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CUENTOS DE LA MINA | |
Por Víctor Montoya |
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EL DIABLO DE LA ENVIDIA | |
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—Ahora
vas a saber lo que es la envidia —dijo mi abuela, conduciéndome de la
mano hacia la avenida por donde cruzarían los danzarines del fastuoso
Carnaval de Oruro, bailando por las principales arterias de la ciudad
hasta llegar al Santuario del Socavón, donde está el templo de la
Virgen de la Candelaria. —¿Por
qué los mineros se disfrazan de diablos y bailan la diablada? —le
pregunté a mi abuela, intentando seguir el ritmo de sus pasos. —Porque
es una forma de rendirle homenaje al Tío de la mina, a quien se le debe
respetar y no causarle enojo alguno —contestó como revelándome un
secreto infernal. Luego me miró de reojo y añadió—: Pero la
diablada se baila también para honrar a la Virgen del Socavón, que es
la Patrona milagrosa y protectora de los mineros y sus familias. A ella
se debe, en realidad, esta tradición pagano-religiosa y a ella se le
rinden culto y devoción, desde que fue descubierta en el cerro Pie de
Gallo, donde estaba ubicada la humilde choza del Chiru-Chiru… —¿Y
quién fue el Chiru-Chiru? —pregunté con la curiosidad propia de los
niños. Mi
abuela me apretó de la mano, batió el aire con su magnífica
corpulencia y contestó: —Según
contaron los habitantes de la Villa de San Felipe de Austria, que es así
como se llamaba antiguamente esta ciudad, el Chiru-Chiru era el apodo de
un famoso ladrón que asaltaba a las familias ricas para después
repartir el botín entre los pobres, pero no por caridad sino por el
interés de que lo protegieran en caso de peligro… Yo
caminaba a su lado, tropezando con las graderías de madera que
construyeron a lo largo de las aceras, mientras el sol asomaba tímido
entre las nubes que, a lo lejos, parecían desatarse en chubascos. Pero
los espectadores, indiferentes al tiempo y vestidos con sus mejores
prendas, hablaban, reían, comían y bebían como si estuvieran en el
mejor de los mundos. Mi
abuela caminaba a trancos, hablando con voz agitada, y yo miraba cómo
una pandilla de rapazuelos reventaba globos inflados con agua sobre las
nalgas y los pechos de las muchachas que corrían de un lado a otro,
chillando a viva voz y cubriéndose la cabeza con las manos. En
las calles céntricas de la ciudad, adornadas con banderines que
flameaban al viento, era casi imposible avanzar entre el tumulto, aparte
de que todos los asientos de preferencia estaban ya ocupados por las
familias que mi abuela llamaba decentes, a las cuales se las reconocía
por el modo de hablar, de vestir y de mirar.
Cuando
llegamos a la Avenida Cívica, en medio de un ir y venir de transeúntes,
buscamos un sitio donde pararnos para ver la entrada del Carnaval, cuya
procesión estaba encabezada por la Virgen en andas, el alcalde, el
arzobispo y otras autoridades importantes. Por detrás iban los
cargamentos de platería, simbolizando las riquezas extraídas del
vientre de la montaña, y las diferentes fraternidades de danzarines
haciendo gala de su música, sus trajes y coreografías.
Las
fraternidades, seguidas por bandas de músicos que demostraban destreza
en el dominio de sus instrumentos, cruzaron bailando por la Avenida Cívica,
donde algunos niños, apiñados en las graderías, sorbían helados y
refrescos de mo’qochinchi. Los hombres bebían cerveza Huari y
jarras de chicha, en tanto las mujeres servían platos de ají de sesos,
lengua, patitas, cola de vaca y cordero. Y, en medio de la fiesta llena
de alegría y colorido, no faltaban quienes comían ranga-ranga y
ch’arkhikan, con pan khasi y llaj’wa. Al
entrar la fraternidad de los diablos, cuya música repercutía a lo
lejos, yo y mi abuela, abriéndonos espacio casi a empujones, logramos
ubicarnos en un buen sitio, donde los diablos, separados en dos
columnas, ejecutaban una coreografía demoníaca, brincando y agitando
pañolones en el aire. Por adelante, en medio de jukumaris y mallkus,
avanzaba el arcángel San Miguel, la máscara blanca como el estuco y el
traje celestial. Detrás de él marchaban Lucifer, Chinasupay y la corte
de diablos arrepentidos que personificaban los siete pecados capitales.
