7. VISIÓN Y LIDERAZGO RELIGIOSO
El presidente Bush durante sus
cuatro años de oficio, dijo a menudo que él no era capaz de satisfacer a los
americanos respecto de lo que él llamaba "ese cosa de la visión"
(‘the vision thing’). La frase tiene su
humor porque, si la visión es algo, está claro que no es una “cosa” más entre
otras. El presidente Bush era muy competente para las crisis, como lo demostró
en la Guerra del Golfo organizando una gran coalición de naciones y alcanzando
una victoria fulgurante. Pero por otro
lado, no era capaz de articular una visión completa del mundo y de las necesidades
de Norteamérica. Daba la impresión de
que le faltaba un conjunto de convicciones nucleares a las que estuviera
visceralmente apegado y que pudieran oficiar de marco a sus medidas
políticas. En cambio, nadie acusa a
Ronald Reagan de que le faltara visión para imaginar la misión de Estados Unidos
en el mundo, no obstante todas las críticas contra ese hombre que presidió una
década de codicia.
Como vicario general de una congregación
internacional durante ocho años, oí con frecuencia la queja de que tal o cual
superior provincial o de distrito, aunque muy competente en el manejo del
personal y de las finanzas y en dar a cada persona la atención debida, fallaba
simplemente por falta de visión.
A veces uno tenía la impresión de
que era mejor tener una visión equivocada a no tener visión ninguna. Pero, ¿qué es esta ‘cosa’ llamada ‘visión’?
¿Por qué se la considera tan esencial?
La función de la visión es
proporcionarle a uno orientación, perspectiva y esprit de corps.
Así como un artista crea la perspectiva reuniendo los elementos de un
cuadro en torno a un centro, así una persona con visión recoge en un proyecto los
elementos dispares de carácter caleidoscópico de la vida religiosa y del
ministerio. Esto da al grupo una
identidad, un trampolín hacia el futuro, una sensación de que algo se mueve
resueltamente hacia una meta y de que se está construyendo algo definido. Al
proporcionar esta nota de futuro y orientación, esta sensación de proyecto
común y de progreso, la visión responde a una necesidad básica del hombre.
"Tenemos que crear
acontecimientos, no doblegarnos ante ellos", decía William Pitt. Esto quiere decir que no debemos esperar a
que los acontecimientos nos abrumen, sino adelantarnos al futuro,
imaginárnoslo, y en cierto modo dar forma a lo que sobreviene. Es lo que los sicólogos quieren decir cuando
afirman que no tenemos que ser re-activos, sino pro-activos. Un líder religioso
con visión no recibe datos e información pasivamente, sino activamente,
incorporándolo todo en un esquema imaginativo, proyectándolo en un plan general
de acción. Así, proporciona un enfoque y una orientación que convierte una
serie fortuita de elementos en un argumento dramático y en una narración.
Todos sabemos cómo se despierta la
gente cuando en un sermón el predicador abandona el lenguaje eclesiástico y se
pone a contar una historia. Las historias gustan porque tienen un principio, un
medio y un final, y así responden a nuestra necesidad de dar forma a los
sucesos aparentemente deshilvanados de la vida humana. Enlazan presente pasado
y futuro, y de este modo nos dan la sensación de que somos un yo bien
identificado, una persona unificada y protagonista de alguna aventura digna de
contarse.
La perspectiva de que hay un
futuro engendra espectativa, y el vínculo con un pasado proporciona
profundidad. Quien haya vivido en Roma
cierto número de años, cuando regresa a Norteamérica puede comprobar la
vitalidad juvenil de un país cuya cultura carece todavía de profundidad desde
un punto de vista histórico. Esto se
debe a que, comparado con Roma, Estados Unidos no tiene pasado. No hay piedras que guarden la huella de los
carros romanos como las hay en la Via
Appia Antica. No hay una pequeña
pirámide, todavía en pie, que haya visto pasar a san Pablo cuando era llevado
al martirio, como la que hay junto a la Porta
San Paolo en la muralla aureliana de Roma.
La visión, al igual que la historia y los recuerdos, proporcionan
esperanza y profundidad. Por eso es esencial para el buen gobierno religioso.
Pero, aunque estemos convencidos
de que un liderazgo, para ser vigoroso, deba tener visión, ¿Acaso nace uno con
ella o la puede adquirir mientras se desempeña en un cargo de gobierno? ¿Está
dividida la humanidad entre personas capaces de pensar de manera amplia y
estructurada y personas cuya capacidad está absorbida irremediablemente por las
situaciones y los individuos concretos?
Creo que la visión, como cualidad puede desarrollarse, pero la visión
como capacidad varía enormemente según las personas. El presidente Bush probablemente no tenía ninguna capacidad de
visión, aunque todas sus demás cualidades fuesen admirables.
La personas de visión tienen
amplitud de miras y metas claras. Son personas de viva imaginación. No se
contentan con administrar la congregación religiosa como si fuera ‘el negocio
de papá y mamá’. Lanzan la red a lo hondo y exploran todas las posibilidades. No se inmutan ante los que arguyen que tal
cosa no se había hecho nunca antes, ni ante los fanáticos partidarios de lo
nuevo por ser nuevo. La imaginación de los líderes visionarios auténticos no es
sólo teórica sino práctica. A más de
ser capaz de avizorar un futuro, de tonificar y de fijar metas y objetivos
concretos, el líder auténtico es también capaz de inventar auténticas
estrategias concretas para lograr esos objetivos y desarrollar estructuras
comunitarias. De este modo el visionario se distingue del fanático y del
quijote.
