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El silencio

El silencio es cada vez más difícil de ser hecho en la vida del hombre actual. No siendo considerado como un valor real, no es conocido en todos sus aspectos; en su alcance interior, ni se sospecha los frutos espirituales que el hábito del silencio produce en el alma. A pesar del silencio exterior ser a veces deseado, ni siempre es posible realizarlo.

El alma de renuncia, que sabe que el silencio interno no depende del medio ambiente, hace de él un modo de vida.

El movimiento natural del alma es del centro para la periferia. El hombre no habla únicamente para comunicarse, como también por necesidad natural e inconsciencia de proyectarse hacia afuera.

La palabra no es más que un agente del alma; la verdadera comunicación anímica es interior, espiritual.

El hábito del silencio cambia la vibración interior del ser purificándola, aquieta los movimientos de la mente y del corazón, conduciendo el alma a la oración interior.

El silencio, al detener la manifestación de las expresiones superficiales y morales como movimientos secundarios, orienta el alma a una conscientización más profunda, hacia el conocimiento de sus movimientos genuinos, aquellos que responden a su línea de desarrollo y a los requisitos de sus posibilidades potenciales.

Es el hábito de callar que enseña a amar el silencio, tan lleno de significación y riqueza. Eso no solamente en el hablar en demasía, pero enseña también a no depender de los sentidos externos. El alma, que todavía no adquirió consciencia de su identidad espiritual, se apega a su noción de ser en el movimiento interior; pero este movimiento necesita de elementos para apoyarse y estos apoyos son las sensaciones, las imágenes y las palabras. El alma sabe trabajar con ellas pero no debe vivir en ellas. Los recuerdos, los hechos y los apegos adquieren conciencia a través de algún sentido y pierden la fuerza cuando ese sentido se apacigua.

El hábito del silencio hace vivir en silencio, sin imágenes ni sonidos desnecesarios, que distraen la atención y confunden el discernimiento.

El alma de renuncia busca el silencio y llega a amarlo como la más perfecta expresión interior de la renuncia interior, porque el hábito del silencio no se limita al dominio de las palabras; se manifiesta en toda la vida; su modo de moverse, de vestirse, sus posturas, sus bienes, sus necesidades y aún sus aspiraciones. El alma que hace del silencio un hábito, hace también un hábito de control de sus movimientos internos, que son el origen y el aliento de sus actitudes externas, sus ansias y sus deseos.

El hábito del silencio ayuda a cortar las vías de escape exteriores. Los movimientos periféricos se detienen en los labios que saben callar.

La ascética de la renuncia enseña a dejar el hábito de hablar siempre de si mismo, de lo que piensa y siente personalmente. No se puede alcanzar una comprensión profunda del mundo y de la vida si no nos abrimos a la existencia. Ese trabajo empieza cuando se termina de hablar continuamente de si mismo, de lo que fue, de lo que es y de lo que desea ser. Este trabajo enseña a dejar de vivir como centro personal y a ser una sola alma entre todas las almas.

El silencio enseña a no quejarse jamás. Aquel que nada espera no tiene motivos de lamentarse. El hábito del silencio enseña a transformar toda acción en un movimiento de aceptación y ofrenda. La queja y el protesto son siempre una reacción ante la vida o a los hombres e impide de conocer la realidad de esta vida y de los hombres. La no aceptación del sufrimiento demuestra el temor de conocer las contingencias de la vida, tal como es en el mundo. La búsqueda de comodidad excesiva, del ocio inútil, del sentimentalismo y de la sensualidad propicia la misma perturbación que es producida por el ruido continuo, con lo cual la sociedad de nuestra época ahoga sus anhelos de liberación.

El hábito del silencio es la práctica de la pobreza a través de los sentidos. El silencio enseña a guardar los ojos, a mortificar la vana curiosidad. Al despojar los sentidos de los objetos de sus apetitos, los sentidos internos se realzan y se descubren los horizontes del alma, sus caminos y posibilidades.

El silencio controla la ira y la excesiva emotividad, aquieta la mente y predispone al alma para la vida interior.

El hábito del silencio no se adquiere fácilmente. Es necesario un control continuo, auto-observación, aceptación y mortificación.

El silencio interno

El hábito del silencio adquiere sentido cuando es movido por un anhelo de silencio interior. De la intención que mueve el esfuerzo depende que una práctica pueda ser un mero costumbre o ser una ascética mística. El simple hecho de hacer silencio no transforma el ser; sería únicamente el hábito de callar las palabras, pues las emociones y pensamientos, enriquecidos por el acumulo de energías, toman nuevas fuerzas para mover el alma a través de ellos. De otra manera, la intención de buscar el silencio interno a través del silencio externo, hace con que la energía que es reservada despierte los centros espirituales del alma en vez de mover pasiones.

