Batalla de Atella, 1496

Disponían los aliados [de la liga] de un ejército considerable. Entre Nápoles, Venecia y Roma sumaban 1.200 hombres de armas, 1.500 caballos ligeros y 4.000 infantes, a los que se sumarían más de 100 caballeros pontificios del duque de Gandía.

Las cumbres del monte Vulture miran a la villa desde el norte. De él baja por el este el caudal del arroyo Nero a verter sus aguas en el Atella, el cual circunda la ciudad por el sur en amplia curva, antes de tomar dirección noroeste, para juntarse con el Ofanto. La plaza, bien defendida por el ángulo que forman los dos ríos, llevaba un mes de penoso asedio sin ser doblegada. En su interior se guarnecían los franceses Montpensier y François D'Allegre, señor de Percy, con los mejor de la gendarmería, y los italianos Pablo y Virginio Orsini, junto a Pablo Vitelio y toda su gente. Por las afueras, varios destacamentos repartidos por castillos, aldeas y caseríos de los alrededores reforzaban un perímetro de seguridad que hacía más llevadero el sitio. Esto fue visto por D.Gonzalo (El Gran Capitán), cuando en compañía del rey y de todos sus capitanes subió a un cerro próximo desde el cual se divisaba, en amplio panorama, la población y todos sus contornos. Después recorrió las posiciones y vio, al poco de conocerlas, lo ineficaz del cerco. Los italianos tenían la pieza herida y acosada, pero no había montero capaz de ir a cobrarla. Le llamó la atención unos molinos que abastecían de agua y harina a los sitiados, gracias a la corriente que bajaba de los montes vecinos. Varias capitanías de suizos y gascones montaban guardia en ellos, para cuidar de que nadie interrumpiera el buen funcionamiento de aquellos ingenios.

No era oportuno continuar el asedio indefinidamente, pues mantenía la moral de los defensores la vana esperanza de recibir refuerzos. Obró con resolución el español. Planteó la batalla con seriedad, repartiendo órdenes concisas. El objetivo, estaba claro, eran los molinos. La táctica, no cabía otra, el ataque frontal.

A la vista de todo el ejército de la Liga y de tan destacadas autoridades, salieron los españoles a demostrar todo lo que de ellos se venía hablando. Silenciosos y concentrados, sabían que iban a jugarse la vida, pero además la fama, que no era poco. De cara al enemigo formaron en orden de batalla. Las cuatro capitanías de infantería, justo enfrente de los molinos, flanquedas por el río. En primera línea los rodeleros. En segunda línea los piqueros, dándoles cobertura. Los arcabuceros acompañaron el ataque, más no sería ese su día de gloria. Los caballos ligeros quedaron hacia el lado de la ciudad, como reserva a la espera del resultado del primer choque. Los 70 hombres de armas fueron dispuestos para impedir una posible salida de los defensores.

Del otro lado, los destacamentos encargados de guardar los molinos se interpusieron entre estos y los españoles. Por delante los tiradores gascones, para frenar el ataque. Tras ellos las picas suizas dándoles protección. La caballería de la ciudad quedó indecisa a las puertas de la villa sin saber bien lo que debía de hacer.

Dipuestos los dos bandos, sólo faltaba la acción. Ésta vino del lado que más ansiaba el triunfo. A la voz de sus mandos, la rodela por delante y espada en mano, los endurecidos soldados españoles rompieron el silencio con un clamor de guerra y saltaron como lanzados por un resorte, para en veloz carrera cubrir el terreno que les separaba del enemigo. Creyeron los gascones poder frenarlos disparándoles con ballestas y arcabuces, pero esto, más que mellar el ánimo de los rodeleros, les enfureció. Aprentado filas arrollaron a los franceses que no tuvieron otr remedio que cobijarse detrás de los helvéticos. Aprovechando la inercia de la carrera, pero sin perder cohesión, los pequeños soldados de Iberia embistieron contra el tremendo cuadro suizo. Protegiéndose con sus escudos se infiltraron entre las picas, que perdieron todo su poder al acortarse las distancias. Las apartaban con las rodelas y se acercaban sin temor a los gigantones que las sujetaban, hiriéndoles en las pantorillas, en los muslos, en los brazos y en la garganta, allí donde encontraban carne. Propinaron tal paliza a los montañeses que, abandonando en el suelo armas y camaradas, buscaron en la huida su única salvación. Este fue el momento esparado por los jinetes, que, picando espuelas, cruzaron el campo al galope para impedir a los que se retiraban entrar en la ciudad. Los pillaron en terreno despejado, les cortaron el paso y comenzaron a ensañarse con ellos. Muy pocos enemigos consiguieron escurrirse entre las patas de los caballos, sorteando laas lanzadas de los montados. Los que lograron hacerlo corrieron despavoridos a encerrarse tras la seguridad de las murallas.

La salida de los defensores para socorrer a su infantería, tan esperada por el general, fue detenida en un principio por la caballería pesada española. Pero siendo tan escaso su número, y antes de perderla toda, mandó tocar reunión. Volvió cada uno de donde se hallaba paara formar junto a su bandera y en menos tiempo del que se creía posible tenían los franceses delante una nueva barrera de magníficos combatientes. Los del D.Gonzalo, excitados por el calor de la pela y sin mirarse las heridas, empujaron de firme a la caballería gala, que temerosa de correr la misma suerte que sus peones, fue cediendo terreno hasta terminar refugiándose en la población.

Todo esto pasó ante la atenta mirada de las tropas de la Liga Santa que, sin intervenir para nada, observaban desde las alturas que rodean la ciudad el desarrollo de la lucha. Orgullosos y expectantes al principio, sobrecogidos después, estallaron en vítores y aclamaciones cuando vieron el soberbio espectáculo de disciplina y amor propio ofrecido por los españoles. Sobre todos ellos destacaba la figura magnífica del más grande capitán que pisara Italia. Desde aquel día, primero de Julio de 1496, festividad de san Casto, en Atella y para siempre, Gonzalo Fernández de Córdoba sería recordado como el Gran Capitán.


Escudo por delante y espada en mano, un rodelero español se abre camino entre las picas suizas en la batalla de Atella. En medio de la polvareda, su capitanía carga a la carrera. Ilustración de Antonio L.Martín Gómez

 

Antonio L.Martín Gómez. "El Gran Capitán. Campañas del Duque de Terranova y Santángelo". Editorial Almena.