Se los podía distinguir por el color de sus máscaras: la soberbia era
roja, la avaricia era negra, la lujuria era anaranjada, la ira era
guinda, la gula era azul, la pereza era verde y la envidia era amarilla. —Ahora,
acércate y mira —dijo mi abuela, dándome un leve empujón en la
espalda. Yo
me aparté de su lado y, abriéndome paso entre la gente, logré
escabullirme por entre los diablos de trajes bordados y máscaras
feroces, hasta que por fin pude ver de cerca el reto a muerte entre el
Bien y el Mal. A tres brazadas de mis ojos estaba el arcángel San
Miguel, las alas desplegadas, la espada desenfundada, los botines de
media caña, el buzo ceñido al cuerpo, el falderín plisado, el casco
reluciente, la coraza metálica y la máscara de personaje celestial:
labios delgados, pómulos rosáceos, dientes brillosos y
ojos transparentes como el cielo despejado del altiplano. Después, bajo el sol que aparecía y desaparecía entre las nubes, concentré mi atención en el diablo de máscara amarilla, que representaba la envidia como pecado capital, pues según me contó mi abuela, éste era uno de los ángeles rebeldes que fue expulsado del cielo y lanzado al infierno en calidad de diablo, por oponerse a Dios en todos sus propósitos y acciones, y por engañar al género humano. Todo comenzó en un tiempo sin tiempo, cuando el arcángel San Miguel libró una gran batalla contra el dragón de siete cabezas y diez cuernos. El dragón, secundado por sus huestes de ángeles rebeldes, se defendió de los ataques con garras y colmillos; pero al fracasar, quedó claro que no había ya lugar para él en el cielo. Entonces fue desalojado del reino de Dios y arrojado al abismo, con una llave y una cadena en la mano. La Tierra abrió su boca y se lo tragó entero. Allí, en esas prisiones de oscuridad eterna, donde los mineros lo han convertido en su Tío, vive todavía el dragón como príncipe de las tinieblas, encadenado a una roca y esperando el juicio final. Yo
estaba impresionado
por la fisonomía del diablo de la envidia. Me senté en el suelo y le
seguí los pasos con la mirada, mientras a mis espaldas se oía el
runruneo de la gente, que batía palmas cada vez que el espectáculo
callejero adquiría dimensiones teatrales. El
arcángel San Miguel, adarga y espada en mano, repetía palabras
ininteligibles y caminaba alrededor del diablo, cuyas facciones demoníacas
infundían espanto y temor; sus ojos, grandes como bombillas de colores,
daban la sensación de haberse salido de sus órbitas; la serpiente de
tres cabezas, que se descolgaba de su frente y asomaba por su nariz,
parecía retorcerse amenazante y peligrosa; tenía los párpados
abultados, las orejas largas y los labios puntiagudos, que enseñaban
una expresión de furia y sostenían un sapo entre sus dientes. La
luminosidad de su traje, salpicado de arañas, lagartos y serpientes, se
apareció ante mis ojos como un disfraz hecho de luces y cristales. Sólo
entonces, como trasladado al mundo infernal de las tinieblas, comprendí
porqué mi abuela, cada vez que me sorprendía en la plenitud de mis
travesuras, me decía a voz en grito: “¡Te van a llevar los
diablos!”. Aunque estaba asediado por los espectadores, que gozaban con el espectáculo lleno de exuberancia y folklore, me quedé taciturno y boquiabierto, porque la persona portadora del traje, haciendo sonar los toques de pedrería de su pechera y faldellín, no pretendía ser un diablo sino que era el mismo diablo, generador de vicios y maleficios. Se movía a trompicones y rugía con voz profunda. A ratos, mientras miraba sus botines y guantes que lucían relieves de animales venenosos, me imaginaba que su máscara era la réplica exacta de la cara del Tío de la mina, donde los mineros, masticando hojas de coca y bebiendo sorbos de quemapecho, ejecutaban la danza infernal en honor al demonio. —...He causado más daño que ninguno —confesaba el diablo de la envidia, moviéndose con la mirada puesta en el arcángel San Miguel—. Soy el más miserable de la existencia y por eso tengo la cara amarilla... Sobre mí pesa la maldición eterna, que es tan horrible como el veneno que me trago en medio de sufrimientos atroces... Tú, arcángel San Miguel, déjame ir; sé que mi presencia te repugna... Deja recogerme al antro donde yo mismo me devoro en una envidia sorda... Tú, que pisas sobre escorpiones y serpientes, sabes que mi lugar no está entre los hombres de este reino, sino entre los demonios que habitan en los fangos y las llamas del infierno... El arcángel San Miguel, que se movía con gallardía y lo mantenía a raya con su espada, le recriminaba: —Tú,
