Sitio web dedicado a la recopilación e investigación de la obra de Sebastián Salazar Bondy.
 
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LA CONSCIENCIA DEL ESPECTADOR.
(Publicado en el diario La Prensa, el sábado 25 de octubre de 1952.)

JUNTO al autor y al actor, a un mismo nivel de importancia, se encuentra el espectador o, para ser más justo, los espectadores, la multitud de cuya resolución depende la fortuna inmediata del acto teatral. Hasta el instante de la apertura del telón, ningún fenómeno particular se da en la sala, pepro a partir de ese momento la conducta del público asume un carácter síngular y toma un rumbo cuyas variaciones, tantas veces inexplicables desde el punto de vista de la psicología individual, es inquietante estudiar.

la consciencis del que contempla un cuadro o lee un poema, que obra como reveladora de la belleza artística, enfrenta el objeto estético trazado por el creador y en el acto, sola y libre, decide sobre él. Se trata de una mirada autónoma que penetra ese objeto y lo juzga por sí misma. De la obra de arte emana, como dice Sartre, un llamamiento que requiere una libertad. En el teatro, en cambio, por el hecho de que el juez lo constituyeun ser colectivo, cuya unidad se consolida por medio de una creciente o decreciente fe (fe, digamos de paso, no en la fábula que se desarrolla en el escenario sino en sus proyecciones espirituales, en su resonancia), el proceso parece algo diferente. Los espectadores reunidos en una sala se vigilan mutuamente, son testigos unos de otros. Se establecen entre ellos una comunicación secreta y sus consciencias, en apariencia independientes, se constituyen tributarias de una especia de sobreconciencia activa que las incorpora a su corriente. La decisión de ésta es el resultado de un misterioso sufragio. Así, la libertad de cada espectador se integra en la libertad la totalidad, a través de una cesión que a voluntad acepta y permite. Al terminar la asamblea, al salir de la penumbra, cada cual cada cual individualmente está en condiciones de cotejar la decisión colectiva con la suya propia, y de diferir o coincidir con ella. Pero ya es tarde. Antes comprometió su opinión y el fallo que acató no puede ser rectificado sino en forma teórica.

ESA enajenación define la diferencia que existe entre el lector y el espectador. El éxito de un drama o una comedia (me refiero por cierto al éxito teatral, no al literario, de muy distinta índole) depende, en último término, de que los que aprueban pongan en el acto de aceptación esa energía que rompe el vacilante equilibrio inicial de la masa. La conducta del público es, por eso, la conducta de los más fuertes, de aquellos cuya simpatía de tal modo que fluye arrastrando la libertad de los demás. Un bostezo o un aplauso oportunos, si provienen de tales espectadores, pueden condicionar definitivamente el ánimo de los otros. De ahí el sentido y la finalidad de la "claque" que las empresas mantienen. En tanto, entre el novelista, por ejemplo, y su lector no existen testigos, no existe tampoc coacción. Todo influjo exterior a la relación entre ambos es anterior o posterior a la comunicación, jamás simultáneo. La debilidad o el vigor de cada uno se halla librado a su propia vulnerabilidad. Entre uno y otro, en fin, sólo hay signos imposibles, y esos signos son el autor.

En el teatro, el autor está detrás de sus personajes, y estos, a su vez, detrás de sus intérpretes. Un mediador, de esta suerte, figura a otro mediador, a la manera de tamices que se superponen. Y los actores, por el mero hecho de encarnar a los personajes, -vale decir; por fingirlos y y simular sus pensamientos y sentimientos-, introducen una modificación esencial, algo así como una adulteración. En consecuencia, el público no entra en contacto con el creador (tampoco con el personaje, puesto que lo que ve en escena es sólo una posibilidad de él) sino con una sombra que trata de representarlo. En el teatro no hay narrador. En todo caso, voluntariamente se ha replegado, dejando en la obra algunos pocos vestigios de sí que no afectan el mundo al cual ha infundido vida: el estilo, la época, ciertas ideas.

Hay, sin duda, espectadores excepcionales que no dependen de aquella sobreconsciencia y que están capacitados para penetrar en la escena hasta develar la personalidad ínima del artista creador, mas no son precisamente los que forman esa comunidad abstracta que denominamos el público. Son los expertos, los críticos, esa minoría rebelde y contradictoria, insatisfecha y prejuiciosa, que no por casualidad rechaza todo acuerdo entre sí. Pero la sanción, tantas veces despiadada, de una pieza de teatro, es el fallo de un impreciso jurado que condensa en una sola palabra su simpatía o su antipatía. Esa opinión no es susceptible de ser razonada. Nace como un impulso ciego, es brutal o afectuosa en exceso, y sus orígenes deben buscarse allí donde se encuentran las raíces de todo movimiento de orden colectivo.

EL "agujero negro" -nombre que han dado los actores a la oscura cavidad de la sala vista desde la escena, a la famosa cuarta pared- cobija a un ser en actitud tensa y expectante. He aquí como lo describe un autor: "Al levantarse el telón, la disponibilidad de ese público murmurante e inquieto está repartida en cada una de sus numerosas cabezas, de sus numerosos ojos. Durante los primeros momentos de la representación, cuando la atención de la Hidra ha sido fijada, esas cabezas y esos ojos han cesado de agitarse y han comenzado a agruparse en manchas vivas que, conforme transcurre el tiempo, se extienden lentamente, devorándose unas a otras. En el instante culminante, no hay en la sombra sino una sola enorme cabeza, un solo enorme ojo, una sola enorme consciencia, que nos aprueba o desaprueba implacablemente. Es como si una sola persona, carente en absoluto de indulgencia, nos fuera a condenar".

Es que el público ha decidido y la libertad de los que lo componen ha sido sometida a la del conjunto. Cuando el espectador cede a la actitud de sus vecinos, cuando se deja llevar, y llora o ríe con ellos, cumple con un compromiso: ser uno con todos en ese instante en que el anonimato es su mejor poder. Quienes desde una mirilla del telón hemos visto esos rostros inexpresivos, pendientes de la luz del escenario, abiertos los ojos, encandilados por el mágico fuego del teatro, sabemos hasta qué punto esa multitud de personas, de seres humanos, sentimentales, inteligentes, buenos quizá, se convierte en un mostruo, y cómo una carcajada o un rumor nacidos de él son una voz de amistad que nos saluda.

 
El artículo en La Prensa.
 
       
   
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