Prisión de S: M: Reading.
Querido Bosie:
Nuestra desgraciada y lamentabilísima amistad ha terminado para mí en la ruina y la afrenta pública; sin embargo, me acompaña con frecuencia el recuerdo de nuestra antigua intimidad, y la idea de que el odio, la amargura y el desprecio tengan que sustituir en mi corazón el lugar que ocupaba antaño el afecto me resulta muy triste. Tú también sentirás, creo yo, en tu corazón, que sería preferible escribirme mientras permanezco en la soledad de la prisión que publicar mis cartas sin mi permiso o dedicarme poemas sin consultármelo, aunque el mundo desconozca en absoluto las frases de reproche o de exaltación, de remordimiento o de indiferencia que te complazcas en enviarme en respuesta a este llamamiento.
No dudo ni un momento que en esta carta que debo escribirte respecto a tu vida y a la mía, al pasado y al porvenir, a las gratas cosas trocadas en amargura, amargura que podrá quizá convertirse en alegría, habrá muchas cosas que herirán en lo vivo tu vanidad. Si sucediere esto, lee y relee mi carta hasta que acabe con tu vanidad. Y si en ella encuentras algo de lo cual creas que te acuso injustamente, recuerda que debería uno sentirse siempre agradecido que haya una culpa de la que se nos pueda acusar injustamente. Si contiene un solo párrafo que haga asomar las lágrimas a tus ojos, llora como lloramos aquí en la cárcel, donde lo mismo el día que la noche están reservados para el llanto. Es lo único que podrá salvarte. Si vas a quejarte a tu madre, como hiciste a causa del desprecio hacia ti que expresé en una carta a Robbie, para que ella te halague y te consuele, devolviéndote tu amor propio y tu suficiencia, estarás completamente perdido. Si encuentras una sola falsa disculpa para ti, no tardarás en encontrar ciento, y serás exactamente lo que eras antes. ¿Sigues diciendo, como has dicho, contestando a Robbie, que te 'atribuyo intenciones indignas'? ¡Ah! Tú no has tenido intenciones en la vida. Sólo has tenido apetitos. Una intención es un objeto intelectual. ¿Que eras 'muy joven' cuando empezó nuestra amistad? No consistió tu defecto en conocer tan poco la vida, sino en conocerla tanto. El alba matinal de la infancia, con su delicada floración, su pura y clara luz, su alegría inocente y expectante, las habías dejado lejos, a tu espalda. Con rápida marcha de carrera pasaste de la Novela al Realismo. El arroyo y cuanto en él bulle empezaron por seducirte. Ese fue el origen del apuro en que me pediste ayuda, y yo, neciamente, conforme a la cordura de este mundo, por piedad y afecto te la presté. Debes leer esta carta hasta el final, aunque cada palabra haya de ser para ti como el cauterio o el bisturí del cirujano que quema o sangra las carnes delicadas. Acuérdate de que el loco, a los ojos de los dioses y a los ojos de los hombres, es muy distinto. Alguien, ignorante por completo de los modos del arte en su realización y del pensamiento en su desarrollo, de la pompa de los versos latinos o de la rica música de las vocales griegas, de la escultura toscana o del canto isabelino, puede, sin embargo, rebosar de la más inefable sabiduría. El verdadero loco, aquel de quien los dioses se burlan o al que pierden, es el que no se conoce a sí mismo. Fui uno de estos demasiado tiempo. Fuiste también uno de estos demasiado tiempo. Deja de serlo. No temas. El supremo vicio es la estrechez del espíritu. todo lo que uno comprende está bien.
Recuerda asimismo que, por mucho que te duela leer esto, mayor es aún mi dolor al escribirlo. Las Potencias Invisibles han sido muy buenas contigo. Te ha sido permitido ver las cosas extrañas y trágicas de la vida, como se ven las sombras de un cristal. La cabeza de la Medusa, que convierte en piedra a los hombres vivos, te ha sido permitido mirarla simplemente en un espejo. Has paseado libremente entre las flores. A mi me han arrebatado el mundo magnífico del color y el movimiento. Empezaré por decirte que me censuro a mi mismo terriblemente. Sentado en esta sombría celda, con traje de presidiario, como un hombre arruinado y deshonrado, me censuro. Durante las noches de angustia, turbulentas y agitadas; durante los largos y monótonos días de dolor, a mí es a quien censuro. Me censuro por haber permitido que una amistad no intelectual, una amistad cuyo primordial objetivo no fue la creación y la contemplación de bellas cosas, dominase por completo mi vida. Desde el principio existia entre nosotros un abismo demasiado grande. Habías sido holgazán en el colegio, más que perezoso en la Universidad. No comprendías que un artista, y especialmente un artista como lo soy yo, es decir, en quien la calidad de la obra depende de la intensificación de su personalidad, necesita una atmósfera intelectual, de tranquilidad, de paz y de soledad. Tú admirabas mi obra cuando estaba terminada; conociste los brillantes éxitos de mis estrenos y los selectos banquetes que los seguían; te sentias orgulloso, cosa muy natural, de ser el amigo íntimo de un artista tan distinguido; pero no podías comprender las condiciones requeridas para producir una obra de arte: No hablo con frases de retórica exagerada, sino en términos de absoluta verdad en cuanto a un hecho real, al recordarte que, durante el tiempo que estuvimos juntos, no escribí una sola línea. Ya fuera en Torquay o en Goring, en Londres o en Florencia, o en cualquier otra parte, mi vida, mientras estuviste a mi lado, fue enteramente estéril, nada creadora. Y excepto algunas temporadas, estuviste, lamento decirlo, siempre junto a mí.
Recuerdo, por ejemplo, que en septiembre del 93 (para no escoger más que un ejemplo entre muchos) tomé un piso simplemente para trabajar sin ser molestado pues había rescindido mi contrato con John Hare, a quien había prometido una obra de teatro y que me apremiaba con tal motivo. Durante la primera semana te mantuviste alejado. Habíamos discrepado, lo cual es muy natural, a decir verdad, acerca del mérito artistico de tu traducción de Salomé. Seguramente ahora lo comprenderás. Debes reconocer que tu incapacidad para estar solo, tu naturaleza, tan exigente en su constante empeño de ocupar la atención y el tiempo ajenos; tu falta absoluta de poder de concentración intelectual sostenida, el desgraciado accidente (pues prefiero creer que solo fue eso) que motivó que no pudieses adquirir el 'temperamento de Oxford' en cuestiones intelectuales, que no hayas sido nunca nadie, quiero decir, para poder jugar graciosamente con las ideas, llegando simplemente a una violencia de opinión; todas estas cosas, combinadas con el hecho de que tus deseos y tus intereses se limitasen a la vida y no al Arte, fueron tan nefastas a tu propio progreso intelectual como lo fueron para ami obra de artista. Cuando comparo mi amistad contigo a mi amistad con hombres incluso más jóvenes, como John Gray y Pierre Louys, me siento avergonzado. Mi verdadera vida, mi vida superior, estaba con ellos y con quienes eran como ellos.
