CUENTOS DE LA MINA

               Por Víctor Montoya

LA IMAGEN DEL TÍO

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Sinforoso Choque volvió a verlo en el sueño; tenía cuerpo grotesco, cara feroz, ojos chispeantes, nariz estallada, colmillos aserrados, lengua colgante y orejas de asno. En realidad, visto de cerca, su rostro se parecía a la máscara de diablo que él colgó en la pared del cuarto, al lado de la Virgen del Socavón. Pero el hecho de que este personaje enigmático se le hubiera metido en las pesadillas, como si estuviese hecho de la misma sustancia que los sueños, se debía a la sencilla razón de que estaba aterrado por su imagen, desde que lo vio por primera vez en la galería cercana al paraje del qhencha Condori, un hombre de procedencia dudosa, que no sólo aprendió a pactar con el Tío, sino también a comunicarse con el espíritu de los mineros muertos en el laberinto de las galerías.

Se levantó de la cama como saliendo de una mala borrachera y se marchó a la bocamina con la sirena del sindicato, cuyo ulular era más triste que el aullido de un lobo. En su bolsa de Calcuta, salpicada por las gotas de sílice, llevaba un atado con mote, chalona y chuño para la comida; una botella de aguardiente y una chu’spa con coca, lejía y k’uyunas para pijchar junto a la estatuilla de greda y cuarzo que representaba al Tío, ese personaje que, según las supersticiones, era el dios y el diablo de la mina, donde a unos los trataba con bondad y a otros con crueldad, dependiendo de los daños que le hicieran o de los tributos que le rindieran. 

Sinforoso Choque prendió la lámpara enganchada en el guardatojo y se internó en la noche perpetua de la mina, pensando que nunca tuvo nada, ni siquiera familia, aparte de una hermana melliza que se echó a la vida.

Al llegar al paraje donde debían lamear la roca, el qhencha Condori, que siempre era el primero en entrar y el último en salir de la mina, lo recibió con una sonrisa mefistofélica, le puso la mano sobre el hombro y le dijo:

—No tengas miedo.

Después le volvió las espaldas y avanzó en dirección al rajo, donde estaba el material listo para lamear la roca.

—Ahora vas a saber que la montaña es como una chola —le dijo—. Le levantas las polleras y se te abre entera.

Sinforoso Choque lo escuchó atento, sin mirarlo ni hablarle. El qhencha Condori se prendió a la roca como una araña, ajustó el cartucho de la dinamita contra la grieta y ordenó que le alcanzara el fulminante, que estaba en su bolsa de Calcuta. Sinforoso Choque, consciente de que su rango en la escala laboral estaba por debajo de los más antiguos, cumplió con su deber de aprendiz y esperó que el qhencha Condori introdujera el fulminante en el cartucho y preparara el chispeador, haciendo un pequeño corte en el cabo de la guía.

En este nivel, donde el aire era pesado y el calor asfixiante, daba la sensación de estar internado en el vientre de un monstruo hecho de rocas y penumbras.

 —¡Hora de lameo! —exclamó el qhencha Condori, desprendiéndose de la roca. Extrajo de su bolsillo una caja de fósforos y encendió la pólvora.

El qhencha Condori y Sinforoso Choque, tras chispear la guía de la dinamita, huyeron hacia la galería principal, gritando a pulmón lleno:

—¡Tiro! ¡Tiro!...

El tiro flauteó en las oquedades, como si un trueno se hubiese desatado en el vientre de la montaña. Hubo una luz que relampagueó y desapareció entre las nubes de polvo, recortadas por la luz menguante de las lámparas.

—Cálmate, Vieja gran puta —susurró el qhencha Condori, acariciando la roca como si fuera el lomo de un gato.

La montaña se calmó, se calló. El qhencha Condori, que sabía calcular la temperatura de las rocas como si fuesen su propio cuerpo, fue a controlar los destrozos de la explosión; entretanto Sinforoso Choque, levantándose de la guarida donde se escondió de la ventolera de humo y polvo, se retiró a la galería del Tío. Se sentó sobre el callapo, pijchó un manojo de hojas de coca y bebió un sorbo de aguardiente del gollete de la botella, ignorando la presencia del Tío, a quien no le ofreció su alcohol ni su coca, ni le prendió el k’uyuna en la boca.

