Manuel García-C. Gómez, C U Q U I S Biografía lírica de un can
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Nunca hiciste daño a las niñas. Cuando algunas venían por casa a dar la
lección de Catecismo, las salías, muy caballero, al encuentro. Ellas, se
creían que salías a morderlas y, coquetonas ya, chillaban asustadas y
haciendo mil remilgos. Yo te enviscaba para asustarlas más; pues bien sabía que no las harías daño ninguno. Tú,
perruco, adivinabas mis
intenciones y corrías tras ellas, saltando alegre haciéndolas fiestas,
que éllas, tontinas, no sabían interpretar. Chillaban y corrían
asustadizas. Y tú y yo, Cuquis, reíamos gozosos y bromistas.
Sobre todo jugabas con Ester, la hermana de Nacho, bautizada por mí en
Valladolid; una rubia muñeca. Luminosa y transparente, nerviosa y
vivaracha, parecía de goma. Era la pesadilla de sus tíos,
sobre todo de su tía María, ama del cura amigo. Siempre estaba
tía María pendiente de la sobrina, que lo mismo bajaba las escaleras de
dos brincos, que se asomaba a las ventanas con el busto fuera, con grave
peligro a dar la vuelta y caer a la calle. En cuanto su tía se
descuidaba, ya estaba Ester tramando y ejecutando cualquier zalagarda.
Pero era muy simpática y te agradaba jugar con ella. Por eso te
gustaba a ti, Cuquis. Tenía ella, al principio, recelo de ti. Poco a poco lo fue perdiendo y os hicisteis amigos. Lo comprendiste bien. Saltabas a su cara queriendo besarla, bribonzuelo; mordisqueabas sus pantorrillas rechonchas y carnosas o la cogías sus manos entre tus dientes, cuidándote mucho de no hacerla daño. Regañaba su tía; reía la niña; y tú, cansado del juego, sacabas la lengua, húmeda y de un rojo vivo y brillante, para mejor respirar. Mirabas con fingida seriedad, deseando volver al juego con la chiquilla, a pesar del cansancio. Al fin, la tía obligaba a la niña a sentarse a su lado. Y tú te tumbabas cuan largo eras, mirando al grupo de tía María y la niña Ester. Poco paraba ésta sentada; y con gran contento tuyo, volvía a los juegos con nuevo brío. Era lo que tú, Cuquis, deseabas. Un día también jugabas con mi sobrinita Sandra, del mismo tiempo que Ester. Pasó unos días en casa con su tía Sor Amparo, la humilde monjita franciscana. Sandra quería jugar contigo como si fueras un perrito de trapo y algodón. No; no eras un pelele, como ella quería. Y mientras tú aguantabas todas las manipulaciones de mi sobrinilla, era feliz, riendo gozosa. Pero si tú intentabas tomar parte activa en los juegos no dejándote manipular como ella quería, entonces se enfadaba, hacía que te tenía miedo, y se enfurruñaba haciendo pucheritos para empezar a llorar. Yo te reñía, tú mirabas serio y contrariado y ella se serenaba. Pero no quería jugar ya contigo. De nada valía que su tía o yo la dijéramos que no la morderías, que solamente querías jugar. Ella, caprichosilla, no jugaba ya más.
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