No te hablo ahora de los resultados desastrosos de mi amistad contigo. Me censuro por haber permitido que me llevaras a la ruina financiera total y deshonrosa. Recuerdo que una mañana, a principios de octubre del 92, estaba yo sentado en los ya amarillentos bosques de Bracknell con tu madre. En aquella época conocí muy poco tu verdadero carácter. Había estado contigo desde el sábado hasta el lunes en Oxford. Permaneciste conmigo en Cromer unos diez días, jugando al golf. La conversación recayó sobre ti y tu madre empezó a hablarme de tu carácter. Me señaló tus dos principales defectos: tu vanidad y tu 'absoluta equivocación' en materia de dinero, como ella la calificó. Recuerdo perfectamente que me hizo reír mucho. No tenía entonces idea de que la primera me llevaría a la cárcel, y la segunda, a la bancarrota. Pensé que la vanidad era una flor graciosa para ser lucida por una joven. En cuanto a la extravagancia (pues pensaba que no se trataba más que de extravagancias), las virtudes de prudencia y de economía no se encontraban ni en mi propia naturaleza ni en mi propia raza. Pero antes de cumplir un mes nuestra amistad, empecé a comprender lo que quería decir realmente tu madre. Solo te diré que entre el otoño de 1892 y la fecha de mi reclusión he gastado contigo y para ti más de 5,000 libras, en dinero contante y sonante, sin mencionar las letras que he aceptado; y con esto podrás tener idea del género de vida en que persistias. ¿Crees que exagero? Mis gastos contigo fluctuaban, en un día corriente, en Londres (comer, cenar, diversiones, coches y lo demás), entre 12 y 20 libras, y los gastos de la semana estaban, naturalmente, en proporción, y se elevaban de 80 a 130 libras. Durante nuestros tres meses en Goring, nuestros gastos (comprendiendo, naturalmente el alquiler) sumaron 1,340 libras. Paso a paso, con el liquidador de quiebras, he tenido que revisar cada detalle de mi vida. Fue horrible. El plain living and high thinking [Vida pobre y ostentoso pensamiento] era, naturalmente, un ideal que en aquella época no hubiera sabido apreciar; pero semejante extravagancia resultó una desgracia para nosotros dos.
Una de las comidas más deliciosas que recuerdo haber celebrado nunca fue la de una noche en que Robbie y yo comimos en un cafetin de Soho y que me costó aproximadamente tantos chelines como libras me costaban mis comidas contigo. De mi comida con Robbie salió el primero y el mejor de todos mis diálogos. Idea, titulo, forma, composición, todo surgió en un cubierto de tres francos cincuenta. De las extravagantes cenas contigo no me queda sino el recuerdo de haber comido y bebido en exceso. Y para ti fue funesto que cediese así a tus peticiones. Ahora ya lo sabes. Eso te llevó a pedir con frecuencia, a veces con bastantes pocos escrúpulos y siempre sin piedad. Pero por encima de todo me censuro por la completa degradación ética en que dejé que me sumieras. La base del carácter es la voluntad, y mi voluntad llegó a estar absolutamente sometida a la tuya. Parece grotesco decirlo; pero es la pura verdad. Aquellos escándalos incesantes que te parecían ser físicamente necesarios, y durante los cuales tu espíritu y tu cuerpo se contorsionaban, convirtiéndote en un ser tan horrible de ver como de escuchar; aquella desastrosa manía que habías heredado de tu padre, la manía de escribir cartas indignantes y repulsivas; tu completa impotencia para dominar tus emociones, como lo demostraban tus largas frases irritadas de pesado silencio, así como los súbitos accesos de una rabia casi epiléptica, a todas estas cosas se refería una de mis cartas dirigida a ti, que dejaste caer en el Savoy o en otro hotel y que fue presentada al tribunal por el abogado de tu padre, carta que contenía una súplica no desprovista de patetismo (suponiendo que en aquella época hubieses sido capaz de reconocer el patetismo en sus elementos o en su expresión); esas cosas, digo, fueron el origen y la causa de mi fatal complacencia a tus peticiones, que aumentaban a diario. Me agotabas. Fue el triunfo del temperamento minúsculo sobre el grande. Fue el caso de esa tiranía del débil sobre el fuerte que en algún pasaje de una de mis obras he descrito como la 'única tiranía duradera'. Y era inevitable. En todas las relaciones de la vida con el prójimo hay que encontrar el modus vivendi.
No había más que ceder ante ti o imponerse a ti. Y yo en razón de mi profunda, pero equivocada, inclinación ante ti, de la auténtica compasión que sentía hacia los defectos de tu carácter y de tu temperamento, de mi probada bondad de corazón; en razón a mi innata indolencia céltica y a mi odio como artista a las maneras populacheras y a los epítetos malsonantes; en razón de una incapacidad de rencor, característica en mí en aquél tiempo; de mi repulsión a considerar la vida en su amargura y en su fealdad, y también, en realidad, porque tenía fijos mis ojos en cosas diferentes, lo cual me hacía juzgar todo aquello como simples fruslerías, demasiado insignificantes para merecer algo que no fuese un momentáneo interés; en razón de todo eso, y por sencillo que pueda parecer, siempre fui el que cedió. Ello trajo como consecuencia inmediata que tus pretensiones, tus ansias de dominación y tus abrumadoras exigencias aumentasen hasta lo absurdo. El más mísero de tus impulsos, la más baja de tus apetencias y la más abyecta de tus pasiones, se transformaron para ti en leyes que debían regir siempre la vida de los demás y a las que estas tenían que ser sacrificadas fatalmente, sin el menor escrúpulo. Había pensado siempre que mis concesiones frente a ti en cosas pequeñas no significaban nada grave, y que cuando llegase un momento decisivo podría devolver a mi voluntad su natural superioridad. No ocurrió así. Al llegar el momento decisivo me falló por completo la voluntad. En la vida no hay, en realidad, ni grandes ni pequeñas cosas. Todas las cosas tienen un valor igual y una altura idéntica. Mi costumbre (debida al principio a la indiferencia) de ceder en todo ante ti se había convertido insensiblemente en una parte real de mi naturaleza. Sin que me diese cuenta, había inmovilizado mi temperamento en un estado permanente y fatal. Por eso, en el sutil epílogo de la primera edición de sus Ensayos dice Pater que 'el fracaso consiste en contraer hábitos'. Conseguida la orden de arresto, tu voluntad lo rigió todo, naturalmente. En un momento en que hubiera yo debido entrar en Londres, recogiendo sanos consejos y contemplando con calma la trampa repugnante en que me había dejado coger (el 'engañabobos', como todavía lo llama tu padre), tú insististe en llevarme a Montecarlo, el lugar más indignante que existe en este mundo de Dios, a fin de que, lo mismo de día que de noche, pudieses jugar, mientras estuviese abierto el casino. En cuanto a mí, para quien el bacarrá no posee ningún interés, fui dejado solo conmigo mismo en la puerta. Te negabas a discutir, ni siquiera cinco minutos, la situación a la que tú y tu padre me habíais llevado. Mi tarea se reducía simplemente a pagar tus gastos de hotel y tus pérdidas. La más leve alusión a la desgracia que me esperaba era considerada como un engorro. Una nueva marca de champaña que te recomendaban tenía para ti mayor interés. A nuestro regreso a Londres, aquellos amigos que realmente deseaban mi bien, me suplicaron que marchase al extranjero y que no iniciase un proceso imposible. Los acusaste de tener bajas intenciones por darme semejante consejo, y a mí, de cobarde por oírlos. Mucho más aún: tu noble familia figura ahora figura ahora, lo cual resulta bastante cómico, entre los inmortales. Pues merced a esa risible consecuencia, que se diría es un exponente gótico de la Historia y que ha servido para convertir a Clío en la menos seria de todas las Musas, tu padre será recordado como uno de los seres ejemplares más puramente intencionados de la literatura moralizadora; tú tendrás un puesto junto al niño Samuel, mientras que yo me encuentro hundido en el más espeso fango, situado entre los célebres Gilles de Retz y el Marqués de Sade.