En los primeros pasos de desarrollo espiritual, como el ser todavía no conoce a si mismo, necesita de muchas imágenes, mucha racionalización y de palabras explicativas para decir a si mismo lo que quiere, lo que es y lo que siente. Repite continuamente lo que piensa que piensa y lo que siente que siente. Dialoga consigo mismo, pero también permanece como espectador de su propio diálogo. Las pasiones se desdoblan en pensamientos y sentimientos, que se multiplican por su vez sin cesar, alimentados por la fuerza de los deseos. En esa confusión de imágenes y fuerzas desordenadas el alma no reconoce su identidad, desmenuzada en múltiplas tendencias. En el esfuerzo por callar, aumenta, en principio, los movimientos interiores, agitándolos. Pero cuando el silencio se torna hábito y se extiende a los sentidos y deseos, empieza a aquietarse la laguna del alma y el agua transparente se torna clara, revelando su profundidad.

El hábito del silencio exterior se torna silencio interior cuando se extinguen los pensamientos y deseos.

El silencio es la consecuencia de un modo de vida, de la limitación de necesidades, del sacrificio del corazón, del control de la mente y de la práctica de la oración. Es consecuencia de un modo de vida, porque quien vive persiguiendo quimeras se aleja de si mismo y se envuelve en ilusiones. La vida simple y sensata revela la futilidad de los valores temporales y ayuda a despojarse de los ideales de posesión. Al hablar de los valores temporales como siendo vanos, no se quiere decir que sean irreales, es decir, que no existan. Los valores temporales tienen una realidad limitada en el tiempo: empiezan y terminan. El alma que busca la unión divina, persigue un valor que está más allá del tiempo relativo. Y frente a la eternidad del valor espiritual, los valores temporales son vanos para el alma.

El silencio interno es consecuencia de la limitación de las necesidades. No sabemos lo que realmente necesitamos hasta que nos abstenemos de lo que pensábamos ser indispensable o imprescindible.

El silencio interno es consecuencia del sacrificio del corazón. Quien se agarra a los objetos del amor pierde el Amor verdadero. El sacrificio del corazón es una ascética purificadora. Solo cuando el sentimiento deja de ser un lazo que ata el ser con el cual él ama, se conocen los seres y el sentimiento. Entonces, el amor se torna una fuerza libertadora.

El silencio interno es consecuencia del control de la mente. La imaginación que divaga, diluye la fuerza del alma y le obstruye el camino de realizaciones efectivas.

El silencio interno no se consigue por ejercicios mentales, mucho menos por la fuerza de voluntad. Surge por la paulatina simplificación de los deseos, hasta el punto en que el alma es movida por una única idea, por la simple fuerza de su propia vocación. El deseo apenas cesa cuando deja de satisfacerlo. Sin embargo, cuando la mortificación de los deseos no está sostenida por una intención realmente espiritual que le dé un sentido transcendente, aumenta la vanidad, el orgullo y el separatismo. Nada separa más un alma de otra que una conquista seudoespiritual.

La mortificación de los deseos no es un fin en si misma, ni ocasiona necesariamente resultados espirituales, pero cuando es resultado de la intención única del alma que busca la liberación, se traduce en una simplificación interior progresiva que purifica y expande. El caudal de energías no desperdiciadas en deseos vanos se canaliza en dirección a las posibilidades espirituales del alma y proporciona un conocimiento creciente de lo que se es y de lo que realmente se quiere.

La mortificación de los deseos simplifica la mente, que va despojándose del enmarañamiento de pensamientos confusos y, al libertarse de la carga de ilusión, espeja en si, cada vez con mayor perfección, la simplicidad divina.

La mortificación de los deseos es el medio de recorrer el camino de la oración interior. Las almas no pasan de un cierto punto en el aprendizaje de la oración, porque no pueden ir más allá de la barrera creada por sus ambiciones y deseos. El no pasará está determinado en esta etapa, por lo que el alma está dispuesta a dar de si, por su capacidad de sacrificar muchos deseos por un solo anhelo.

El espejo de la mente no puede reflejar la luz divina si está empañado por temores, inquietudes y deseos.

El silencio interno es una práctica y un resultado; es una práctica como el esfuerzo incesante del alma para arrancar de si el superfluo y es resultado cuando es el estado consecuente de la renuncia a lo superfluo.

El hábito del silencio hace con que la atención, habitualmente dispersa, se vaya concentrando espontáneamente en el interior del ser hacia su consciencia espiritual.

El hábito del silencio va simplificando la mente y el corazón, aliviando la inmensa carga de imágenes y emociones. Conduce a la oración simple del alma que ora porque este es su modo de ser y de amar. La oración adquiere así otra proyección y significado, ya que no depende de palabras, figuras ni movimientos mentales. No es el fruto de un deseo, no se proyecta por un anhelo. Es el perfume del alma que es lo que es.

Del libro "La ascética de la renuncia" de Jorge Waxemberg, Cap. I y III, Ediciones ADCEA - Buenos Aires.

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