CUENTOS DE LA MINA

               Por Víctor Montoya

EL HIJO DEL TIO

El día que la tormenta se desató en el cielo y el viento hacía tañer el fallo de los techos como zampoñas de cañahueca, el Tío salió de la mina, dispuesto a hacer germinar su semilla en el vientre de una de las mujeres más jóvenes y hermosas del campamento minero.

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No quiso raptarla ni llevársela al interior de la mina, por temor a que su belleza despertara los celos de la Chinasupay, quien, en defensa de su amor y territorio, era capaz de hacer desaparecer las vetas y causar estragos como cuando entraban las palliris disfrazadas de mineros. Por eso prefirió mantenerla apartada del socavón, lejos de los ojos de la Chinasupay y de las entrañas de la Pachamama.

El Tío giró como un remolino de polvo y se trocó en gato negro, las orejas largas y los ojos de fuego. Así se alejó de la bocamina, vagó por las calles anegadas del pueblo y llegó hasta la esquina del campamento, donde vivía un minero viudo, cuidando a su hija como al tesoro más preciado de su vida.

El Tío, apenas encontró una guarida en la ladera del río, volvió a su estado natural y esperó que apareciera la hija del minero entre las ráfagas del viento y los relámpagos que chasqueaban a lo lejos, iluminando la hilera de casas que, vista desde la hondonada del río, parecía un buque fantasma navegando en dirección al cielo.

Ni bien amainó la lluvia, la hija del minero, sin sospechar que afuera la aguardaba la fatalidad de su destino, salió por la puerta que daba al patio y avanzó hacia donde estaba el Tío, agazapado bajo un peñón que tenía la forma de un techo.

Cuando la hija del minero alcanzó la ceja del río, como atraída por un magnetismo desconocido, se levantó las polleras y se bajó las bombachas para desaguar con las nalgas expuestas al silbido del viento. Ese fue el instante que el Tío aprovechó para revolcarla sobre el fango y poseerla entre el bramido de los truenos y la turbulencia del río.

El minero, al verla entrar por la puerta, desnuda y ensangrentada, intuyó que el Tío se había ensañado con su hija, a modo de cobrarse un viejo favor que él no supo retribuirle a tiempo. Lo peor es que, desde esa noche en que la desgracia se metió en su casa, su hija no volvió a ser la misma; perdió la facultad del habla y el uso de la razón, como si el Tío la hubiese vaciado por dentro.

El minero, inconforme con la osadía del Tío, recurrió a las artes oscuras de la hechicería en procura de volverla en sí y arrancarle del vientre el feto que crecía día a día. Le sahumó el cuerpo con q’oa, le dio yerbas medicinales y brebajes abortivos. Todo fue inútil, porque su hija, desde que se le suspendió la menstruación y le vinieron vómitos convulsivos, no hacía otra cosa que dormir como un animal irracional, mientras el vientre se le ponía duro y los senos aumentaban de volumen.

De modo que el minero, en un vano intento de salvar el honor de su familia y evitar los qué dirán de los vecinos, la recluyó entre las cuatro paredes de su casa, donde no entraba la luz del día ni el griterío de la calle. Pero la curiosidad de los vecinos era tan grande que, cada vez al cruzar su camino, le preguntaban dónde estaba su hija. Entonces él, dispuesto a disipar las dudas de cuantos sospechaban lo peor, fraguó la historia de que su hija se había marchado a su pueblo, donde una tía suya la requería en los quehaceres domésticos y las faenas del campo.

Pasaron varios meses, hasta que el minero, consciente de que no podía separar al hijo del diablo del cuerpo de su hija, tomó la firme decisión de acabar con esa maldición de una vez por todas. Así fue como una mañana, atrapado por un torbellino de nervios, cogió el cuchillo de desollar cerdos y entró en el cuarto de su hija, quien yacía todavía en la cama, las manos sobre el abultado vientre y la cara partida por los flecos de la mantilla. El minero la contempló por un instante, conmocionado por una angustia que lo devoraba por dentro. Mas al pensar que en el interior de ese hermoso cuerpo se movía el hijo del Tío, se le abalanzó encima, la cogió por las trenzas y le pasó el frío metal del cuchillo por el cuello; en tanto ella, sin tener siquiera tiempo para reaccionar, lanzó un grito sordo, volteó los ojos y sucumbió en el acto.