Así pues, otro rasgo de la persona
de visión es su realismo. Porque es realista, un superior sabe que, para ser
exitoso, un proyecto no puede ser iconoclasta, sino que tiene que funcionar
dentro de instituciones ya existentes y bien consolidadas. Si un proyecto de
futuro quiere tener esperanzas de salir adelante, debe tener en cuenta, por
ejemplo, el hecho de que la organización más fundamental de la Iglesia es que
consta de una serie de diócesis contiguas, cada una de las cuales es administrada
por su obispo.
Este mismo sentido realista exige
que los líderes religiosos tengan una visión objetiva de los recursos humanos
de que disponen, de sus debilidades y sus capacidades, de su edad, de su
aptitud o de su carencia de formación para ciertas tareas. Exige asimismo que
sean bien conscientes de que sus recursos humanos difieren esencialmente del
personal del que dispone un empresario, ya que los líderes religiosos no pueden
despedir a nadie. Esto significa que deben adiestrarse para tratar con gente
problematizada, siempre amablemente pero sin miedo a emplear a veces medidas de
confrontación, para evitar que su tiempo y energías se desgasten con ellas.
Generalmente, el realismo exige que los planes de futuro sean confeccionados
según, los talentos y posibilidades del grupo.
Tener visión no es soñar.
"Yo no quiero simplemente
tapar agujeros". Esta es una frase
que he oído muchas veces por doquier, en labios de miembros jóvenes de congregaciones
religiosas masculinas de todo el mundo. He oído esta expresión aplicada a
diferentes realidades en diferentes países; pero el hecho de que se la oyera
tan a menudo es significativo. Cuando, históricamente, en una provincia se
había puesto énfasis en la educación, "tapar un agujero" quería decir
estar clavado años enteros en un puesto no-administrativo de un colegio. Cuando el énfasis en una provincia había
sido el ministerio parroquial, la frase quería decir ser vicario de una
parroquia tradicional con un párroco tradicional. Uno podría interpretar cínicamente, que bajo esta expresión se
escondía el deseo de tener un cargo, pero yo creo más bien que tenía que ver
con el deseo de un ministerio visionario,
con el deseo de que a uno se le permitiera crear un nuevo estilo de ministerio,
en el que los seglares habrían de colaborar y participar. "Tapar un agujero" quería decir
quedar atrapado en la trampa de un pasado jerárquico donde directores y párrocos
tomaban todas las decisiones y a los otros sólo se les llamaba a llenar los
espacios en blanco del formulario.
Mi experiencia es que,
especialmente en Norteamérica, son sobre todo los sacerdotes religiosos más
jóvenes, los que se resisten a los nombramientos parroquiales, con la objeción
de que, en el contexto de las parroquias, el ministerio se banaliza
ineludiblemente, y argumentando que, tal como funciona hoy una parroquia, es
virtualmente imposible escapar a la presión de las obligaciones administrativas
y sacramentales y liberarse para el trabajo de evangelización entre los
alejados de la Iglesia, los marginados y los pobres. No importa hasta qué punto
un párroco procure delegar en los seglares las cuestiones mundanas de las
finanzas y la administración; en último análisis él es el responsable de
supervisarlo todo. Desde el punto de
vista ministerial, párroco y vicarios están totalmente absorbidos por la
administración de los sacramentos.
Especialmente pesadas resultan las bodas, ya que exigen tiempo extra
para las instrucciones matrimoniales, el papeleo canónico, los ensayos de la
ceremonia. Los funerales pueden
destrozarle a uno el día, pues ocurren sin previo anuncio, exigen asistencia a
cualquier hora y suponen preparativos litúrgicos especiales. Además, un
sacerdote de parroquia dedica su tiempo mayormente a salvar a los salvados, se
lo consumen los pocos fieles que vienen a todas las reuniones, ayudan en todos
los comités y se inscriben en todos los talleres. ¿Es de verdad la parroquia un
ministerio adecuado para religiosos, llamados por vocación a ser profetas y a
ser la punta de lanza en la tarea evangelizadora? Hablando en la jerga convencional, ¿no supone esto más
‘mantenimiento’ que ‘misión’?
Hubo un tiempo en que estos argumentos
no sólo me parecían muy atendibles, sino que hasta me resultaban muy
convincentes. Pero, cuanto más reflexiono hoy sobre cuál es la punta de lanza
de la Iglesia norteamericana actual, menos me convencen. Dado el estado de la sociedad norteamericana
-la desintegración de la familia urbana por el embarazo de las adolescentes y
la dependencia de la seguridad social debido al desempleo; la espiral de las
drogas y de la violencia, la ignorancia religiosa de la juventud, etc.- es
posible que hoy, precisamente, sea el ministerio parroquial el lugar por donde
se deba reconocer que pasa la vanguardia de la evangelización. El principal
campo misionero de la Iglesia ya no es el tercer mundo, sino el primer mundo
del Occidente industrializado, y la parroquia sigue siendo la principal unidad
eclesiástica de ese primer mundo. Más
que cualquier otra institución, la parroquia sigue siendo el lugar donde los
católicos se reúnen.