Es indiscutible que yo hubiera debido apartarme de ti, sacudirte de mi vida, como se sacude a la polilla de un traje. Esquilo, en una de sus más maravillosas tragedias, nos narra esa historia del poderoso señor que criaba un cachorro de león en su morada. Teníale el animal un verdadero cariño, pues acudía en cuanto le llamaba, y se rozaba mimoso contra él cuando quería comer. Pero, al crecer, la fiera reveló su verdadera naturaleza, destrozando a su amo y devastando su casa y todo cuanto este poseía. Y yo comprendo que fui como aquél joven noble. Aunque mi pecado no consistió en no haberme apartado de ti, sino en haberlo hecho con demasiada frecuencia.
Si no recuerdo mal, ponía yo fin a nuestra amistad cada tres meses con regularidad. Y cada vez que lo hice lograste, por medio de súplicas, telegramas, cartas, intervención de tus amigos y de los míos, etc., persuadirme para que te autorizase a volver.
Cuando, a fines de marzo de 1893, te marchaste de mi casa de Torquay, tu despedida en la noche anterior a tu partida fue de tal modo indigna, que tomé la firme resolución de no volver a dirigirte la palabra ni consentir jamás en lo sucesivo, bajo pretexto alguno, que estuvieses a mi lado. Por cartas y por telegramas desde Bristol, me suplicaste que te perdonase, que fuese a reunirme contigo, que olvidase lo sucedido. Uno de tus profesores (Campbell Dogson) de la Universidad, que se encontraba allí, me confesó que con mucha frecuencia no se te podía considerar responsable de tus actos ni de tus palabras, y que esta opinión era la de casi todos los estudiantes del Colegio Magdalen. Accedí a ir a reunirme contigo, y, como es natural, te perdoné . Cuando me marché a pasar una quincena a Dinard, a la vuelta de Goring, te enfadaste atrozmente porque no quise llevarte conmigo y armaste un escándalo bochornoso en el Hotel Albermale, me enviaste, por si eso era poco, y siempre por el mismo motivo, a una casa de campo donde estaba yo pasando unos días, varios telegramas no menos bochornosos. Creo haberte dicho entonces que me parecía un deber en ti estar una temporada con tu familia, puesto que habías pasado todo el verano sin verla. Aunque, si he de serte verdaderamente sincero, te digo que yo no podía ni quería acceder en modo alguno a que permanecieses a mi lado. Acabábamos de pasar casi tres meses juntos: tenía yo necesidad de sosiego, de librarme de tu opresora compañía. Tenía necesidad de estar solo una corta temporada. Me era necesario desde el punto de vista espiritual, y por eso vi (lo confieso) en tu mencionada carta una estupenda ocasión para poner término a la funesta amistad surgida entre nosotros. Podía así terminarla sin excesiva acritud, como había yo ya intentado hacerlo tres meses antes, estando en Goring, aquella espléndida mañana de junio. Sin embargo, lo declaro honradamente, uno de mis amigos a quien te habías dirigido en tu apurada situación, me aseguró con insistencia que te ibas a sentir terriblemente ofendido, quizá humillado, si tu trabajo te era devuelto como se devuelve el de un colegial; que yo confiaba demasiado en tus dotes intelectuales, y que tú, en cambio, escribieses lo que escribieses, me tenías un verdadero cariño; y no quise ser el primero en desanimarte ni encortar tus balbuceos literarios. Demasiado sabía yo que ninguna traducción, a menos que la realizara un poeta, podía reflejar de un modo adecuado el colorido y el ritmo de mi obra. El afecto me parecía, y sigue pareciéndome, una cosa admirable que no debe apartarse a la ligera. Esta fue la razón de no rechazar yo ni tu traducción ni tu persona. Y exactamente al cabo de tres meses, después de una serie de disputas que llegaron a la cúspide de lo exasperante, tuve que adoptar una resolución.
Cuando viniste, un lunes por la tarde, a mi piso, acompañado de dos amigos tuyos, me ví en realidad, al día siguiente, obligado a huir al extranjero para librarme de ti, después de haber dado a mi familia cualquier razón absurda de mi súbita partida y de haber dejado a mi criado una dirección falsa por temor a que me siguieras en el próximo tren.
A aquella resolución siguieron los ya acostumbrados telegramas, con apremiantes súplicas y afirmaciones de remordimiento; no les hice caso alguno. Pero, finalmente, me amenazaste con no efectuar tu viaje a Egipto si yo no accedía a reunirme contigo. Era yo mismo, con pleno conocimiento tuyo, quien había insistido cerca de tu madre para que te mandase alli con objeto de apartarte de la vida ignominiosa que hacías en Londres. Sabía yo muy bien que, si no emprendías aquél viaje, tu madre se llevaría un disgusto terrible. Solo por consideración afectuosa hacia ella me reuní de nuevo contigo; y como no habrás olvidado, bajo la influencia de una enorme excitación, perdoné lo pasado, aunque sin referirme para nada al porvenir.
Le contesté acto seguido, diciéndole que compartia integramente sus apreciaciones. E incluso añadí mucho más, yendo tan lejos como me estaba permitido. Le dije que nuestra amistad se había iniciado tan solo cuando eras estudiante en Oxford, desde que viniste a mi para rogarme que te ayudase en un asunto muy serio de una índole especialísima. Le dije también que tu vida había estado marcada sin cesar por el mismo sello infamante. Por lo visto, habías achacado toda la culpa de tu viaje a Bélgica a la persona que te acompañó. Tu madre me reprochó el haberte presentado a esa persona; pero yo hice recaer la culpa en quien la tenía: en ti. Finalmente, le aseguré que no tenía la menor intención re reunirme contigo en el extranjero, rogándole que te retuviese y te mantuviese allí, ya fuese en calidad de attaché de Embajada, si esto resultaba posible, con el pretexto de aprender idiomas o con cualquier otro motivo que se le ocurriese. Y esto durante dos o tres años, cuando menos, tanto en tu propio interés como en el mio.
