(El fragmento pertenece al primer capítulo de El coleccionista de almas perdidas, de Irene Gracia).

Libro primero
El ardor


La carnalidad pervertida

        Hubo un tiempo en el que la gente viajaba en trenes expresos que unían las capitales como un alucinante juego de la oca, trenes que iban y venían dejando en el corazón de la noche el estremecimiento de su paso y el helado esplendor de sus silbidos.
        Los automóviles ya estaban llegando, y la electricidad, y el vértigo que daría paso a la Gran Guerra... Érase que se era aquel tiempo en el que vino al mundo Anatol. Un tiempo muy remoto, en realidad tan remoto como el humo de los sueños y el mundo de los cuentos.
        El padre de Anatol tenía la peculiaridad, más bien infantil, de no querer ver la parte animal del hombre y la mujer. ¿Y qué hijo puede surgir de un padre que ve a su mujer o como una entelequia, o como una autómata, o como una muñeca, o como el personaje de un cuento?
        Oscuramente se deslizan bajo los hechos y las cosas sombras que no sabemos de dónde vienen. ¿Por qué nos engendran quienes nos engendran? ¿Por qué nos ponen el nombre que nos ponen? ¿Por qué nuestra mente se entrega a ciertas obsesiones? ¿Por qué decidimos este camino y no el otro? ¿Por qué a veces estamos cuerdos? ¿Por qué a veces enloquecemos?
        Todas estas preguntas se las hizo Anatol la noche en que estuvo velando el cadáver de su abuelo Edmundo, que fue el primero que intentó advertirle de los peligros que acarrea vivir en mundos más cerrados que los de los sueños.
        Edmundo Schwartz, que había nacido en Múnich, era un arquitecto, incluso un gran arquitecto, incluso un arquitecto sin precedentes por su versatilidad y su capacidad para hacer suyo cualquier estilo, pero con la diferencia de que todas sus construccioneseran a escala muy reducida y sólo hubiesen podido ser habitadas por una especie cuyos individuos no excedieran la altura de una taza de café.
        Edmundo llevaba veinte años en París cuando concluyó la reproducción en miniatura de la joyería La Perle Noire, del bulevar Saint-Michel, a la que ubicó en medio de un paraje prodigioso. Los joyeros expusieron la obra en el escaparate de su establecimiento y no tardaron en formarse colas de transeúntes que querían ver la obra de Edmundo, que además de poseer amplios conocimientos de arquitectura no ignoraba los secretos de la porcelana y el cristal, de forma que era capaz de realizar con sus propias manos todos los elementos de sus edificios, por lo que bien podía considerarse a sí mismo el arquitecto absoluto.
        Y así lo debieron de ver desde el principio los parisinos, ya que enseguida se puso de moda en la ciudad adornar los escaparates con reproducciones, exactas en apariencia pero claramente idealizadas, de los establecimientos, como si de pronto la gente, aterrada ante la magnitud del futuro que se avecinaba, hubiese decidido empequeñecerlo todo.
        Horacio Chat, que residía en aquel entonces muy cerca de La Perle Noire, conoció a Edmundo el día en que llamó a su taller para encargarle la reproducción en miniatura de su fábrica de muñecas.
Cuentan que le abrió la puerta Leopoldina, hija única de Edmundo: una agraciada muchacha de diecisiete años, de ojos soñadores y sonrisa apacible. El fabricante se quedó petrificado ante ella, y enseguida se dejó arrastrar por sus ojos. Ojos que le parecían de cristal, piel que le parecía de porcelana china. ¿Y su voz? Ah, su voz le parecía todavía más irreal que sus ojos, quizá porque parecía una sucesión sutilísima de arpegios artificiales. Para él, Leopoldina tenía la voz enrarecida, mecánica, de los autómatas.
        Tratando de olvidarse de ella, que le observaba desde la penumbra, Horacio paseó un rato entre las mansiones para enanos de suntuosas fachadas,que se iban sucediendo por la superficie de una larga mesa: casas que a su vez iban conformando las calles de Le Marais. De vez en cuando, acercaba sus ojos a las ventanas para espiar a los diminutos personajes de cera que, ataviados con trajes de gala, residían en su interior. A veces, no podía resistir la tentación de apresar entre sus dedos una alacena gótica o un escritorio luisiano, para apreciar con más detenimiento las admirables piezas de palisandro y el lacado japonés. El tiempo se detenía, el tiempo se disipaba en el polvo de oro de los sueños, en sus cenizas incendiarias... hasta que al fin conseguía apartar los ojos de aquellas pequeñas maravillas y volvía a Leopoldina.         Ella era otra maravilla. Una mujer hecha y derecha, que a la vez parecía una alucinación, que a la vez parecía una creación tan artificial como las diminutas figuras que habitaban el barrio en miniatura que tenía ante él.
        -Le envidio, señor Midas. ¡Todo lo que usted toca lo convierte en otra cosa: en una metáfora extraña de la vida!
        -¿Por qué extraña?
        -Porque todo parece vivo a pesar de su pequeñez, vivo y detenido...