La misión en el tercer mundo es
muy ardua desde el punto de vista de la salud física, a causa de la pobreza, el
calor, el agua contaminada y la malaria. Pero sicológicamente es más
reconfortante, por la respuesta agradecida de la gente sencilla, tan llena de
fe. He visto en el Senegal cómo los sacerdotes
se veían obligados a cerrar las puertas del templo para contener a la multitud
de fieles que intentaba entrar en iglesias ya super-atestadas. En los Estados Unidos, con sus valores de
alta tecnología y sus diversiones mundanas, los sacerdotes se están
acostumbrando, en cambio, a los bancos vacíos y a las miradas escépticas. Esto
se debe a que el fenómeno de la secularización, que tenía sus raíces en el
judeo-cristianismo, está dejando paso al
secularismo, a un nuevo paganismo y a una crisis cultural. Esto significa que,
aunque sea frustrante, es urgente poner manos a la obra misionera entre la
gente del primer mundo.
Está quedando claro que en los
Estados Unidos estamos implicados en una guerra cultural en la que se enfrentan
y chocan valores fundamentales. Si los años 60 fueron un período de despertar
social y del surgir de muchos movimientos por los derechos civiles, de los
negros, de las mujeres y de los pobres, también fue un período revolución
cultural, de experimentos de de-socialización
y de abolición radical de los controles morales y de los buenos modales. Fueron
barridas las inhibiciones de cualquier tipo, acusadas de ser represoras. Se dio
la espalda a los compromisos permanentes. La fornicación, el divorcio, el
adulterio, el aborto y la aceptación de la conducta homosexual, se convirtieron
en norma. Se generalizó el uso de drogas, el cual hasta fue aplaudido por
algunos gurus como Timothy Leary. El vandalismo degeneró en violencia
indiscriminada y en efusión de sangre, y los jóvenes se negaron a ceder a los
mayores el asiento del metro. En este
ocaso del romanticismo, música y literatura se llenaron de antihéroes y de
imágenes nihilistas. Irving Babbitt hace notar que el romanticismo “comenzó,
afirmando la bondad del hombre y la bondad de la naturaleza” y “acabó
produciendo la peor literatura de la desesperación que el mundo ha visto” (Rousseau and Romanticism, p.209). Este
hecho puede verificarse no sólo mediante las estadísticas realizadas en los
barrios bajos de la ciudad, sino en el seno de cualquier familia. Casi cada
familia tiene su historia que contar acerca de cómo sus hijos fueron bien
educados y se perdieron después debido a la influencia de los valores que les
instilaba el ambiente cultural circundante. Es precisamente por esta misma
razón que los religiosos no deberían desconsideradamente del ministerio
parroquial y de los colegios, sino que, por el contrario, tendrían que esforzarse por revitalizar esos
ministerios y trasformarlos en auténticos compromisos misioneros.
Los antivalores de los años 60
parecen haberse atrincherado más fuertemente aún en la sociedad actual. El
sentido de la responsabilidad personal ha sido descartado y ha ido quedando
relativizado debido al énfasis puesto en los determinismos que derivarían de
los factores económicos y sociales. El determinismo económico ha sobrevivido a
la caída del marxismo. Por eso mismo: ¿no deberíamos trabajar más intensamente
por defender y difundir la convicción de que la conducta humana está gobernada
más por las opciones morales de un grupo que por las estructuras económicas, y
que los valores correctos pueden ser inculcados por medio de una correcta
educación socio-moral? ¿No deberíamos enseñar que una más equitativa
redistribución de bienes, aunque deseable hasta cierto punto, no es por sí
misma la respuesta fundamental al crimen y ni siquiera a la pobreza? Por ejemplo, las pandillas que han infestado
la ciudad de Los Angeles desde los años 60 no son sólo el producto de factores
económicos y del racismo. Son en parte el resultado de decisiones malvadas.
Aunque no podamos ignorarlos, el color de la piel y la economía no son tan
determinantes como piensa la gente, ni tan decisivos como lo son la imagen
cultural de sí mismo y los valores que la acompañan. Sabemos que esto es así
porque los negros educados en otras culturas y emigrados recientemente a los
Estados Unidos no corren la misma suerte que los afro-americanos. Los
inmigrantes haitianos y otros negros del Caribe prosperan como cualquier
inmigrante irlandés o italiano.
Es bien sabido que los coreanos
han establecido tiendas y comercios exitosos en los barrios más pobres de
nuestras ciudades. Tienen motivación y disciplina. Sus familias son comunidades
fuertemente unidas, donde todos rivalizan en compartir el peso del trabajo. Es
importante descubrir las razones de esta diferencia. Evidentemente, parte de
esa razón radica en que los nuevos inmigrantes no han sufrido la destrucción de
su alma, producida por la tradición de una esclavitud humillante, ni la
destrucción de la propia estima al ser educados dentro de una cultura racista.
Pero su ejemplo también demuestra que incluso el prejuicio racista permanente
puede ser vencido con la motivación y el ejercicio de las virtudes cívicas.
En mi opinión la primera tarea de
la Iglesia de hoy es la reconversión de los católicos a la fe y la conversión
de todos al sentido de la moral perenne y de los valores cívicos. La Iglesia
tiene que esforzarse en anunciar a todos y cada uno la visión de una humanidad
en la que la dignidad humana va unida no sólo a la libertad o a la opción
personal, sino más radicalmente a la fidelidad y a la obediencia a Dios y a las
leyes que Dios ha grabado en la creación. Esto quiere decir que la tarea
primordial de los religiosos consistirá en la educación en todas sus formas:
formal e informal. ¿Qué es, a fin de cuentas, la evangelización sino una
especie de educación? La cultura del primer mundo es todavía la cultura
dominante que tiene una influencia predominante en las demás culturas. Exige,
por eso mismo, especial atención. El proceso de secularización, que habría
podido conducir a los católicos y a otros cristianos a una madurez nueva en la
fe, produce en estos momentos un proceso de deterioro que conduce al
secularismo.
