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EL LENGUAJE DEL TEATRO.
(Publicado en el diario La Prensa, el lunes 20 de octubre
de 1952.)
La obra teatral es siempre una
síntesis y por eso es incapaz de reproducir la realidad
tal como ella se ofrece a nuestros ojos. Tragedia, drama,
comedia son interpretaciones de la realidad, teorías
de la vida. Nos dan la oportunidad de ver reducida la existencia,
o ciertos fragmentos de ella, a su esencialidad, la cual posee,
vista así, parcialmente, un solo fin, un sentido único.
El lenguaje teatral, por ende, no es jamás el lenguaje
cotidiano. Puesto que el suceso que en la escena se desarrolla
tiene un tiempo convencional y se desenvuelve con un ritmo
más acelerado o retardado que el del tiempo normal
(de igual manera que se manifiesta en un espacio sintético),
el lenguaje, sujeto por estos frenos, es conducido a terrenos
en los que expresa solamente aquello que es necesario expresar.
La necesidad es la primera nota característica del
lenguaje dramático.
Además, el lenguaje del teatro es intencional
-en el significado más neto del vocablo, es decir,
en aquel que equivale a "tendido hacia"-, pues en
loque cada personaje de la escena dice va comprometido un
propósito anterior al estético: herir un blanco
previamente propuesto. "Un personaje de teatro -ha escrito
un investigador de estos problemas- no abre la boca sino intencionalmente,
para interrogar o para responder, casi siempre para convencer".
El designio de persuasión que lleva implícito
el lenguaje dramático condiciona su intencionalidad.
Por último, el lenguaje de la escena es funcional,
vale decir, que acaece con él algo similar a lo que
sucede con la obra arquitectónica: no posee un fin
exclusivamente artístico, sino que también debe
ser útil. Los parlamentos y las réplicas fluyen
hacia un punto y depositan allí su conyenido, de modo
que cada frase tiene una función independiente y paralela
a la de ser bella.
En la novela -analítica
por excelencia- el lenguaje no tiene obligatoriamente que
concentrar esa carga. Hay alguien que narra y tal narrador
puede desviarse, sin mengua de la solidez del conjunto, hacia
temas ajenos al del relato mismo (pesa acaso en "El Quijote"
la interpolación de "El curioso impertinente"?),
y puede ir hacia adelante y retornar libremente, hacer disgreciones
marginales al tema central o a los secundarios, y comentar
los hechos como quien los contempla. El novelista atraviesa
todas las fronteras porque vuela por sobre el mundo que describe,
y entra y sale de él a voluntad.
Estas libertades no existen en el teatro puesto que no aparece
el narrador, la primera persona o la tercera persona, activas
o pasivas. El autor teatral, como está dicho arriba,
propone un blanco y hacia él, con el objeto de hacer
impacto, envía las palabras. Su lenguaje es parabólico.
Dscribe, como un proyectil, una curva, y en la flecha cabalgan
el personaje -y, por supuesto, el actor que lo encarna- y
el espectador al que se revela lentamente un enigma. Las desviaciones
desde el suceso dramático hacia otros asuntos pocas
veces están justificadas y son, en casi la generalidad
de los casos, pruebas de debilidad creadora o pobreza de la
imaginación.
El autor imagina el hecho teatral descarnado, óseo,
y lo pone ante sí. Luego, crea a los seres que lo han
de encarnar. El número de estos es invariable porque
cada hecho requiere una cantidad determinada de personajes.
Más tarde distribuye el tema entre aquellos entes de
ficción. Hasta ese momento no hay teatro. Todo está
yerto. Cuendo ese hecho dramático y los personajes
se animan en el diálogo, nace la pieza teatral. Todo
autor teatral sabe que en las primeras escenas la palabras
son mágicas: deben fecundar el clima general de la
obra. Julián Marías decía, en unas memorables
conferencias en Lima, que el cine tenía como una de
sus características revelarnos en las primeras imágenes
el clima del film: policial, fantástico, relista, etc.
El teatro no utiliza, para establecer esta presciencia, a
la visión sino a la palabra. En ls escenas inciales,
en sus frases principalmente, debe estar contenido el tono
del drama (y la escenografía, desde su lugar, debe
apoyarlo y acentuarlo objetivamente) y su desarrollo.
A partir de ahí, el lenguaje tetral desecha todo o
que es superfluo, todo lo que rompe la atención y la
disgrega. Recórranse, si no, todas las obras maestras
del teatro y se comprobará que la primera escene es
como el heraldo del mundo que retrata. En adelante, el lenguaje
se va colmando de sentido. Sutilmente se deslizan en él
los cabos que no han de quedar sueltos sino que, a la postre,
coincidirán con otros. Se plantean así interrogantes
que entrañan, de una manera u otra, su propia solución.
Todo ello, en el clímax, se torna tenso y delgado,
pero también firme y seguro. Y, enseguida, como por
un declive, se reúnen en un haz las ideas al fin absueltas.
Pero todo esto como producto de la gravidez significativa
de las palabras.
Es claro que el lenguaje del
teatro no siempre es el mismo. Shakespeare e Ibsen, Esquilo
y Lope, Moliere y Tenessee Williams poseen el que de sus personales
estilos resulta, mas los unifica una virtud universal y eterna:
no hacen uso de las palabras por lo que ellas tengan de brillantes
y sonoras, por su lujo o su maravilla, sino porque son lógicas,
justas, hondas y expresivas. En el gran dramaturgo la palabra
es un medio de comunicación. Por eso no cabe en el
teatro una tendencia que trate de matar a la palabra, ni el
teatro tiene sitio, a su vez, en las escuelas que buscan la
belleza inane, por sí y para sí. No hay teatro
dadaísta, surrealista o letrista, porque precisamente
el teatro es la palabra en uso vital, la palabra tendiendo
un puente entre el hombre y el hombre.
Sin duda alguna, hay en el arte dramático, incluso
en el de nuestros días, el secreto residuo de su primitiva
condición religiosa. Ninguna de las conmociones artísticas
-hasta las más destructivas e iconoclastas- lo han
afectado. Y, al contrario, las corrientes que lo han penetrado
(como el existencialismo recientemente) lo han fortalecido
notablemente. En el fondo, ello se debe a que su esencia misma
exige que lo que en él se plantea sirva no sólo
como puro divertimento sino como estrago del espectador, como
espejo de su presente o su destino. Es decir, como oráculo.
El lenguaje teatral es siempre una condensación. Si
cientos de piezas teatrales han ido a parar a la literatura
es porque ese camino de austeridad, justeza y precisión
conduce inevitablemente a la poesía. Un diálogo
ágil, como un verso fluído, se escribe con sangre.
No otro es el sentido del consejo que elcrítico francés
Paul lorenz da a los dramaturgos, parodiando una sabia regla
que Boileau donara a Racine: "Todo el secreto es éste:
escribir difícilmente un diálogo fácil."
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El artículo en
La Prensa. |
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