No habían transcurrido tres meses, cuando tu madre, con esa deplorable debilidad que la caracteriza y que ha sido en la tragedia de mi vida un factor tan funesto como la violencia de tu propio padre, me volvió a escribir para anunciarme, instigada por ti, como yo, naturalmente, comprendí, sin dudarlo un momento, que ansiabas con todo apremio saber de mí. Y con objeto de que yo no tuviera pretexto alguno para negarme a escribirte, me envío tu dirección en Atenas, que yo de sobra conocía. Confieso que aquella carta me dejó perplejo, sin habla. No lograba comprender cómo tu madre, después de lo que me había escrito en el mes de diciembre y de mi respuesta, podía ni siquiera intentar que yo reanudase mi desdichada amistad contigo. Naturalmente, le acusé recibo de esa carta y le aconsejé de nuevo, y con toda insistencia, hiciera lo posible por intentar agregarte a una Legación en el extranjero, con objeto de impedir tu regreso a Inglaterra; pero a ti no te escribí, y continué sin prestar atención alguna a tus telegramas, como ya venía haciéndolo antes de recibir esa carta de tu madre. Y finalmente, telegrafiaste a mi mujer rogándole que influyese sobre mí para que te escribiese. Nuestra amistad fue siempre un motivo de pesar para mi esposa, no solo porque nunca te quiso, sino porque notaba que tu continua compañía me transformaba, y no favorablemente.
Saliste sin demora para París, enviándome por el camino apremiantes telegramas, rogándome que te visitara siquiera una vez. Me negué a ello. En él declarabas que, por grave que fuese lo que me habías hecho, no podías creer que me negaría a verte; me recordabas que por verme solo una hora habías viajado seis días y seis noches, cruzando Europa, sin detenerte ni una sola vez; reconozco que tu llamamiento era de lo más patético; y terminabas con lo que me pareció una amenaza de suicidio, e incluso muy poco velada. Me habías dicho con frecuencia que en tu familia eran muchos los que habían manchado sus manos con su propia sangre: tu tío con seguridad, y tu abuelo probablemente, y otros, varios de la insensata y perversa rama a la que perteneces.
Dos días después de nuestro regreso a Londres tu padre me vio almorzando contigo en el café Royal; se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, y aquella misma tarde, en una carta dirigida a ti, inició su primer ataque contra mi.
Podrá esto parecer extraño; pero una vez más, me fue impuesto, no diré la suerte, aunque sí el deber de separarme de ti. No necesito apenas recordarte que me refiero a tu conducta en Brighton, del 10 al 13 de octubre de 1894. He hablado de tu conducta para conmigo durante aquellos tres días sucesivos, hace tres años, ¿no es cierto? Estaba yo por entonces ocupado en concluir mi última obra en la soledad de Worthing. Me habías visitado dos veces. Y de pronto apareciste otra vez, con un amigo tuyo, quien (así me lo propusiste seriamente) debía alojarse en mi casa. Me negué a ello; ahora reconocerás con cuánta razón.
Finalmente, te ordené que salieras de mi habitación. Fingiste hacerlo; pero cuando levanté la cabeza de la almohada, en la cual la había hundido, continuabas allí, y con la brutalidad de la risa y el histerismo de la rabia, avanzaste hacia mí. Me invadió un sentimiento de horror; por qué razón exacta, no sabría decirlo; pero inmediatamente salté de mi lecho, y tal como estaba me escapé y descendí los dos pisos, saltando los escalones de cuatro en cuatro hasta el comedor, que no dejé hasta que el propietario (a quién llamé) me aseguró que tú habías salido de mi habitación, prometiéndome él acudir en mi ayuda si era preciso.
Tu carta de felicitación por mi cumpleaños era una repetición, arteramente ideada, de los dos escándalos mencionados, trasladados con toda minuciosidad al papel. Con bromas soeces te burlabas de mí, y tu única preocupación fue mudarte de nuevo al Gran Hotel y ordenar, antes de volver a Londres, que incluyesen tu comida en mi cuenta.
Solamente una vez en toda mi vida anterior había yo experimentado una sensación tal de horror ante una persona. Y fue cuando tu noble padre, en presencia de aquel bravucón que le acompañaba, (quizá también era su amigo), sufrió en mi biblioteca de la calle Tite una especie de ataque de rabia, con furiosos gestos y soeces insultos dignos de un mísero cerebro, lanzando contra mí las odiosas amenazas que de modo tan innoble puso después en práctica; aunque en aquella ocasión fue el quién salió de mi casa, pues le arrojé de ella.
Cuántas veces he recordado esas frases en las lúgubres y solitarias celdas de las diversas cárceles en que he estado recluido! Las he repetido incesantemente, percibiendo de ellas (quiero suponer que erróneamente) una parte del secreto de tu extraño silencio. Decirme a mí eso, a mí, que precisamente por cuidarte había sido contagiado de aquella fiebre que ahora me postraba en el lecho, era la cosa más indignante en su ordinariez e inhumanidad. Aunque escribir una carta así, fuese a quien fuese, sería en cualquier persona un pecado imperdonable, si es que existe realmente algún pecado que no pueda ser perdonado. Pero confieso que, después de leída tu carta, me sentí como manchado, como si mi trato con un ser de tu calaña hubiera deshonrado mi vida para siempre.
A tu regreso al lugar de la tragedia, adonde habías sido llamado, viniste a verme enseguida, muy mansa y sencillamente, vestido de luto y con los ojos nublados por las lágrimas. Venías a buscar consuelo y ayuda como pudiera buscarlos un niño. Te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice mía tu pena, a fin de ayudarte a soportarla. Jamás, ni con una sola palabra, hice alusión a tu conducta conmigo, a las escenas y a la carta indignantes.
Los dioses son extraños. No solo utilizan nuestros vicios para herirnos. Nos llevan a la ruina por lo que hay en nosotros de bueno, amable, humano, afectivo.
Sin mi piedad y mi afecto hacia ti y los tuyos, no estaría llorando aquí, en este lugar terrible. Naturalmente, en todas nuestras relaciones discierne no tan solo el Destino, sino la Fatalidad, la Fatalidad, que marcha siempre con paso rápido, pues llega hasta derramar sangre. Por tu padre perteneces a una raza en la cual el matrimonio es horrible; la amistad, fatal, y que posa sus manos violentas, o bien sobre su propia vida, o bien sobre la vida de los demás.
Oscar Wilde
--Mis Frases favorritas de Oscar Wilde
--Cartas de Oscar Wilde a Lord Alfred Douglas
--Fragmento de "TThe Reading"
--Lord Alfredd Douglas
--Volver a Tribuuto a Oscar Wilde
Después de una larga e inútil espera, me decido a escribirte directamente, tanto por ti como por mí, ya que no me agrada pensar que he pasado dos interminables años de reclusión sin recibir nunca una sola línea tuya, sin noticias, ni tan solo un mensaje que no haya sido de un género que me entristece.