En esta sociedad están actuando
poderosas fuerzas que procuran dirigir las cosas en una dirección precisa para
atacar a la familia cristiana. Muchos elementos de la sociedad están sumidos en
una borrachera de libertad que no tolera oposición ninguna. Combaten no con
argumentos de razón sino recurriendo al ridículo, a las estadísticas
manipuladas y a estudios de actitud que argumentan basándose en los deseos de
la mayoría, como si la moral fuera cuestión de propaganda o estadísticas. El
filósofo norteamericano C.L. Stevenson ha formulado una teoría moral llamada
“emotivismo”, según la cual la moral estaría fundada en los sentimientos, y
sería sólo una cuestión de preferencias personales. En su libro principal sobre
este asunto, dedica un capítulo entero
a defenderse de la objeción de que su teoría reduciría la moral a la propaganda.
Todos admiten que no lo logra. Pero a pesar de todo, el emotivismo moral ha
pasado de la academia al mercado con el nombre de political correctness (perfil de la izquierda). Sus propulsores
exigen que cualquier candidato a ejercer una función pública deba apoyar las
consignas izquierdistas más populares del momento.
Muchas veces me he preguntado cómo
cambiar esas mentalidades, cómo comunicarse con estos incrédulos tan radicales
de modo que no se les ahuyente. Estaba yo una vez enseñando ética médica en la
Universidad Holy Cross en Worcester, Massachusetts y fui invitado a dictar
una conferencia sobre el tema del aborto en la Universidad de Massachusetts. La
preparé muy seriamente y expuse todos los argumentos que pude recoger contra el
aborto. La primera objeción que me hicieron fue la de una mujer que preguntó:
"¿Por qué está hablando un hombre sobre este tema?" Se me ocurrió
inmediatamente una respuesta: “Podría hacer venir mañana a Phyllis Schafly y
ella pronunciaría el mismo discurso. ¿Serían más ciertos los argumentos mañana
que hoy?" Pero me mordí la lengua y no dije nada. Reflexionando más tarde sobre ello, caí en
la cuenta de que la verdad no es comunicada sólo mediante medios lógicos y
mediante la argumentación. Se comunica mejor a través de la belleza. Tenemos que tocar no sólo la
mente sino también el corazón. “El corazón tiene sus razones que la razón no
entiende”, dijo Pascal. “Las deducciones no tienen poder de persuasión”, decía
John Henry Newman. "Las personas nos influyen, las palabras nos sosiegan,
las miradas nos subyugan, y los hechos nos inflaman.” (l)
Si también las congregaciones
religiosas han de ser visionarias, pueden empezar desde ya, tratando de
contagiarle al mundo una nueva visión.
Deberían intentar cambiar el mundo presentándole una visión de la vida
que fuese más hermosa, más fascinante que la que el mundo propone. Soy
optimista al respecto. Creo que estamos cada vez más cerca del momento en que
lograremos que se nos escuche. Creo que hemos asistido ya al comienzo de esa nueva
época con el homenaje ofrecido a Jacqueline Kennedy en ocasión de su muerte.
Nótese cuáles eran los valores que la gente apreciaba en ella. Se hablaba de
elegancia, clase, dignidad y gracia. "No le interesaba la atención
barata", se dijo; “evitaba los medios de comunicación, trabajaba duro,
sabía que su cometido principal era ser una buena madre, una pastora de sus
hijos Caroline y John, protegiéndoles del deslumbramiento del mundo”. En el
cementerio de Arlington, junto a la sepultura de su marido, honró las
sepulturas de otros dos hijos suyos: uno que vivió sólo dos días y otro que
nació muerto. ¡Qué diferencia con aquéllas que están dispuestas a arrojar a la
basura a su hijo no nacido!. Por supuesto que Jacqueline no era perfecta,
estaba lejos de serlo. Pero si se la compara con muchas de las líderes
actuales, parecía una santa. Los valores que ella encarnó no eran ‘anticuados’,
sino los perennes, válidos no sólo para el pasado sino también para el presente
y el futuro. "Camina en belleza,
como la noche", empieza un poema de lord Byron. Así, con estas serenas
encarnaciones ejemplares, es como comunicaremos mejor al mundo el mensaje
cristiano. ¿Qué lugar mejor para alentar y ofrecer estos modelos que el
contexto de una parroquia, donde se reúnen los católicos en el quehacer
ordinario de la vida?
Otro argumento para continuar
trabajando en colegios y parroquias, si bien haciéndolo en adelante en un
estilo del todo diverso, es que la Iglesia del futuro será populista. Será una
Iglesia del pueblo para el pueblo. A la Iglesia se le pide que responda a las
nuevas situaciones culturales y que proporcione nuevas formas de apoyo
sicológico y social, además del sacramental; y eso, los sacerdotes, religiosos
y religiosas no lo pueden hacer solos. Anteriormente, en la Iglesia el
sacerdote podía dispensar fácilmente los sacramentos interpretados legalmente y
animar a la gente a guardar unas leyes precisas de la Iglesia y de la moral.
Pero hoy somos cada vez más conscientes de que las situaciones son diferentes y
acaso exijan una respuesta pastoral más matizada. Ya no podemos empezar tomando
como punto de partida un principio moral y aplicándolo luego a una situación,
como si fuera una fórmula matemática. No podemos simplemente absolver a la
gente de sus pecados, sino que debemos ayudarles a formar su conciencia. En
suma, los fieles de la Iglesia actual necesitan una forma de atención nueva y
compleja en lo sacramental, lo social y lo sicológico.