que eres el ángel rebelde, quien desoyó la voz de Dios y cayó como un
rayo del cielo, estás condenado a vivir en el paraíso de las
serpientes venenosas. Allí está tu lugar, allí te esperan tus
semejantes, con ellos vivirás y padecerás los dolores que causan los
pecados capitales. Miserable eres y como miserable acabarás, así
tengas de piedras preciosas tu vestidura; de topacio, jaspe, rubí y
diamante; de oro, zafiro, granate y esmeralda... Tú, que eras querubín
grande y protector del santo monte de Dios, donde te paseabas alegre
entre las piedras de fuego, te convertiste en la bestia más horrible e
inmunda que pisa la Tierra... Perfecto eras en todos tus caminos desde
el día en que fuiste creado, hasta el día en que te aliaste con el
dragón de siete cabezas y diez cuernos. Desde entonces se enalteció tu
corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de
tu esplendor y encarnaste la envidia como pecado mortal… Desde
entonces estás condenado a vivir en medio de sufrimientos atroces, tragándote
el amargo veneno que destila tu corazón… —Todo
está dicho ya, arcángel San Miguel, poderoso vencedor y protector de
los reinos celestiales. Soy espíritu maligno y mis maldades cubren la
Tierra como las aguas cubren el mar —decía el diablo, resoplando
tristemente—. Soy pecador impenitente, embustero y calumniador… Soy
el diablo que hiere a los hombres con furor, el que señorea las
naciones con ira y castiga a los adversarios con crueldad. Y lo que es
peor, la envidia que siento por los demás es el veneno que devora mis
entrañas… ¿No ves cómo sufro? ¡Apronta ya tu espada y mátame
luego con ella!… El arcángel San Miguel se alzó sobre la punta de los pies y, apuntándole con la espada, le asestó una certera estocada en el pecho. El diablo rugió como bestia y se desplomó contra el suelo, a tiempo de que el arcángel, batiendo sus alas como abanicos, daba vueltas como un gallo de corral, trasluciendo una aura de potestad, digna de ser admirada y respetada. Me
retiré del lugar y volví hacia donde estaba mi abuela; tenía los ojos
húmedos y la respiración atascada. Sentía pena por la pena del diablo
de la envidia, quien, retorciéndose entre espasmos de dolor, fingía
morirse entre los diablos que, brincando al compás de la música que
hacía vibrar el ámbito, seguían su marcha en dirección al santuario
de la Virgen del Socavón. —Ahora
sabes lo que es la envidia, ¿no? —dijo mi abuela, mirándome por
encima del hombro. —Sí
—contesté con voz quebrada—. Ahora sé que el envidioso es un ser
repugnante como ese diablo de máscara amarilla… De
vuelta a casa, mi abuela me agarró de la mano y me condujo entre el
caos de la multitud, que iba y venía bajo un cielo más nublado que
antes. Caminé cabizbajo y en silencio, sin dejar de pensar en que tanto
el diablo de la envidia como el arcángel San Miguel eran los personajes
que representaban las virtudes y los defectos humanos, como si fuesen el
anverso y el reverso de una misma moneda. Por la noche, impactado todavía por la fantasía de los trajes y las máscaras de los diablos, comí la cena que mi abuela recalentó en la hornilla y me acosté persignándome tres veces, para que esos seres infernales no se me aparecieran en los sueños ni mi abuela volviera a repetirme la frase: “¡Te van a llevar los diablos!”.
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Copyright © Jhonny Tórrez S. - febrero 2002 |