CUENTOS DE LA MINA

               Por Víctor Montoya

EL JUKU Y LA VIUDA

El Juku, como todas las noches, entró en la mina a robar el mineral del diablo. Destrozó la veta a punta de combo y barreno. Los hilos verdes del akullico le teñían los labios y el polvo de sílice le penetraba en los pulmones. Después llenó la bolsa de Calcuta con las rocas que, iluminadas por la luz de la lámpara, relumbraban ante sus ojos con la misma intensidad con que él descargaba sus energías. Estaba acostumbrado a la soledad y a la altura de las paredes rocosas de ese paraje, donde los obreros regulares de la empresa no se atrevían a entrar; unos le atribuían poderes malignos, en tanto otros se limitaban a contemplarlo a la distancia, como una maravilla de la naturaleza ajena a su alcance y su dominio.

El Juku se limpió el sudor y el polvo con la pañoleta que llevaba amarrada al cuello y se dispuso a descansar un rato antes de poner sus pies rumbo a la galería principal. Lanzó un suspiro hondo, escupió la bola de coca, aligeró el último sorbo de la botella y se tumbó de espaldas sobre el ripio, teniendo como cabecera su bolsa de Calcuta. Allí, mientras calculaba las ganancias y los beneficios del jukeo, lo acometió un sueño profundo, que lo dejó roncando junto a su lámpara de carburo, cuya luz menguante se desvanecía unos metros más allá del telón tejido por las motas de polvo.

Cuando abrió los ojos y levantó la cabeza, advirtió que estaba tendido en la cama de una lujosa alcoba, cuyas paredes se elevaban verticalmente como inmensas losas de mármol. La colcha tenía drapeados con hilos de oro y plata, del techo pendían arañas de cristal, el piso estaba tapizado con alfombras de Persia y las paredes lucían enormes cuadros y espejos, donde el Juku podía mirarse el cuerpo de cuatro lados. 

Al abrirse la puerta ubicada enfrente de la cama, apareció una mujer ataviada de negro, rociando la alcoba entera con la dulzura de su mirada. Era la Viuda, la cara blanca y las trenzas sueltas hasta más abajo de la cintura; vestía mantilla con flecos y sombrero de fieltro, pollera corta ampliada con las pretinas, enaguas con encajes de aguja, botines de cabritilla, con tacones altos y cordones, y una blusa que dejaba adivinar la prominencia de sus senos. Sus labios eran rojos como flor de amapola y sus dientes parecían perlas. Lucía topos de oro, caprichosos aretes colgantes, collares y aros con diamantes.

El Juku no le despegó los ojos de encima. Se quedó mirándola hasta que ella se acercó a la cama y se desvistió de manera lenta y sugestiva. Dejó relucir la hermosura de su cuerpo y se ofreció con el contoneo de sus hombros y caderas.

—¿Qué quieres? —preguntó el Juku. 

La Viuda, cuya voz delgada y armoniosa podía tornar taciturno a cualquiera que la oyera, lo atrapó con la mirada, como un imán que arrastra al  hierro contra su voluntad, y contestó:

—Quiero sentirte adentro...

El Juku, encendido por la lujuria y la pasión carnal, se incorporó en la cama y buscó los ojos de la Viuda con la mirada, intentando penetrar por su brillo hechicero en los misterios escondidos de su alma. Pero la Viuda, ni bien lo vio acercarse contra su cuerpo, lo envolvió en la sensualidad de su aliento y le desvió la mirada hacia sus palpitantes senos, dejándose manosear las nalgas y la entrepierna. En medio de tales deseos, el Juku se dio por rendido y volvió a tenderse en la cama, mientras la Viuda, sentada a horcajadas sobre el Juku, irrumpió en sonoras carcajadas, que más parecían las voces de clamor de los mineros tragados por la voracidad de las galerías.

El Juku, al oír el eco de las carcajadas amplificadas en las oquedades, reaccionó como saliendo de un desmayo repentino y comprendió que el paraje no era una lujosa alcoba ni la Viuda era una mujer hermosa, sino el espíritu del Tío, rondando por los parajes de la mina. En efecto, el Juku se tragó un susto entre pecho y espalda, cuando vio que la tenue luminosidad de la lámpara hizo visible la imagen del Tío, parado delante de él y dispuesto a desvestirlo y poseerlo.