Por eso te contentaste con escribirme unas cartas estúpidas respecto a ello. Durante esa semana escribí y completé en todos sus detalles, tal como luego se presentó, el primer acto de Un marido ideal. La segunda semana volviste, y mi obra tuvo que quedar prácticamente abandonada. Llegaba yo todas las mañanas a la plaza de Saint James a las once y media para poder pensar y escribir sin la inevitable interrupción de mi hogar, por tranquilo y pacífico que fuese ese hogar. Pero era inútil. A mediodía llegabas tú y te quedabas, fumando cigarrillos, hasta la una y media, hora en la cual tenía que llevarte a almorzar en el café Royal, o al Berkeley. El almuerzo, con sus licores, duraba, generalmente, hasta las tres y media. Por espacio de una hora te retirabas al Club White. A la hora del té aparecías de nuevo y te quedabas hasta la ahora de vestirte para la comida. Comías conmigo, bien en el Savoy o bien en mi casa de la calle Tite. No nos separábamos, generalmente, hasta después de media noche. La cena fría en casa de Willis era el complemento de aquella jornada encantadora. Esta fue mi vida durante aquellos tres meses, exceptuando los cuatro días que estuviste en el extranjero. Tuve, naturalmente, que ir hasta Calais para acompañarte a la vuelta. Para una persona de mi carácter era una actitud grotesca y trágica a la vez.
Pienso únicamente en su calidad mientras duró. Para mí, fue intelectualmente deshonrosa. Poseías los rudimentos de un temperamento artistico en germen. Pero te conocí o demasiado tarde o demasiado pronto. No lo sé bien. Cuando estabas lejos me encontraba muy bien. Desde el instante en que, a principios de diciembre del mencionado año, logré que tu madre se decidiese a mandarte fuera de Inglaterra, reuní de nuevo los hilos rotos y enmarañados de mi imaginación, recobré el manejo de mi vida, y no solo terminé los tres actos restantes de Un marido ideal, sino que aún concebí y casi completé otras dos obras de un género completamente distinto: La tragedia florentina y la Santa cortesana; cuando, de pronto, sin ruego ni deseo previos, y en circunstancias fatales para mi felicidad, regresaste. Fui entonces incapaz de proseguir las dos obras inacabadas. No pude ya nunca recobrar el estado de espíritu que las creó. Ahora que tu también has publicado un libro de versos, reconocerás la verdad de todo lo que aquí digo. Pero, lo creas o no, no por eso deja de ser una fea verdad en la entraña de nuestra amistad.
Mientras estuviste conmigo, fuiste la ruina completa de mi arte, y al permitir que te interpusieras constantemente entre el Arte y yo, me atraje el oprobio y la censura hasta el más alto grado. Tú no podías apreciarlo, no podías saberlo, no podías comprenderlo; no tenía yo derecho alguno para esperarlo de ti. Tu interés se limitaba a tus comidas y a tus caprichos. Tus deseos se reducían a las diversiones y a los placeres más o menos ordinarios.
Estos eran los que necesitaba tu temperamento, o lo que creía necesitar por el momento. Hubiera debido prohibirte la entrada en mi casa y mis habitaciones, fuera de las invitaciones especiales. Me censuro sin reservas por mi debilidad. Ello no fue más que una debilidad. Media hora con el Arte representaba siempre para mí más que un siglo contigo. Nada, en ningún momento, tuvo realmente para mí la menor importancia comparado con el Arte. Pero, en el caso de un artista, la debilidad es nada menos que un crimen cuando esa debilidad es la que paraliza la imaginación.
Tu insistencia en llevar una vida de despreocupada profusión, tus incesantes demandas de dinero, tu pretensión de que todos tus placeres tenían que ser pagados por mí, estuviese o no estuviese yo contigo, me ocasionaron algún tiempo después serias dificultades monetarias; y lo que en todo caso hizo tus extravagancias tan monótonamente aburridas a medida que tu influencia sobre mi resultaba cada vez más poderosa, fue que aquél dinero se gastaba casi exclusivamente en el solo gusto de comer, de beber o en otras cosas por el estilo. De cuando en cuando produce alegría tener la mesa roja de vino y de rosas; pero tú rebasabas todos los gustos y toda la templanza. Pedías sin piedad y recibías sin gratitud. Habías llegado a creer que tenías una especie de derecho a vivir a mis expensas y con un lujo profuso al que no habías estado nunca acostumbrado y que, por esta misma razón, hacia que tus apetitos fuesen aun mayores; y, finalmente si perdías dinero en el juego en algún casino de Argel, me telegrafiabas sencillamente a la mañana siguiente a Londres, pidiéndome que ingresase el importe de tus pérdidas, a tu nombre, en el Banco, y luego no volvías a pensar en ello.
Había, en demasiadas ocasiones, demasiado poco placer o privilegio en ser tu compañero. Olvidabas, no diré la cortesía formal de los agradecimientos, pues la cortesía formulista es una traba entre amigos íntimos, sino simplemente el encanto de una compañía amable, el hechizo de una conversación grata y todas esas seductoras bondades que hacen bella la vida y que son el acompañamiento en la vida, como podría serlo la música, armonizando las cosas y llenando de melodía los lugares austeros y silenciosos. Y aunque te parezca extraño que alguien, colocado en la terrible situación en que me encuentro en este momento, pueda encontrar diferencia entre una desgracia y otra, reconozco, sin embargo, francamente, que la locura de haber tirado todo ese dinero por ti y de haberte dejado dilapidar mi fortuna, a riesgo tuyo y mío, presta a mis propios ojos una nota de depravación a mi bancarrota, que me hace sentirme doblemente avergonzado. Estaba yo hecho para otras cosas.
Sabías muy bien que te era suficiente con provocar un escándalo para imponer tu caprichosa voluntad, y por eso era muy natural que quizá inconscientemente, no lo dudo, agudizas la violencia hasta lo inverosímil.
Incluso ya no sabías ni qué finalidad perseguías ni hacia que fin te lanzabas. Tras haber sometido a tu capricho mi talento y adueñarte de mi voluntad y casi de mis bienes, precisabas apoderarte también, a impulsos de la insaciable codicia que te cegaba, de mi propia existencia. y lo conseguiste: este fue el momento más crítico de mi vida, el de un aspecto más trágico. Precisamente al ir yo a dar aquél paso tan lamentable de mi estúpido proceso, me atacaste simultáneamente: tu padre, por medio de soeces tarjetas dejadas en mi club, y tú, escribiéndome cartas igualmente insultantes. La carta tuya que recibí el mismo día en que me dejé arrastrar por ti y fui a solicitar de la policía una orden de detención contra tu progenitor es una de las más ignominiosas que hayas escrito, impulsado, además, por los motivos más oprobiosos; entre los dos me habían hecho perder la cabeza, trastornándome el juicio, que fue substituido por un miedo irreflexivo. Me pareció no tener ya (lo confieso con toda sinceridad) posibilidad alguna de verme libre de ustedes dos. Y tambaleándome, como la res conducida al matadero, me precipité hacia el abismo, cegado por aquél pavor. Cometí con ello una tremenda equivocación psicológica.
Cuando lo dijo, las taciturnas gentes de Oxford tomaron la frase por una simple inversión premeditada del texto algo pesado de la Ética aristotélica; pero detrás hay oculta una verdad maravillosa, terrible. Te he permitido minar mi fuerza de carácter, y para mí la formación de ese hábito no constituyó tan solo el fracaso, sino la ruina. Eticamente fuiste para mí más funesto aún que lo habías sido artisticamente.