Los sacerdotes y otros líderes de
la Iglesia que actúen solos, sencillamente no podrán prestar este tipo de
atención. No pueden pasar miles de horas con individuos en dirección espiritual
o sicológica, o asistir a las reuniones de todos los grupos de apoyo. No
disponen del tiempo ni de la energía síquica necesarios para ello. Los miembros
de la Iglesia tienen que ser formados para que abracen la responsabilidad de
este nuevo tipo de atención diversificada y para prestársela los unos a los
otros. Los más celosos entre ellos, aquellos a quienes los sacerdotes suelen
referirse como "los salvados", deben ser constituídos en un cuerpo
misionero. La parroquia debe convertirse en un campo de elementos interactivos
que vibran de amor y servicio mutuo.
Esto constituye un desafío mayor
de lo que parece. Las estructuras actuales de una parroquia están montadas para
responder a las necesidades de una generación anterior y que ya está pasando.
Las nuevas estructuras tendrán que desarrollarse en la rectoría misma, quizá
con varios equipos de líderes que realicen tareas diferentes. La formación para
el ministerio pastoral tendrá que preparar líderes capaces de cambiar de pista
frecuentemente, en un siglo de rápidos cambios. Los líderes de una parroquia
tendrán que ser capaces de apreciar talentos y flaquezas de la comunidad
parroquial. También ellos tienen que ser formados en la ciencia de los grupos
-redes de trabajo y dinámicas de grupo- para suscitar grupos de seglares
capaces de funcionar por sí mismos. Los líderes eclesiales en la nueva Iglesia
populista deben ser ‘facilitadores’. Uno de sus fines principales será ampliar
el número y la calidad de los líderes en la Iglesia. Tendrán que formar a los
miembros leales a la parroquia para hacer de ellos un cuerpo apostólico que
mira hacia afuera.
Estoy convencido de que esta nueva
Iglesia, la Iglesia como comunión, no nacerá de su fortaleza sino de su
debilidad. No saldrá de los bolsones
satisfechos dentro de la Iglesia, sino de sus pozos de dolor. Surgirá de los
marginados -la clase media marginada, los ricos marginados así como los pobres
marginados. Nacerá de los que adolecen
de la banalización de la vida en una cultura del consumo, que comercia con el
suicidio, el aborto, el divorcio fácil, el sexo ocasional y la inacabable
cháchara de la televisión. Vendrá de abajo, del pueblo sufriente. Su dolor es
un lugar privilegiado, la simiente que,
al caer en tierra y morir, traerá mucho fruto.
La parroquia será el lugar
privilegiado para dar nacimiento a esta nueva Iglesia. Los religiosos que
trabajan en parroquias deberán ser formados para descubrir a estos
"líderes del dolor" que hay en toda parroquia. Deberán
proporcionarles un foro para que expresen sus necesidades. Al hablarles,
deberán evitar los clichés eclesiásticos y el lenguaje institucional, y
hablarles en el lenguaje sencillo y fresco de los Evangelios. Deberán
comunicarse, ante todo, escuchando e inspirando la seguridad en la gente, con
su actitud, de que son conscientes de sus dolores y de su necesidad de recibir
un tipo diferente de atención. Deberán empujarles a hablar, sin miedo a ser
criticados, sobre las razones de su desafección hacia la Iglesia y el mundo.
Aprenderemos muchas cosas. Por
ejemplo, resultará claro que, si la liturgia de hoy no inspira mucho, es porque
está demasiado cargada de palabras, porque nos divide en hablantes y oyentes, y
porque ha sido despojada de los símbolos concretos que servirían para unir a
los hombres y ayudarían a las almas a recogerse. Se verá mejor que la reforma
litúrgica de los últimos años, aún habiendo sido en muchos sentidos una gran
adelanto en la Iglesia, debe aceptar la crítica en lo que le corresponde. En su
admirable esfuerzo por simplificar la liturgia y despojarla del pesado lastre
añadido a lo largo de los siglos, ¿no se ha dado en el extremo opuesto,
dejándonos una liturgia que recuerda demasiado a la Ilustración, una liturgia
para intelectuales, abundante en palabras y abstracciones y escasa en misterio,
gestos concretos, emoción, calor humano y pasión? ¿No es ésta una de las
razones por las cuales ha cundido con tanta fuerza el movimiento carismático en
los años posteriores al Vaticano II? El presbiterio con el altar de cara al
pueblo corre peligro de convertirse en un escenario teatral, donde los ojos
están fijos en el actor y donde los efectos de la liturgia están dependiendo
demasiado de sus habilidades –justamente en un tiempo en que el mundo desearía
un contacto cercano y afectuoso con Dios en un escenario circular (theater in
the round)?
La dificultad de tener éxito en un
ministerio que procura responder a las auténticas necesidades culturales, aumenta en proporción directa con la
elevación del nivel educativo de la gente. En el pasado, predicar era sólo una
entre las muchas cosas que hacía el sacerdote. Hoy, según el P. Paul Philibert,
o.p., mucha gente, si es que se molesta en acudir, espera que la predicación
sea un momento relevante de enseñanza, de inspiración e intuición espiritual.
Ahora bien, muy pocos son hoy los predicadores, que muestren serio interés en
superarse. Según el P. Philibert, se sienten encerrados en un bajo fondo de
incompetencia y frustración, y muchos problemas de la vida sentimental en los
sacerdotes, quizás procedan de este sentimiento de frustración profesional.