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El Juku, que no era hombre de miedo, esta vez sintió tal pánico que lo llevó al límite de la locura. Se puso de pie de un brinco, cogió la lámpara y corrió en dirección contraria, intentando zafarse del Tío; pero éste, conocedor de los tenebrosos laberintos de la mina, se le apareció como por arte de magia en la otra galería.

—¿Así que querías escaparte? —le dijo, deteniéndolo en seco y sin dejar de observarlo por el rabillo del ojo.

El Juku, jadeante y asustado, quedo vacío de palabras. Se dio media vuelta y corrió hacia otra galería abandonada, hasta que el Tío, cansado ya de perseguirlo como el gato persigue al ratón, lo atrajo hacia sí con sus poderes sobrenaturales y, recordándole que nadie puede burlarse de su autoridad soberana, lo increpó:

—¿Por qué robas el mineral, sin saludarme ni tributarme?     

El Juku, los pantalones mojados por el miedo, la cara empañada por el sudor, y creyendo que los rezos podían liberarlo de la presencia del Tío, rogó con fervor:

—Ave María purísima.

—Sin pecado concebida —repuso el Tío.

Ahí nomás, el Tío, lleno de furor y virilidad, se abalanzó sobre el Juku. Rasgó el aire con sus enormes garras y estalló en un rugido impetuoso, que en las entrañas telúricas de la mina se oyó como la descarga de un trueno entre las cumbres de la cordillera.

El Juku, aunque sintió el peso del Tío como si una carga de estaño se le hubiese precipitado encima, resistió la embestida entre gritos y quejidos, pero el Tío tenía tanta fuerza y cólera, que lo doblegó como a un animalillo domado.

—No, Tío... No seas jodido... —imploró el Juku por última vez, hasta que una mueca de dolor le deformó la cara y un llanto convulsivo le ahogó la voz.

—¡Tú mereces la muerte por robar mis riquezas! —bramó el Tío, penetrándole toda su longitud y reventándolo por dentro.

El Juku se desangró al amparo de la oscuridad, una vez que la muerte se le clavó en los ojos. En tanto el Tío, que parecía un animal sin forma ni tamaño, sin olor, color ni sabor, pero dotado de dos grandes ojos que desprendían chispas en la oscuridad, se retiró a su galería, bufando como un toro salvaje y blandiendo sus astas como los estoques de un matador.

Dos semanas más tarde, un piquete de obreros que entró en aquel paraje, donde la Viuda se les aparecía a los mineros solitarios, dio con el cadáver destrozado del Juku. Estaba de espaldas y arrinconado en un recodo; tenía la cara congelada en una mueca de dolor y espanto, los pantalones abajo y la camisa desgarrada a la altura del pecho. Algunos de los obreros pensaron que la Viuda, que en realidad era el mismo Tío, lo violó en el mismo lugar donde lo sorprendió; en cambio otros pensaron que lo arrastró un buen trecho antes de revolcarlo y matarlo, pues el cuerpo presentaba la herida de un zarpazo que se prolongaba desde el cuello hasta el hombro. La herida era tan profunda que se le veía la vértebra cervical, y hasta se podía suponer que el Tío le hundió sus colmillos en el gaznate, porque la herida supuraba pus amarillo verdoso, mezclado con gusanos blancos.

—Esto le pasó al Juku por robarse el mineral del diablo —dijo uno de los obreros, que hasta entonces había permanecido callado.

—¡Pucha, caray! —dijo otro. Lanzó un escupitajo verde y añadió—: No se puede tocar el mineral sin antes saludar y tributar al Tío.

—¡No hablen tanto, carajo! —asistió un tercero—. Lo importante es que encontramos el cadáver del Juku, porque en este paraje hay quienes desaparecieron para siempre, como tragados por la oscuridad y el silencio...

 


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Copyright © Jhonny Tórrez S.   -  febrero 2002