de la mujer y de las minorías, luchar por la hermandad entre los pueblos de todas las razas, aún cuando el rasgo más importante del cristianismo siempre será la Encarnación del Verbo y su Resurrección, la efusión del Espíritu y la misión de los apóstoles, la conversión y la santificación de los corazones.
Se desprende de ello una lección para la vida religiosa. Lo que se necesita no es una desacralización sino una purificación de lo sagrado, reemplazar ciertas ideas de lo sagrado por una concepción que realmente se enfrente al reto de la modernidad. En nuestras congregaciones se necesita crear nuevas “condiciones de oración”, nuevas estructuras de oración y de culto personal y comunitario, que hagan revivir el Evangelio en sus miembros y aviven la constante conversión y santificación de los corazones; estructuras que, aunque los orienten a salir en misión, les recuerden también que el centro de la vida religiosa es la Encarnación y la Resurrección del Señor.
Cuando se acepte, si se acepta, esta necesidad de crear nuevas estructuras, entonces comenzará, recién, la ardua tarea. ¿Qué clase de estructuras? ¿Qué formas concretas de vida expresarán el sentido de los votos para hoy? ¿Qué formas de oración alimentarán realmente al moderno aspirante a la vida religiosa? ¿Hay algo que aprender de los modos de oración de otros movimientos espirituales actuales? ¿No habremos obrado con demasiada arrogancia al desechar las estructuras establecidas por nuestros fundadores? ¿No tienen éstas algo que enseñarnos sobre el espíritu y el carisma del fundador, como señalé ya en la introducción de este libro?
Tratándose de cuestiones tan difíciles, nadie puede presumir de tener todas las respuestas. Estamos buscando todavía las preguntas justas. A pesar de todo, estoy convencido de que el camino a las respuestas adecuadas no pasa tanto por las ideas y las teorías, cuanto por personas de carne y hueso. Me refiero particularmente al fundador, o fundadores, de la congregación y a los santos de su historia.
El Padre Raymond Hostie analiza los rasgos históricos comunes entre las pocas congregaciones que, estando ya en decadencia, sin embargo no murieron sino que se regeneraron. El proceso de regeneración sigue un patrón fijo. Frecuentemente son los superiores los primeros en sentirse alarmados. Estimulan e incitan como pueden. Multiplican las cartas, las visitas, los cambios de personal. Pero ninguno de estos esfuerzos por parte de la autoridad parece tener efecto duradero alguno. Sólo logran detener temporalmente la marea. “Toda reforma duradera, dice Hostie, está arraigada en el fenómeno de un grupo más bien reducido, que reemprende de nuevo por cuenta propia el camino de la fundación”(7). Hay siempre un pequeño grupo dentro de esas congregaciones que se inflaman de nuevo con el espíritu del fundador e intentan reencarnar la congregación en la línea de este espíritu. Algunos lo intentan regresando literalmente a las prácticas originales, pero las de mayor éxito son las que, como Teresa de Ávila y Juan de la Cruz, desechan el mero culto del pasado y se esfuerzan creativamente por lograr una auténtica refundación. Aquí la vuelta a las fuentes está acompañada de innovaciones espectaculares y completamente inesperadas. Estos pequeños grupos siempre se han caracterizado también por su tenacidad; rechazan categóricamente todas las medias tintas en su esfuerzo por recuperar para el presente el espíritu original. Tan fiera es a veces su entereza que, como ocurrió en el caso de los capuchinos frente a los franciscanos, fueron, es cierto, expulsados, pero no sin enriquecer a la Iglesia con una nueva orden y sin haber contribuido a regenerar la antigua.
La regeneración de hoy, ¿no dependerá también de que la congregación se galvanice no por obra de los superiores, sino por la de un pequeño grupo de sus miembros? ¿Un grupo que comience una vez más viviendo la primitiva radicalidad dentro de un nuevo conjunto de prácticas y estrategias, viviéndola con tenacidad, sin pensar en lo que van a hacer los demás? ¿Un grupo que insista en que la congregación debe desprenderse del excesivo bagaje, conforme al espíritu de pobreza del fundador; un grupo cuyos miembros estén dispuestos a entregarse a una causa más grande y a dar prioridad a esta causa por encima de su propia realización; un grupo suficientemente libre para defender una re-evaluación de los apostolados, capaces de abandonar, aquellos que no están en línea con el espíritu del fundador; un grupo atento a adoptar una forma de vida que sea, en todo, reflejo del Evangelio? ¿Y todo esto con tenacidad?
Es absolutamente esencial, para su perduración en la Iglesia, que la vida religiosa se experimente como siendo algo distinto. Debe ser visualizada como algo diferente en lo tocante a la santidad. En ella debe haber personas que sean realmente hombres y mujeres del Evangelio, hombres y mujeres cuyo objetivo primero sea la unión personal con el Señor. “Sólo quiero amarle más y servirle mejor”, me dijo recientemente una religiosa. No basta que sean simplemente personas que actúan haciendo el bien. Como los apóstoles, deben ser gente misionada. Como Jeremías, deben anunciar el mensaje de que el nombre de Dios “es como un fuego ardiente en mi corazón; encendido en mis huesos y que, aunque yo trataba de sofocarlo, no lo lograba”. Si la vida religiosa no es un fuego así, no es nada.
Sólo esto atraerá nuevamente a los jóvenes. En el mundo de hoy hay tanto idealismo como antes. No hay menos capacidad de sacrificio y de compromiso. La diferencia está en que, más que nunca, la gente moderna y educada busca hoy una razón -una razón que se pueda verificar por la experiencia. “¿Cuál será la diferencia?”, preguntan cuando se aproximan a considerar la posibilidad de la vida religiosa. Decía Nietzsche y a Víctor Frankl le gustaba repetirlo: “Podemos sufrir cualquier cómo, con tal de tener un por qué”. El ‘por qué’ es lo que falta hoy: ¿por qué el sacrificio? Como ha dicho J.M.R. Tillard, el aspecto más profundo de la crisis de la vida religiosa está unido a la crisis general de la Iglesia, a la crisis de fe.
En principio, a esta
crisis puede responderse con argumentos razonados; pero hoy frecuentemente son
más eficaces las respuestas existenciales: como es vivir una vida que abraza el
camino del despojamiento por amor del Señor, pero que hace florecer lo humano;
una vida en la que se muere y se
resucita en un modo nuevo de estar presente en el amor fraterno, o en la fuerza
de la profecía. A los ojos de la cultura actual la garantía de la verdad está en la significancia.
Epistemológicamente, quizá no sea ésta la última garantía; pero, si
queremos ganar audiencia, sería por ahí por donde deberíamos empezar.
Solo el atractivo del Evangelio y el llamado de nuestros fundadores hablarán una vez más a los jóvenes. Muchos de ellos sienten hambre de algo que cuestione al mundo secular en el que viven y del que, hasta cierto punto, están hartos. Una vez más andan ansiosos de visiones, de poesía y de sueños. Se sienten atraídos por el Evangelio y por una más vivencia fiel de la vida de Cristo. Desean retirarse con Él a un lugar apartado. No tienen miedo de su Cruz, pues sospechan que, en el fondo, su yugo puede ser suave y su carga ligera. Buscan tan sólo una comunidad de personas que les hayan abierto un camino y que sepan acompañarlos por él.
Cap. Dos |
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