El minero, mordiéndose los puños ante la evidencia del crimen, lloró por su infortunio y maldijo el día en que conoció al Tío. Envolvió a su hija en las frazadas sanguinolentas y la puso en el cajón que él mismo construyó con las cajas de dinamita. Por la noche, al amparo de la oscuridad y sin que los vecinos lo notaran, la cargó hasta el cementerio, donde fue enterrada en una fosa que él abrió a fuerza de pala y picota.

Un año después de ese macabro suceso, cuyas consecuencias serían funestas, el minero viudo, abatido por los amargos remordimientos de su conciencia, se ajustó dos cartuchos de dinamita al pecho y se hizo tronar antes de que su lengua revelara el secreto que guardaba en el corazón. Los vecinos, al oír la detonación que sacudió los cimientos del campamento, se agolparon delante de su casa, echaron abajo la puerta y, entre el polvo y el humo de la explosión, se enfrentaron a una realidad impactante, porque la víctima estaba en un rincón, el pecho abierto y los intestinos esparcidos en las paredes y el techo.

Los vecinos, conmovidos por el trágico final del minero, dieron parte a la policía y prepararon los funerales a la usanza de los habitantes del altiplano. Velaron sus restos durante la noche. Los hombres masticaron hojas de coca y bebieron tragos de aguardiente, y las mujeres, echándose cruces en la frente, rogaron por su alma y pidieron que Dios lo tenga en su gloria.

Cumplida la ceremonia religiosa, la gente acudió al cementerio en romería, llorando y cargando el ataúd en hombros. Pero a tiempo de inhumar los restos en la fosa llena de piedras, se escuchó el lamento de un niño en la tumba contigua. Las mujeres se retiraron a saltos y los hombres, poniendo a prueba su fortaleza física, empezaron a cavar con palas y picotas, hasta dar con las maderas de un cajón enmohecido por la humedad de la tierra. Cuando uno de ellos destapó el cajón, el rumor de las mujeres se trocó en un grito de terror, porque allí había un niño, de cuerpo deformado y cola de saurio, acurrucado en los brazos de su madre.

—¡Es un milagro, Dios mío! —exclamó una, llevándose las manos sobre la boca—. Esta mujer es una santa que parió después de muerta.

—¡No! No es un milagro —corrigió otra, a poco de reconocer que el cadáver correspondía a la hija del minero, quien fue poseída por el Tío la misma noche en que el cielo se rompió en relámpagos y aguacero.

—Si no es un milagro, ni esta mujer es una santa, entonces el niño es el hijo del Tío —dijeron todos, mirándose entre voces que estallaban en los labios.

Los hombres se quitaron los sombreros y los ponchos. Se persignaron tres veces y, como apremiados por una fuerza divina, volvieron a cerrar el cajón y a tapar la fosa con la misma tierra que habían sacado. Lo mismo hicieron con la tumba del minero, cuyo cuerpo, reducido a piltrafas por la explosión de la dinamita, se descompuso antes de que terminaran de arder las velas.

Desde ese día, en que el sepelio se convirtió en una pesadilla, los vecinos del minero no volvieron a dormir ni a vivir tranquilos, porque escuchaban el lamento de un niño en las corrientes del viento y en las cascadas del río; decían que era el hijo del Tío, quien, transformado en duendecillo, se les aparecía algunas veces en forma de gato negro, perro blanco o gallo rojo, pero casi siempre en forma de demonio: sombrero alón, capa de fuego, botas de charol y látigo en mano.

 


La Chola Uncieña Ir a la Página Principal El Monstruo de la Mina

Copyright © Jhonny Tórrez S.   -  febrero 2002