        -Quizá sólo esté vivo para usted, que mira de otra forma... -bromeó el artesano, que casi se había olvidado de su presencia y que estaba colocando en un estuche ovalado unos platitos con una rosa Tudor estampada en relieve y una minúscula cubertería de plata.
        Horacio convenció al artesano para que le vendiera una vitrina reservada por otro cliente, que representaba una alcoba rococó con adornos de hueso e incrustaciones de marfil, donde una muchacha que parecía el retrato de Leopoldina, en camisón de Chantilly y con una peluca de época, se peinaba ante el espejo de su tocador.
        Ya con la vitrina en sus manos, se despidió de Edmundo con la impresión de haber pasado una larga temporada en otro mundo.Horacio iba bajando las escaleras que conducían al portalón cuando la luz de gas se apagó y quedó a oscuras. En una curva donde los escalones se estrechaban, resbaló dejando caer la vitrina. En todo el portal resonaron ruidos de cristales rotos, pero Edmundo no pareció escucharlos desde su taller, como si aquel mundo de objetos enanos en el que vivía lo aislase de todo, también del ruido.
        Horacio se fue guiando por las paredes cuando, de pronto, sintió que estaba abrazando a una mujer que acababa de salirle al paso en la oscuridad. ¿Una mujer? Más bien parecía una muñeca cuyo mecanismo interior imitaba la respiración y hasta el sonido del corazón.
        -¿Quién eres?
        La mujer no respondió. La mujer, que llevaba un vestido sedoso, corto y muy ligero, no respondió. ¿La mujer?, volvió a preguntarse. No, su vientre era demasiado firme, y sus senos, y sus labios.
        Con temblor creciente, Horacio deslizó la mano hasta su sexo. Parecía evidente que se trataba del sexo de una muñeca: era un no sexo. Las yemas de sus dedos no percibían allí la presencia del vello púbico ni hendidura alguna, y sintió un escalofrío. Fue en ese momento cuando ella se apartó bruscamente de él y se alejó. Horacio escuchó sus pasos, cada vez más leves. Cuando la luz volvió, se hallaba de nuevo solo en la escalera. Trozos de cristal, porcelana y madera aparecían desperdigados por el rellano y los escalones, y al fondo, muy al fondo, se veía la puerta de salida a la calle, de madera negra y cristales azules, y hacia ella se dirigió tras recoger como pudo los restos de la vitrina.
        En la calle le estaba esperando el cochero, que le ayudó a meter en el coche el juguete roto. Horacio estaba a punto de subir a la berlina cuando, al elevar la mirada, vio que Leopoldina le observaba desde una ventana iluminada. Sus ojos brillaban como obsidianas, sus manos de nácar se movían ligeramente. Ahora le volvía a parecer una mujer sobrenatural evolucionando, como él, en un mundo alucinante donde, una y otra vez, se desvanecía la frontera que separa la realidad de la fantasía.
        Su admiración hacia Edmundo empezó a dispararse. ¿Qué pretendía el artesano con aquella fantástica creación, con aquella absoluta obra maestra llamada Leopoldina? ¿Volverlo loco?
        Esa misma noche, cuando se hallaba solo en su alcoba, Horacio sintió que por primera vez se estaba manifestando claramente en él un deseo mórbido que hasta entonces sólo había sido una latencia: pensar que Leopoldina podía ser una androide le llenaba de una excitación tan desmedida que sólo podía relacionarla con la locura. Pero ¿en qué universo vive Edmundo?, se preguntó. ¿Me está retando con Leopoldina? ¿Me quiere indicar con ella que para adueñarse de mi deseo le basta con ponerme delante una muñeca? ¿Me quiere demostrar que sus androides tienen mucha más vida que los que yo fabrico en serie?
        Finalmente consiguió dormirse. Se despertó al amanecer, empapado en sudor, recordando la pesadilla que acababa de tener: Edmundo estaba en su taller, envuelto en una bruma que invadía por igual la calle y su casa. Estaba fabricando un androide del tamaño de un hombre, y el androide no era otro que Horacio. Para llevar a cabo su obra, Edmundo mezclaba todas las materias posibles y todos los inventos, incluido el de la electricidad: de hecho, su cerebro era una masa eléctrica, una especie de batería que se cargaba durante el sueño, cuando el androide se dormía y dejaba sencillamente de funcionar. Ahora Horacio recordaba la respiración automática del androide: su respiración, el tictac del reloj de su corazón, y se estremecía al pensar que podía ser la creación de otro: de un loco de manos prodigiosas como Edmundo.
        Del padre pasó a la hija y empezó a pensar en Leopoldina. Ya sólo deseaba volver al taller de Edmundo aunque se acentuara cada vez más en él la sospecha de que la muchacha era una trampa, en parte porque nunca en su vida le había salido al encuentro una imagen tan parecida a Pandora. ¿Y si me estuviese enamorando de un simulacro?, se preguntó mirándose al espejo.
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