Me obligaste a quedarme y a alardear de descaro, en lo posible, ante el Tribunal, con absurdos y estúpidos perjurios. Y al final, naturalmente fui detenido, y tu padre se convirtió en el héroe del día.
Durante nuestro viaje a Londres me rogaste encarecidamente que te acompañase al Hotel Savoy, visita que había de ser verdaderamente funesta para mí. Pasados tres meses, en junio, nos encontrábamos en Goring. Varios conocidos tuyos de Oxford vinieron a pasar con nosotros los días del week-end. La mañana del lunes, cuando se marchaban, armaste un escándalo tan atroz y desconsiderado que te aseguré que era indispensable nuestra separación. Recuerdo muy bien que, estando en aquél terreno de croquet, bordeado de césped, te demostré que nos amargábamos mútuamente la existencia, que trastornabas por completo la mía, que tampoco yo te hacía feliz evidentemente, y que lo más sensato que podíamos hacer era despedirnos definitivamente y separarnos por completo. Te fuiste a almorzar muy ofendido y dejaste al camarero una carta para mí llena de insultos, encargando que me la entregase después de haberte marchado. No habían transcurrido tres días cuando me suplicabas humildemente, desde Londres, en un telegrama, que volviera a perdonarte y que te permitiese volver junto a mí.
Por afecto a ti, había yo alquilado una casa; atendiendo a tus ruegos, admití allí a tu propio criado. Me dolió siempre ver que eras víctima de tu espantoso carácter; sentia por ti un verdadero cariño.
Impulsado por él, te dije que volvieses a mi lado y te perdoné una vez más. Pese a lo cual, tres meses después, en septiembre, armaste nuevos y ruidosos escándalos solo por haberte indicado, cuando intentaste traducir mi Salomé, tus errores garrafales de colegial.
Supongo que ahora sabrás ya el suficiente francés para darte cuenta de que tu traducción era tan indigna de un estudiante oxoniano como de la obra que pretendías interpretar en otro idioma. Verdad es que entonces tú no lo sabías; en una de las cartas más violentas que me dirigiste sobre esta cuestión, afirmabas con pueril arrogancia que no tenías, respecto a mí, 'deuda intelectual de ningún género'. Aún lo recuerdo: leyendo semejante afirmación, comprendí que era, en efecto, la única verdad que me habías dicho nunca desde que nos conocíamos. Comprendí también que alguien menos culto que yo hubiera encajado mucho mejor contigo. Y no veas en esto ninguna acritud; lo hago constar simplemente como un hecho que rige todas las relaciones sociales.
Pues, a fin de cuentas, la conversación es el nexo de todas, lo mismo en el matrimonio que en la amistad. La conversación requiere una base común para desenvolverse armónicamente, y esta no puede existir entre dos personas de una cultura totalmente diferente.
La trivialidad en el pensamiento y en la acción es encantadora. He hecho de ella la clase de una filosofía muy brillante expresada en comedias y paradojas.
Pero la frivolidad y la locura de nuestra vida me resultaban a menudo fastidiosas; nos encontrábamos únicamente en el lodo. Y por fascinante, por terriblemente fascinante que fuese el tema único en torno del cual giraba tu conversación, al final, sin embargo, resultaba para mí completamente monótono. Me aburría a veces hasta lo indecible, y lo aceptaba como aceptaba tu pasión por el music hall, o tus manías de absurda extravagancia en materia de comida, o de bebida, o cualquiera otra de tus características, para mi menos atractivas, como una cosa a la que, por decirlo así, había simplemente que acostumbrarse, como una parte del elevado precio que era preciso pagar por conocerte.
Recuerdo todavía que la tarde de ese día, en el departamento del tren que me conducía a París, medité sobre aquella situación imposible, aterradora y totalmente errónea en que se hallaba mi vida. Un hombre como yo, de fama mundial, me veía obligado nada menos que a huir de Inglaterra para librarme de una amistad que estaba deshaciendo cuanto en mí había de bueno, tanto en el aspecto espiritual como en el moral, siendo, para colmo, el hombre que me forzaba a aquella huida, con quien había intimidado, no un ser repugnante que se hubiera empinado desde el fango o desde la calle hasta la vida mundana, sino tú, un joven de mi misma clase y condición, que había estudiado en Oxford en el mismo colegio que yo y que era el invitado habitual de mi casa y de mi mesa.
Al día siguiente, ya de vuelta en Londres, sentado en mi cuarto de trabajo, intenté dilucidar, triste y seriamente, dentro de mi mismo, si eras realmente o no lo que parecías ser; si estabas lleno, en verdad, de aterradores defectos; si eras tan auténticamente pernicioso para ti mismo y para los demás: si eras, en suma, el funesto compañero que yo conocía y del que había sido ya víctima. Pasé una semana entera pensando en ello y en si no sería injusto contigo o te juzgaría mal. Al final de aquella semana tu madre me escribió, expresando en su carta y en igual grado todos los sentimientos que con respecto a ti tenía yo. Mencionaba en dicha carta tu ciega y desmedida vanidad, que te hacía despreciar tu propio hogar y hasta tratar a tu hermano mayor (aquella candidisima anima) como a un filisteo; referíase asimismo a tu carácter. Le daba a ella verdadero pavor hablar contigo de tu vida, esa vida que ella siente y sabe que llevas. Hablaba de tu comportamiento en cuestiones de dinero que, por múltiples razones, tanto le hacía sufrir, y de la degeneración y del cambio que se habían realizado en ti. Tu madre, naturalmente, se daba cuenta de que la ley de la herencia te había abrumado de una terrible carga: "De mis hijos, es el que ha heredado el funesto temperamento de los Douglas", escribía refiriéndose a ti. Y terminaba diciéndome que se veía en la precisión de confesar que tu amistad conmigo había, a su juicio, exacerbado hasta tal punto tu vanidad, que esta se convertia en el origen de todas tus culpas, por lo cual me rogaba encarecidamente, con toda seriedad, que no fuese contigo al extranjero.
Entre tanto, tú me escribías en todos los correos desde Egipto; no presté la menor atención a tus cartas. Las leí únicamente y las rompí enseguida. Me había propuesto con toda firmeza no mantener ya contigo relación alguna. Mi resolución era inquebrantable. Y entonces me consagré con deleite a mi arte, cuyo desenvolvimiento había tenido la debilidad de permitirte interrumpir.
Pero como ella se había mostrado siempre sumamente amable y acogedora contigo, le era insoportable la idea de que yo fuese (así lo creía ella) tan duro con un amigo. Creía, o mejor dicho, sabía, que tal dureza no encajaba con mi carácter. Atendiendo a sus ruegos, volví a ponerme en relación contigo. Recuerdo muy bien el texto de mi telegrama. Te decía que el tiempo curaba todas las heridas, pero que, sin embargo, prefería no escribirte ni hablarte en muchos meses aún.