Como quiera que a menudo han
tenido una formación académica más completa, los sacerdotes religiosos quizá
están más capacitados para una predicación aceptable y para jugar así un papel
nuevo y vital, necesario para revitalizar la celebración de la Eucaristía y de
los sacramentos en general. Estoy
convencido que desde hace unos años ha sido exageradamente recalcada la
diferencia que hay entre ministerio sacramental y ministerio evangelizador. En
mi experiencia, los sacramentos celebrados en un ambiente de oración pueden ser
el mejor instrumento de evangelización. Esto se ha demostrado con programas
como el de los Ritos de Iniciación Catecumenal para Adultos, que implican a los
fieles en el proceso de acompañamiento hasta el bautismo de los adultos
convertidos; así como en otros programas que comprometen a los fieles en la
preparación del bautismo de niños o en el ministerio en favor de una madre
embarazada o de una familia. En Nueva Zelanda algunos religiosos han alcanzando
un gran éxito organizando grupos de apoyo a las madres jóvenes. Todo un campo
de creatividad se abre en el área de la teología y la práctica sacramental.
Yo ya no creo en la objeción de
que los funerales y las bodas absorben el tiempo de un sacerdote y lo alejan de
la evangelización de los marginados. Al contrario, un ministerio inspirador,
ejercido en ocasión de funerales y bodas, puede ser medio importante para
llevar el Evangelio a los marginados. Tomemos como ejemplo una boda. Con
frecuencia, los asistentes son jóvenes amigos del novio y de la novia que no
han pisado la iglesia desde hace mucho tiempo. Siempre que me piden presidir
una celebración del matrimonio me preocupo de que el sermón de la boda no sólo
esté bien preparado sino que sea inspirador, que hable de las frustraciones en
las relaciones tanto como de su hermosura, y que toda el asunto sea tratado con
imaginación, poesía, humor y cierta dosis de intuición sicológica. Mi feliz
experiencia es que he sido secuestrado por parejas de toda edad en la recepción
que sigue a la ceremonia, para una larga conversación sobre algún problema
personal. Ello me da la seguridad de que en los bancos del templo hay mucha
hambre de temas religiosos. Los hijos de la secularización tienen ansias de
descubrir una nueva tierra firme bajo sus pies, una estabilidad en sus
relaciones y, el coraje para comprometerse a largo plazo.
Todo ello demuestra que, detrás de
la queja que muchos religiosos expresan respecto al trabajo parroquial, no hay
ninguna razón válida para que opongan o mantengan una distinción entre las
tareas pastorales de ‘mantenimiento’ y las de ‘misión’, sino simplemente una
falta de visión que les impide ver el desafío que nos está planteando la
realidad. Por eso el trabajo parroquial puede parecerles a algunos como un
desfile inacabable de sucesos inconexos o incoherentes. Una visión adecuada
puede trasformar una parroquia en una base misionera donde realizar un trabajo
enormemente gratificante. Pero esta visión exige imaginación a la vez que
sentido de la realidad, exige la capacidad de imaginar un futuro práctico y
concreto. Tenemos que descartar los viejos esquemas que acaso ya no funcionen y
ponernos a ensayar otros nuevos. Por ejemplo, ¿no podríamos tener en una misma
parroquia dos equipos: uno principalmente para el ministerio sacramental y el
otro que ponga el acento en el ensanchar fronteras? En diálogo con el obispo y
con el vicario pastoral de la diócesis de San José, una congregación clerical
apostólica intentó un nuevo tipo de compromiso parroquial. Tres religiosos
formaban la comunidad, vivían en una casa alquilada y, sin encargarse
propiamente de una parroquia, prestaban servicio ministerial a los hispanos
dentro del territorio de tres parroquias. Era difícil coordinar los compromisos
y los horarios con tres párrocos, pero en general el experimento demostró ser
un gran éxito. Por desgracia, acabó al cabo de cuatro años porque un miembro
abandonó el equipo y no hubo otro voluntario que quisiera sustituirlo.
Todo intento de revitalizar el
ministerio parroquial debe estar sujeto a evaluaciones serias y periódicas.
Éstas, para que tengan resultado, deben ser sistemáticas e involucrar a los
seglares de la parroquia. Ésta es la única forma de ser objetivos y es, al
mismo tiempo, la forma de desafiar al laicado a asumir la responsabilidad de su
parroquia y de conferirles autoridad. Recuerdo que, siendo provincial, invité
una vez a unos padres de familia a evaluar uno de nuestros colegios. “¿Cómo
está catalogado nuestro colegio frente a otros colegios católicos de la
región?", pregunté. "Ustedes son el número 2", respondieron,
explicando que un colegio cercano, regido por Hermanos, era el primero desde
todo punto de vista: en excelencia académica, en disciplina y hasta en
deportes. Explicaron que aún cuando ésta no fuese la situación objetiva, esa
era ciertamente la percepción del ambiente. Informé de ello a la comunidad
colegial y el hecho dio motivo para muchas mejoras. Después de la consulta, los
padres de familia demostraron mucho interés en el proceso de cambio e hicieron
aportes significativos. Por otra parte,
este diálogo con los seglares resultó muy estimulante y alentador.