El Tío, sentado en su trono de greda, el rostro diabólico, las patas de ganso y la verga gruesa, larga y erecta, lo miró con sus ojos de brasa, como si lo confundiera con la Vieja, su esposa perversa, la que todos los días, antes de cada lameo, era insultada y penetrada por los mineros que le extraían del vientre su riqueza.

Sinforoso Choque, que a lo lejos parecía arrodillado ante la imagen del Tío, sintió que la bola de coca se le amargó en la boca, anunciándole un mal presagio. En efecto, asaltado por el miedo y la superstición, primero vio la silueta de dos hombres que, deslizándose a dos palmos del suelo, aparecieron y desaparecieron entre las tinieblas de la galería. Después escuchó la voz cavernosa del Tío, quien se levantó de su trono y se alejó enfurecido. Sinforoso Choque se quedó estupefacto, trató de dominar sus nervios y aligeró el contenido de la botella. De súbito, con el estómago relajado como por un purgante de magnesia, tuvo ganas de defecar, a pesar del temor al dolor que le suponía el esfuerzo de expeler lo digerido. Se retiró tambaleando hacia el tope de un rajo abandonado, donde nadie se atrevía a entrar, pues se decía que allí convivía el Tío con los dos mineros que desaparecieron sin dejar rastro alguno.

Sinforoso Choque miró en derredor, se bajó los pantalones y se acuclilló, apoyando los brazos en las rodillas. Ahí, mientras pujaba con fuerza, escuchó unos pasos que se le acercaban por la espalda. Pensó que podía ser el qhencha Condori, quien, como todos los viernes a esta misma hora, venía a dejar un puñado de coca y un vaso de alcohol para el espíritu de los mineros que desaparecieron en el rajo. Pasado un tiempo, y al escuchar los pasos muy cerca de él, volvió la cabeza y preguntó quién era. Nadie contestó, salvo una corriente de aire que silbó a lo lejos.

—¿Quién anda por ahí, carajo? —insistió, volcando su indignación en un grito de furia.

Ahí nomás, como si estuviese en las profundidades del infierno, sintió una quemazón de fuego entre las piernas. El cuerpo se le iluminó como ascua y las lágrimas le estallaron en los ojos. Quiso pararse, pero el Tío lo sujetó por los hombros y lo tumbó con violencia, la cara al suelo y la espalda al cielo.

Sinforoso Choque, sacudido por convulsiones de dolor, sintió en el alma el crujido de la muerte y resolló como si un barreno se le hubiese atravesado de lado a lado. De su interior le bajó un chorro de sangre viva y su recto se le abrió como un caño roto. Pasado el incidente, lanzó un grito de pavor y se retorció en el suelo. Se levantó arrimándose contra las rocas y salió del rajo rumbo a la bocamina, mientras el Tío, chasqueando su lengua como látigo de mayordomo, lo perseguía de cerca, riéndose con una voz parecida al rebuzno de un asno.

Cuando Sinforoso Choque alcanzó la bocamina, donde el sol caía caldeando la tarde, se enfrentó a sus compañeros de la segunda punta, quienes lo vieron salir de la oscuridad con aspecto de loco, los pantalones rotos y el trasero salpicado de sangre.

—¿Qué pasó, compañerito? —le preguntaron al unísono, formando un ruedo.

—El Tío, el Tío... —balbuceó Sinforoso Choque, sin poder controlar las lágrimas que le surcaban el rostro ni las babas de coca colgadas de sus labios.

Los mineros, pensando que había perdido la razón, lo tomaron por los brazos y lo llevaron al Hospital Obrero, donde murió a los dos días de ser ingresado. Cuando los médicos le hicieron la autopsia, se supo que el autor de su muerte no fue el Tío, como muchos habían pensado, sino una enfermedad misteriosa de la cual nadie pudo salvarlo.

 


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Copyright © Jhonny Tórrez S.   -  febrero 2002