Llegaste tarde a París, un sábado por la noche, y encontraste una breve carta mía en tu hotel diciéndote que no te vería. A la mañana siguiente recibí en la calle Tite un telegrama tuyo, de diez u once hojas.
La piedad, mi antiguo afecto por ti, mi respeto por tu madre, para quien tu muerte en circunstancias tan espantosas hubiera sido un papel demasiado fuerte de soportar; el horror ante la idea de que una vida tan juvenil, una vida que, en medio de todas sus feas culpas, contenía, sin embargo, promesas de belleza, tendría un final tan indignante; la misma humanidad simplemente ...todo esto, si son necesarias las disculpas, debía servir de disculpa a mi consentimiento en concederte una última entrevista. Cuando llegué a París, las lágrimas que vertiste durante toda la noche cayendo como lluvia sobre tus mejillas, primero, durante la comida, en Voisín, y luego, en la cena fría de Paillard; la alegría sincera que mostraste al verme, estrechándome la mano en cuanto podías, como un niño bueno y arrepentido; tu contrición, tan sencilla y sincera en aquel momento, hicieron que accediera a reanudar nuestra amistad.
Para ti es muy largo retroceder tres años. Pero nosotros, los que vivimos en la cárcel y en cuyas vidas no hay más acontecimientos que la tristeza, tenemos que medir el tiempo por las punzadas del dolor y el recuerdo de los momentos de amargura. No tenemos otra cosa en que pensar. El sufrimiento, por curioso que ello pueda parecer, es el medio por el cual existimos, porque es el único gracias al cual tenemos conciencia de existir; y el recuerdo del sufrimiento en el pasado nos es necesario como garantia y evidencia de nuestra continua identidad. Entre los recuerdos alegres y yo se abre un abismo no menos profundo que el que me separa actualmente de la alegría. Si nuestra vida en común hubiera sido únicamente lo que el mundo se imagina que fue, una vida hecha de goces, de extravagancias y de risas, yo no podría recordar ni un solo pasaje de ella. Por haber estado llena de momentos y días trágicos, amargos, siniestros en sus advertencias, tristes o espantosos en sus monótonas escenas y en sus impudentes violencias, puedo ver u oír cada incidente por separado en sus detalles, y no puedo, a decir verdad, oír o ver mucho más. En este lugar viven los hombres hasta tal punto por el dolor, que mi amistad contigo, en la forma en que me veo obligado a recordarla, se me aparece siempre con un preludio en consonancia con esas crisis de angustia que me es preciso aceptar a diario, ¿qué digo?, a hacer incluso necesarias; como si mi vida, tal como haya parecido a los demás y a mi mismo, hubiera sido continuamente una verdadera sinfonía de tristeza, pasando por sus movimientos, ritmicamente unidos, hasta su auténtica resolución, con esa ineluctabilidad que caracteriza en el Arte la manera de tratar todos los grandes temas.
Te mantenía; naturalmente, no tenía opción; pero fuera de mi casa y no en ella, personalmente. Al día siguiente, lunes, tu compañero se reintegró a los deberes de su profesión, y tu te quedaste conmigo. Fatigado de Worthing, y más aún, sin duda, de mis vanos esfuerzos por concentrar mi atención sobre mi obra (lo único que me interesaba realmente en aquel momento), insististe para que te llevase al Gran Hotel de Brighton.
La noche que llegamos caíste enfermo con esa terrible fiebre baja, tan tontamente llamada gripe; era no tu segundo, sino tu tercer acceso. No necesito decir cómo te cuidé, rodeándote no solo de todo el lujo de frutas, flores, obsequios, libros y cuanto puede proporcionar el dinero, sino también de ese afecto y de esa solicitud que, a pesar de lo que creas, no podría proporcionar el dinero. Excepto una hora de paseo por las mañanas y otra, en coche, por las tardes, no salía yo del hotel. Hice traer de Londres uvas especiales, porque las que te servían en el hotel no te gustaban; permanecí allí contigo unas veces y otras, en la habitación contigua, y todas las noches me senté a tu lado para tranquilizarte y distraerte.
A los cuatro o cinco días estabas restablecido, y entonces alquilé un piso para intentar concluir mi obra. Viniste conmigo, naturalmente. Al día siguiente de estar alojado allí caí gravemente enfermo.
El médico dijo que me habías contagiado la gripe. Te fuiste a Londres a tus asuntos, aunque prometiéndome que regresarías por la tarde. En Londres te reuniste con un amigo, y ya hasta el día siguiente, a última hora, no volviste a Brigthon. Me encontraste con una fiebre altisima, y el médico siguió asegurando que me habías contagiado la gripe. Nada más molesto para un enfermo que estar en unas habitaciones alquiladas. Mi cuarto de trabajo estaba en el piso primero, y mi dormitorio en el tercero. No había allí ningún criado que pudiera prestarme asistencia, ni siquiera alguien a quien poder mandar a un recado o en busca de una receta. Pero tú estabas conmigo, y eso me bastó para sentirme tranquilo. Los días siguientes me dejaste absolutamente solo sin asistencia de nadie, sin servicio, careciendo de todo.
No se trataba ya de uvas, ni de flores, ni de regalos agradables; era cuestión de lo más necesario. Ni siquiera pude tomar la leche que el médico me había mandado, y la limonada me estaba prohibida terminantemente.
Cuando te rogué que fueses a una libreria a buscar cierto libro, o, en caso de no encontrar el que me interesaba, otro que te indiqué, no te tomaste siquiera la molestia de ir. Por lo cual tuve que estar todo un día sin leer; después me aseguraste con gran indiferencia que habías comprado aquel libro y que te habían prometido mandarlo, lo cual era mentira, como descubrí poco después casualmente.
Durante toda aquella temporada viviste, naturalmente, a costa mía: coches, comidas en el Gran Hotel, etc. No apareciste realmente por mi habitación más que en busca de dinero. El sabado, por la tarde, viendo que me habías dejado totalmente desatendido y solo, desde por la mañana, te rogué que volvieses después de la cena a hacerme un poco de compañía. En tono irritado y de un modo afectuoso, prometiste venir. Te estuve esperando hasta las once, sin que aparecieras. Entonces te dejé unas líneas en tu cuarto para recordarte tu promesa y cómo la incumplías. A las tres de la madrugada, sin poder conciliar el sueño y torturado por la sed, bajé a tientas, en plena oscuridad y tiritando de frío, al comedor con la esperanza de encontrar un poco de agua. Te encontré allí. Me abrumaste entonces con todas las palabras feas de que un humor intemperante, una naturaleza indisciplinada e ineducada como la tuya, eran capaces. Por la terrible alquimia del egoísmo, trocaste tu remordimiento en rabia. Me acusaste de egoísta porque te había rogado que estuvieras a mi lado durante mi enfermedad; me reprochaste el interponerme entre tus diversiones y tú; el intentar privarte de tus amigos.
