CULTURA
Viernes, 4 de junio de 1999         

LAS 100 JOYAS DEL MILENIO / NUMERO 18

IRENE GRACIA

La maldición de Shelley



La historia del arte está escrita con lágrimas y con sangre, y los artistas más excepcionales no sólo nos han legado sus obras sino, en ocasiones, también sus propias biografías, que, casi siempre marcadas por el signo de la fatalidad y de la injusticia, forman ya parte de la memoria colectiva, alcanzando el estatuto de mito y de leyenda.

A Vincent van Gogh y su hermano Théo se les concedió la gracia y la desgracia de vivir una de las historias más sublimes que se recuerdan sobre el compromiso con uno mismo y con el otro, revelada en ese carteo mutuo que, agrupado, funciona por sí solo como una extraordinaria narración, además de complementar y engrandecer la obra del pintor.

Y Oscar Wilde reconocería que había puesto todo su genio en su vida y sólo su talento en sus obras, aunque me pregunto si no será éste un síntoma del verdadero artista.

Una de las metáforas más esclarecedoras sobre el acto de la creación y de cómo un autor concibe a sus personajes insuflándoles vida propia es sin duda la de Frankenstein. Y uno de los acontecimientos más transcendentes que han existido en la ingrata historia del arte es el vivido por Mary W. Shelley y los otros espíritus románticos que la acompañaron la noche del 15 de junio de 1816 en la villa Diodati, en los aledaños de Ginebra. Allí estaba el arrebatador y arrebatado Lord Byron, ese diabólico genio dotado para transmitir las ideas más elevadas, acompañado por su secretario John William Polidori, que lo admiraba tanto como lo despreciaba. Y estaba también Percy Bisshe Shelley, el otro poeta romántico por excelencia, que transcribió en versos las ideas sociales del padre de Mary, su amante.

Allí harían la célebre apuesta de escribir cada cual una historia sobre manifestaciones de lo sobrenatural, como las que se habían estado contando alrededor del fuego, y de la que nacerían The vampire y Frankenstein.

Mary Shelley posiblemente se inspiró en su propio padre, el anarquista racionalista William Godwin, para concebir al doctor que da vida a este moderno Prometeo; un padre que la formó como una criatura a su imagen y semejanza, a la que repudió cuando ésta llevó a la práctica sus liberales enseñanzas al fugarse con el poeta.

Y quizá recordando a los héroes que con ella vivieron esa noche, hijos todos luchando contra Saturno por ser dueños, si no de su destino, al menos de su muerte, después de que a Byron lo mataran a los 36 años, Polidori se suicidara a los 26 y Shelley se ahogara a los 29, volvería a conjurar a esos monstruos con los que los románticos fabularon, pensando en la fatalidad del arte y del artista, y en la maldición de los personajes contra sus creadores.

Sí, ella, que había enterrado a sus dos hijos reales, nacidos de su vientre, se libraría de conocer la gloriosa burla de que Frankenstein -aquel que en su momento fue incomprendido por la mayor parte de la crítica- los sobreviviría a todos, a sus hijos, a sus idolatrados amigos y a ella misma. Ahora, ella y su criatura se han fundido. Ahora, todos ellos son lo mismo: héroes imperecederos flotando en las heladas aguas de la eternidad.
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