Además de imaginación y realismo,
hay un tercer aspecto de la visión, quizás el más importante: el ‘enfoque’. El
enfoque es disponer los datos particulares alrededor de un centro, cosa
esencial para marcar prioridades y tener perspectivas. Siendo provincial, hice un intento valiente,
aunque fracasó, por introducir un nuevo enfoque en los esfuerzos apostólicos de
la provincia. En mi informe al capítulo provincial de 1981 defendí mi propósito
de organizar nuestros empeños en torno a un único foco: el ministerio entre los
inmigrantes hispanos, haitianos y caribeños. Mi argumento era que no podíamos
hacerlo todo y que elencar simplemente diez o veinte directivas apostólicas era
demasiado dispersante para reforzar y enderezar a la provincia en un rumbo
concreto.
Sí valía la pena optar por un solo
enfoque, yo opinaba que debería ser uno de grandísima importancia para la
Iglesia norteamericana del futuro, y por
eso escogí el ministerio entre los inmigrantes de los países de la frontera sur
de los Estados Unidos. Presenté datos: para 1990 los hispanos constituirían más
del 50% de la población católica total de los Estados Unidos. Todos ellos eran
nominalmente católicos. Gran número de ellos iba siendo atraído por las sectas
protestantes, en parte por insatisfacción con los servicios católicos. Son a
menudo pobres, oprimidos y discriminados. El ministerio entre ellos está en
consonancia con los apostolados que los Maristas realizan desde hace tiempo con
los inmigrantes canadienses de lengua francesa. Puesto que hispanos y haitianos
eran todos ellos católicos, al menos de nombre, y eran población joven, había
incluso esperanzas de futuras vocaciones. Los jóvenes de entre ellos podrían
muy bien ser atraídos por un grupo religioso cuyo enfoque principal fuera la
preocupación por los pobres y oprimidos de la población hispana y haitiana. El
hecho de que los hispanos tengan una gran devoción a María debería hacerlos
entrañables a los corazones de los Maristas.
Además, noté que entre los obispos
que me habían escrito, algunos, entre ellos el cardenal Cooke de Nueva York,
habían recalcado las necesidades en este campo. Finalmente, les aseguré a los miembros del capítulo que este
enfoque no exigía abandonar muchos de nuestros compromisos parroquiales
actuales puesto que muchos ya tenían un componente hispano-haitiano. Yo
simplemente pedía un cambio de enfoque.
La primera objeción fue: “No puedo
comprometerme en ese proyecto porque no hablo español”. Mi primera respuesta a
esta objeción fue señalar que si se adoptaba este enfoque y esta visión, no
todos irían al apostolado directo entre hispanos-haitianos. Uno podría quedarse
donde estaba, pero podría hacer que la otra prioridad recibiera de él aliento o
dinero. Mi segunda respuesta fue más importante. Se trataba de señalar y abrir
la conciencia a los grandes recursos no explotados que posee una congregación
internacional. Recordé que teníamos una
provincia en México y que sería muy fácil establecer un programa de
intercambio. Algunos de nuestros hombres podrían trabajar en México durante un
año, en tanto que algunos hermanos mexicanos podrían trabajar en los Estados
Unidos. Muchos de ellos habían hecho sus estudios de teología en Massachusetts
y podrían arreglárselas bien en inglés, mientras que los mexicanos son el
pueblo más hospitalario de la tierra y acogen al sacerdote aunque solo
chapurree el español. Trabajar en
México proporcionaría además a nuestros religiosos una experiencia del tercer
mundo capaz de ampliar horizontes. Con un programa así, podríamos sacar
adelante un grupo significativo de hombres hábiles en el español y prestar una servicio religioso
importante a esta población inmigrante.
A pesar de mis mejores argumentos,
el capítulo provincial rechazó esta propuesta concreta de un nuevo enfoque
apostólico para la provincia. Algunos objetaron que era demasiado estrecha en
objetivos y otros que no teníamos personal suficientemente preparado. Pero no
me sentí decepcionado. Aun cuando no se
aceptó esta visión concreta, la idea
de que era importante tener una visión y un enfoque, sí que había calado. Había
quedado plantada una semilla, una nueva aproximación al futuro: se había dado
vuelta a un barbecho y había quedado
listo para la siembra.
Este capítulo también me enseñó
una lección y es que, en una era
democrática, los miembros de las congregaciones religiosas y los miembros de un
capítulo no se ponen automáticamente de pie para saludar las sugerencias de un
provincial. Tienen que participar en todos los pasos del proceso de
descubrimiento, desde su comienzo mismo. El proceso debe ser de auténtica
colaboración, de auténtica comunicación, de ninguna manera un juego de poder.
Cada uno de los involucrados tiene que aportar a la mesa ideas y opiniones, no
menos que apertura de mente. Cada uno de ellos debe tener la seguridad de que
las decisiones no han sido ya tomadas de antemano. Sólo así se llevará a cabo
un encuentro de mentes, lo cual no sólo será satisfactorio para cada
participante sino eficaz para el futuro de la congregación.