Me dijiste - y sé que era verdad - que habías vuelto a medianoche sólo para cambiarte de traje y marchar otra vez a tus placeres. Pero la carta que te había dejado, en la cual te recordaba tu abandono durante todo aquel día, te quitaron la gana de divertirte y tu afán de nuevos placeres. Realmente asqueado, subí de nuevo a mi dormitorio, en donde estuve insomne hasta el amanecer, y hasta mucho rato después no pude tomar nada que mitigase la sed de mi calentura. A las once entraste en mi cuarto. Se renovó nuestra disputa, y en ella te hice observar que mi carta había servido, al menos, para poner coto a una noche más relajada aún que de costumbre. Por la mañana volvías a ser tú. Como es natural, esperaba oír las disculpas que debías alegar, y tenía curiosidad por saber cómo te las compondrías para lograr mi perdón, que demasiado sabías que te concedería de buen corazón. Tu seguridad absoluta en que acabaría siempre perdonándote era quizá la cualidad que más me agradaba en ti desde siempre, era quizá la mejor cualidad que en ti reconocía.
Pero, muy por el contrario, repetiste el escándalo de la noche anterior, con mayor rabia y violencia si cabe.
Pasada una hora, habiendo llegado el médico, me halló, naturalmente, en un estado de completo abatimiento nervioso y con más fiebre que antes; silenciosamente volviste a buscar dinero; te apoderaste de lo que pudiste encontrar en el tocador y sobre la repisa de la chimenea, y después abandonaste la casa con tu equipaje. No necesito decirte lo que pensé de ti durante los dos solitarios días siguientes de mi enfermedad. Tampoco necesito decirte que vi claramente que era una deshonra para mí seguir tratando siquiera a un ser semejante al que acababas de revelarte. Reconocí que había llegado el último momento y lo reconocí como un gran alivio realmente. Me daba cuenta de que en lo por venir mi arte y mi vida serían ya más libres y mejores y más bellos, hasta donde fueran posible. Aun estando enfermo, me senti encantado. El hecho de que nuestra separación era irrevocable me devolvía la tranquilidad.
La fiebre fue bajando gradualmente, hasta el martes.
Ese día era mi cumpleaños. Entre los telegramas y demás correspondencia que estaba sobre mi mesa, había una carta tuya. La abrí, sobrecogido por un sentimiento de tristeza. Sabía perfectamente que había acabado la época en que una frase amable, una expresión afectuosa, una palabra apenada me obligaría a contestarte.
Te había menospreciado.
Me felicitabas por mi prudencia levantándome enfermo de la cama para huir escaleras abajo de repente. "Fue un mal momento para ti -escribías- peor de lo que puedas imaginarte" ¡Ah, demasiado bien lo sabía! No me enteré nunca de lo que ocurrió realmente. ¿Llevabas encima la pistola que compraste para asustar a tu padre, y que un día, creyéndola descargada, disparaste en un restaurante público? ¿Tendiste tu mano hacia un cuchillo ordinario de mesa que se hallaba sobre un mueble entre nosotros? ¿Te habías olvidado, en tu furor, de tu pequeña estatura y de la inferioridad de tu fuerza y pensado en algún extraño insulto personal o incluso en un ataque, mientras que yo yacía enfermo? No podría decirlo. No lo he sabido nunca. Sé únicamente que me invadió un sentimiento de profundo horror y que tuve la impresión de que, si no huía inmediatamente de la habitación, habrías hecho o intentado hacer algo que, incluso para ti, hubiera sido un eterno motivo de vergüenza.
En el caso relacionado contigo fui yo quien tuvo que huir. No era aquella la primera vez que tuve que guardarte contra ti mismo. Acababas esa carta con la siguiente frase: "En cuanto bajas de tu pedestal, dejas de ser interesante. La próxima vez que caigas de nuevo enfermo, me marcharé enseguida de tu lado." ¡Qué brutalidad demuestran esas líneas en quien las ha escrito! ¡Qué carencia absoluta de imaginación, qué vulgaridad más obtusa de carácter! "En cuanto bajas de tu pedestal, dejas de ser interesante. La próxima vez que caigas enfermo, me marcharé enseguida de tu lado."
Y así era ciertamente; aunque esto, solo pasados seis meses justos había yo de saberlo. Pensaba volver a Londres el viernes y visitar particularmente a sir Jorge Lewis para rogarle que dijese a tu padre que yo había decidido firmemente no volver a dejarte entrar a mi casa bajo ningún pretexto, ni invitarte a mi mesa, ni salir contigo, ni convivir con un joven como tú en ninguna parte. De acuerdo con esa decisión, debí habértela comunicado por escrito, ya que no podrías por menos de comprender los motivos que me hacían adoptarla. Lo tenía yo preparado todo para el jueves por la tarde; pero el viernes por la mañana, cuando desayunaba, antes de partir, leí por casualidad en un periódico la noticia de que tu hermano mayor, el verdadero jefe de la familia, el heredero del titulo, el mayorazgo, que sostenía su casa, había sido encontrado muerto ante una tumba, teniendo a su lado un revólver descargado. Las circunstancias horribles de aquella tragedia, que como ahora se sabe, se debió a una desdichada casualidad, pero que entonces fue duramente comentada, por imaginar la gente que la habían acarreado causas muy obscuras; la impresión causada por la muerte repentina de un hombre muy estimado por cuantos le conocían, y casi la víspera, por decirlo así, de contraer matrimonio; la idea que me forjé de tu propio dolor fraternal; el convencimiento de la pena que iba a causar a tu madre la pérdida de uno de los seres a quien se volvía siempre en busca de consuelo y de alegría y que, según ella misma me había contado, no le había hecho jamás verter ni una lágrima desde que nació; la certeza de tu apesadumbrada soledad, pues tus otros dos hermanos no estaban en Europa, siendo tú, por tanto, el único a quien podían recurrir tu madre y tu hermana, no solo para compartir su dolor, sino para atender con ellas a las atroces responsabilidades que una muerte así entraña; un auténtico sentimiento de humanidad para con las lacrymae rerum, para con el llanto de que está formado este mundo, para con el pesar de la Humanidad: todos estos pensamientos y todas estas emociones, reunidos y agolpados en mi cerebro, hicieron que brotase en mi una piedad infinita hacia ti y hacia tus familiares. Olvidé mis preocupaciones personales y toda mi amargura. No podía portarme contigo como lo habías hecho tú durante mi enfermedad ante aquella pérdida tan dolorosa que sufrías. En un arranque inmediato te telegrafié, dándote mi más sentido pésame, y, además, te escribí, invitándote a venir a mi casa en cuanto pudieses y quisieses. Pues me pareció terrible dejarte solo entre extraños en una situación semejante.
Tu pena me parecía que te aproximaba a mí más que nunca. Las flores que te ofrecí para depositarlas en la tumba de tu hermano eran un símbolo no solo de la belleza de su vida, sino también de la belleza que yace latente en toda vida esperando salir a luz un día.
En la más nimia circunstancia que hizo juntarse los caminos de nuestras dos vidas, en el menor caso, de grande o de trivial importancia, que te llevó a pedirme socorro o placer, en su relación con la vida, ya se tratase solamente del polvo que danza en un rayo de sol o de la hoja que cae de un árbol, la ruina vino siempre después, como el eco de un grito doloroso o como la sombra que caza con el animal de presa.