Sitio web dedicado a la recopilación e investigación de la obra de Sebastián Salazar Bondy.
 
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EL LENGUAJE DEL TEATRO.
(Publicado en el diario La Prensa, el lunes 20 de octubre de 1952.)

La obra teatral es siempre una síntesis y por eso es incapaz de reproducir la realidad tal como ella se ofrece a nuestros ojos. Tragedia, drama, comedia son interpretaciones de la realidad, teorías de la vida. Nos dan la oportunidad de ver reducida la existencia, o ciertos fragmentos de ella, a su esencialidad, la cual posee, vista así, parcialmente, un solo fin, un sentido único.
El lenguaje teatral, por ende, no es jamás el lenguaje cotidiano. Puesto que el suceso que en la escena se desarrolla tiene un tiempo convencional y se desenvuelve con un ritmo más acelerado o retardado que el del tiempo normal (de igual manera que se manifiesta en un espacio sintético), el lenguaje, sujeto por estos frenos, es conducido a terrenos en los que expresa solamente aquello que es necesario expresar. La necesidad es la primera nota característica del lenguaje dramático.
Además, el lenguaje del teatro es intencional -en el significado más neto del vocablo, es decir, en aquel que equivale a "tendido hacia"-, pues en loque cada personaje de la escena dice va comprometido un propósito anterior al estético: herir un blanco previamente propuesto. "Un personaje de teatro -ha escrito un investigador de estos problemas- no abre la boca sino intencionalmente, para interrogar o para responder, casi siempre para convencer". El designio de persuasión que lleva implícito el lenguaje dramático condiciona su intencionalidad.
Por último, el lenguaje de la escena es funcional, vale decir, que acaece con él algo similar a lo que sucede con la obra arquitectónica: no posee un fin exclusivamente artístico, sino que también debe ser útil. Los parlamentos y las réplicas fluyen hacia un punto y depositan allí su conyenido, de modo que cada frase tiene una función independiente y paralela a la de ser bella.
En la novela -analítica por excelencia- el lenguaje no tiene obligatoriamente que concentrar esa carga. Hay alguien que narra y tal narrador puede desviarse, sin mengua de la solidez del conjunto, hacia temas ajenos al del relato mismo (pesa acaso en "El Quijote" la interpolación de "El curioso impertinente"?), y puede ir hacia adelante y retornar libremente, hacer disgreciones marginales al tema central o a los secundarios, y comentar los hechos como quien los contempla. El novelista atraviesa todas las fronteras porque vuela por sobre el mundo que describe, y entra y sale de él a voluntad.
Estas libertades no existen en el teatro puesto que no aparece el narrador, la primera persona o la tercera persona, activas o pasivas. El autor teatral, como está dicho arriba, propone un blanco y hacia él, con el objeto de hacer impacto, envía las palabras. Su lenguaje es parabólico. Dscribe, como un proyectil, una curva, y en la flecha cabalgan el personaje -y, por supuesto, el actor que lo encarna- y el espectador al que se revela lentamente un enigma. Las desviaciones desde el suceso dramático hacia otros asuntos pocas veces están justificadas y son, en casi la generalidad de los casos, pruebas de debilidad creadora o pobreza de la imaginación.
El autor imagina el hecho teatral descarnado, óseo, y lo pone ante sí. Luego, crea a los seres que lo han de encarnar. El número de estos es invariable porque cada hecho requiere una cantidad determinada de personajes. Más tarde distribuye el tema entre aquellos entes de ficción. Hasta ese momento no hay teatro. Todo está yerto. Cuendo ese hecho dramático y los personajes se animan en el diálogo, nace la pieza teatral. Todo autor teatral sabe que en las primeras escenas la palabras son mágicas: deben fecundar el clima general de la obra. Julián Marías decía, en unas memorables conferencias en Lima, que el cine tenía como una de sus características revelarnos en las primeras imágenes el clima del film: policial, fantástico, relista, etc. El teatro no utiliza, para establecer esta presciencia, a la visión sino a la palabra. En ls escenas inciales, en sus frases principalmente, debe estar contenido el tono del drama (y la escenografía, desde su lugar, debe apoyarlo y acentuarlo objetivamente) y su desarrollo.
A partir de ahí, el lenguaje tetral desecha todo o que es superfluo, todo lo que rompe la atención y la disgrega. Recórranse, si no, todas las obras maestras del teatro y se comprobará que la primera escene es como el heraldo del mundo que retrata. En adelante, el lenguaje se va colmando de sentido. Sutilmente se deslizan en él los cabos que no han de quedar sueltos sino que, a la postre, coincidirán con otros. Se plantean así interrogantes que entrañan, de una manera u otra, su propia solución. Todo ello, en el clímax, se torna tenso y delgado, pero también firme y seguro. Y, enseguida, como por un declive, se reúnen en un haz las ideas al fin absueltas. Pero todo esto como producto de la gravidez significativa de las palabras.
Es claro que el lenguaje del teatro no siempre es el mismo. Shakespeare e Ibsen, Esquilo y Lope, Moliere y Tenessee Williams poseen el que de sus personales estilos resulta, mas los unifica una virtud universal y eterna: no hacen uso de las palabras por lo que ellas tengan de brillantes y sonoras, por su lujo o su maravilla, sino porque son lógicas, justas, hondas y expresivas. En el gran dramaturgo la palabra es un medio de comunicación. Por eso no cabe en el teatro una tendencia que trate de matar a la palabra, ni el teatro tiene sitio, a su vez, en las escuelas que buscan la belleza inane, por sí y para sí. No hay teatro dadaísta, surrealista o letrista, porque precisamente el teatro es la palabra en uso vital, la palabra tendiendo un puente entre el hombre y el hombre.
Sin duda alguna, hay en el arte dramático, incluso en el de nuestros días, el secreto residuo de su primitiva condición religiosa. Ninguna de las conmociones artísticas -hasta las más destructivas e iconoclastas- lo han afectado. Y, al contrario, las corrientes que lo han penetrado (como el existencialismo recientemente) lo han fortalecido notablemente. En el fondo, ello se debe a que su esencia misma exige que lo que en él se plantea sirva no sólo como puro divertimento sino como estrago del espectador, como espejo de su presente o su destino. Es decir, como oráculo.
El lenguaje teatral es siempre una condensación. Si cientos de piezas teatrales han ido a parar a la literatura es porque ese camino de austeridad, justeza y precisión conduce inevitablemente a la poesía. Un diálogo ágil, como un verso fluído, se escribe con sangre. No otro es el sentido del consejo que elcrítico francés Paul lorenz da a los dramaturgos, parodiando una sabia regla que Boileau donara a Racine: "Todo el secreto es éste: escribir difícilmente un diálogo fácil."

 
El artículo en La Prensa.
 
       
   
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