Después de aquel capítulo
provincial introduje métodos mucho más participativos en las reuniones del
consejo provincial. A la luz de nuestras reflexiones, poco a poco desarrollamos
una valiosa estrategia práctica para renovar los apostolados de la
congregación. Llegamos a dos conclusiones: primero, que la resistencia al
enfoque hispano-haitiano durante el capítulo se suscitó principalmente debido a
un comprensible sentimiento de miedo y de inseguridad; y segundo, que en
nuestro esfuerzo por darle a las energías apostólicas de la provincia un nuevo
enfoque, no tenía sentido pedirle a una comunidad que examinara su propio
apostolado a la luz del carisma del instituto o de los criterios ministeriales
que habíamos establecido desde hacía años. La razón de esto estaba en que cada
comunidad defendería la calidad marista de su ministerio particular y lo haría
así, seguramente, por inercia y por miedo al cambio. Así que apuntamos en la
siguiente dirección: no sugeriríamos el abandono de ningún apostolado presente
sino que, al contrario, en diálogo con algunos obispos, aceptaríamos nuevos
apostolados que estuvieran en armonía con los criterios maristas. En lugar de
crear conflictos retirándonos de ministerios de larga tradición,
concentraríamos nuestros recursos, aceptaríamos los nuevos ministerios y así
inspiraríamos confianza y, por medio de experiencias modelo, incentivaríamos
los cambios incluso en nuestros apostolados presentes. Nos dábamos cuenta de
que, en una fecha futura, cuando disminuyera realmente el personal, habría que
cerrar algunos apostolados, pero confiábamos en que éstos no serían los más
recientes y dinámicos.
De hecho, esta política funcionó.
Se aceptaron algunos nuevos apostolados de acuerdo con las necesidades de
diferentes obispos: algunos entre los materialmente pobres, concretamente en
Brooklyn entre los haitianos y entre otros negros del Caribe, otros con
hispanos en Detroit, en una parroquia y en un conjunto hospitalario de Vermont
y, bajo la siguiente administración, un ministerio con indígenas
norteamericanos de Dakota del Sur. Desde entonces se han ido abandonando
algunos ministerios tradicionales y en la provincia existe ya un nuevo
equilibrio entre los diferentes apostolados.
Algunos de los antiguos apostolados han cobrado fuerza al emprender
nuevas iniciativas pastorales entre haitianos y enfermos de Sida. ¿Por qué
funcionó esta política? Porque tenía las tres características de la visión: imaginación,
realismo y un enfoque.
El provincial que me había
precedido había pedido un informe de actitudes de los miembros de la provincia.
Fue dirigido por el Dr. López y respondió el 95% de los miembros. La conclusión
más sorprendente del Dr. López, varias veces recordada en la provincia durante
15 años, fue: "Ustedes están muriendo, pero están muriendo felices".
El estudio había mostrado no solo una tasa negativa de crecimiento, sino
también que el nivel de satisfacción de la provincia era demasiado alto. Otros
grupos de religiosos del mismo nivel de educación mostraban niveles mucho más
altos de insatisfacción y deseo de cambio. Comparados con otros grupos humanos
con educación equivalente, nosotros nos sentíamos demasiado felices, poco
críticos, tranquilos, realizados y pacientes. El cuadro que pintaba la encuesta
era el de una ganadería de bueyes rumiantes.
El ya famoso estudio de
Nygren-Ukeritis ha comprobado que este fenómeno de no reconocimiento o de
negación de la crisis, estaba bastante extendido en la vida religiosa. En lo
que se refiere a mi propia provincia, me reveló que, como grupo de religiosos,
no nos habíamos esforzado por lograr la excelencia, no habíamos sido impelidos
por una visión. Habíamos vivido satisfechos con ir tirando, con descansar en
los cuatro años de estudios teológicos, con hacer las cosas en plan de familia.
Era parte de nuestro encanto, pero no era suficiente para los tiempos modernos.
Tampoco era una actitud en consonancia con el pensamiento de nuestro fundador,
el P. Juan Claudio Colin. Hablando a los primeros Maristas decía:
"Señores, tenemos que ser hombres de Dios y sabios. Si ustedes son sólo hombres de Dios, les
aseguro que no harán nada de provecho".
Sé que muchos otros fundadores han hablado a sus discípulos de modo parecido.
Me entristecía ver las pocas ganas
de sobresalir que había entre mis hermanos de religión, derivados probablemente de la falta de
confianza recíproca y de una buena dosis de falta de confianza en sí mismos. Me
sentía apenado porque me di cuenta de que, con esa actitud, acaso podríamos
realizar mucho como individuos pero no podríamos formar un cuerpo eficiente.
Esto me entristeció porque sabía que se podía hacer mucho más. Habiendo
enseñado codo a codo con jesuitas durante 12 años, sabía que, en proporción a
su tamaño, otras congregaciones religiosas, incluida la mía propia, contábamos
con una cantidad igual de talento natural.
El potencial humano estaba allí,
pero en los miembros de nuestra congregación faltaba una cosa: no tenían
ambición. Algo más se estaba necesitando -una visión colectiva que despertase el ánimo para atreverse a hacer
algo, que estimulase la confianza propia necesaria para levantar la vista y
otear nuevos horizontes, para permitirnos tener nuevos pensamientos y respirar
aire puro, para capacitarnos a liberarnos de las enrejados eclesiásticos que la
historia ha ido colocando entre nosotros y el mundo y para ver la vida
religiosa como una vida de peregrinos a la vanguardia de los esfuerzos de la
Iglesia en pro de la santidad y la evangelización.
Hagamos lo que hagamos, no debemos
dejarnos arrastrar a la deriva por la correntada de los acontecimientos, ni
caminar impertérritos hacia la sepultura.
Tenemos que mantener la confianza incluso en la adversidad y no
renunciar a la alegría por el presente ni a la esperanza en el futuro. Pero
también tenemos que asegurarnos de que nuestro sentimiento de bienestar, en
medio de la crisis de la vida religiosa, no resulte de mecanismos sicológicos
de negación, de falta de coraje o de falta de visión e imaginación. No debemos
sumergirnos tranquilamente en esa dulce noche. Si estamos destinados por la
providencia de Dios a extinguirnos, ¡que al menos no nos extingamos contentos!