LA MODIFICACIÓN
Alejandro Gándara Número 7, Mayo 1999
Hacia un nuevo romanticismo
La segunda novela de Irene Gracia (Madrid, 1956), tras su asombrosa -por lo magnífica- primera entrega Fiebre para siempre, empieza a perfilar eso que suele denominarse "mundo narrativo" y que en realidad consiste en el estilo, carácter y visión del mundo de un escritor, escritora en este caso. Lo propio de Irene Gracia son los sentimientos cuando se comportan como fantasmas y cuando, en consecuencia, nos encierran en un castillo tan deslumbrante como aislado de todo lo demás. (Habría que pensar, hablando de presencias incorpóreas, si la novela gótica no podría ser interpretada a la luz de ese doble aislamiento, hacia adentro y hacia afuera).
Hijas de la noche en llamas está poblada de fantasmas producidos por sentimientos de afecto cuya profundidad escapa a la explicación y a la norma, pero que, y he aquí el enorme valor de su propuesta, conviven en el mundo de la explicación y de la norma. No se trata de amores desaforados, ni transcendentes, ni épicos. Ni de voluptuosas pasiones que acaban en el abismo de los sentidos o en la locura de los deseos imaginarios. Se trata de relaciones próximas, familiares, en ámbitos completamente domésticos. El talento de Irene Gracia estriba en que, en lugar de construir historias intimistas con estos materiales, construye historias metafísicas en el mismo sentido en que Emily Brönte construye una historia metafísica con Cumbres borrascosas. Respecto de esta novela romántica, a las que remite en el sentido mencionado, las novelas de Gracia realizan dos giros de tuerca notables y novedosos. El primero consistiría en un tratamiento de las pasiones bastante más radical (de raíz) que el de la historia de los páramos. De dónde surge la pasión, la pérdida, el enloquecimiento, y cómo ese lugar del que todo nace es un lugar convencional y visible, compartido por muchos y en absoluto original: el amor de un padre, la ausencia de una madre, las relaciones de misterio y de crecimiento entre hermanos. En este punto, en este giro de la tuerca, la novela es casi un asunto de física, de mecánica interpersonal, de distribución de cargas de los edificios emocionales. El detalle perceptivo, la precisión de los hechos, la verosimilitud de las cadenas causales, el diagnóstico de la situación general son hechos con el rigor de quien diseña una palanca que ha de mover el mundo. Desde este punto de vista, se diría que ni el relato (ni la autora, se supone) han sido deslumbrados por el vértigo habitual del tema, por sus -paradójicamente- convencionales abismos. El segundo giro de tuerca consiste en hacer que la novela empiece donde Cumbres borrascosas termina. La novela de Brönte que no es una novela física sino empírica, es decir, que no articula los hechos sino que los expone- acaba desde el punto de vista de la pasión amorosa entre los protagonistas convirtiendo a Catalina en un fantasma para Heathcliff y a Heathcliff en un fantasma para sí mismo. Es una pasión que va de la tierra al cielo. La novela de Irene Gracia empieza con los personajes ya convertidos en fantasmas y, poco a poco, vamos descubriendo su lugar en la tierra. Es la dirección contraria, pero, curiosamente, el mundo de las presencias y de los afectos incorpóreos que atrapa a los personajes es un punto de partida de la novela y, por tanto, las condiciones y la atmósfera en que se desarrolla la acción. Hay mucha tierra en la novela de Gracia, pero vista con los ojos transcendidos de quienes han atravesado ya las calamidades originales de la existencia. Con todo esto podría decirse que Hijas de la noche en llamas es un relato postromántico, pero eso no quiere decir gran cosa en un siglo que lo es por definición. Más bien habría que atreverse a decir que se trata de una novela neoromántica en el sentido profundo del término, pues revisa, corrige y expone conclusiones nuevas respecto de los deseos y el mundo. Sólo una cosa más: el valor de Irene Gracia ha sido premiado.