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LA CONSCIENCIA DEL ESPECTADOR.
(Publicado en el diario La Prensa, el sábado 25 de
octubre de 1952.)
JUNTO al autor y al actor, a
un mismo nivel de importancia, se encuentra el espectador
o, para ser más justo, los espectadores, la multitud
de cuya resolución depende la fortuna inmediata del
acto teatral. Hasta el instante de la apertura del telón,
ningún fenómeno particular se da en la sala,
pepro a partir de ese momento la conducta del público
asume un carácter síngular y toma un rumbo cuyas
variaciones, tantas veces inexplicables desde el punto de
vista de la psicología individual, es inquietante estudiar.
la consciencis del que contempla un cuadro o lee un poema,
que obra como reveladora de la belleza artística, enfrenta
el objeto estético trazado por el creador y en el acto,
sola y libre, decide sobre él. Se trata de una mirada
autónoma que penetra ese objeto y lo juzga por sí
misma. De la obra de arte emana, como dice Sartre, un llamamiento
que requiere una libertad. En el teatro, en cambio, por el
hecho de que el juez lo constituyeun ser colectivo, cuya unidad
se consolida por medio de una creciente o decreciente fe (fe,
digamos de paso, no en la fábula que se desarrolla
en el escenario sino en sus proyecciones espirituales, en
su resonancia), el proceso parece algo diferente. Los espectadores
reunidos en una sala se vigilan mutuamente, son testigos unos
de otros. Se establecen entre ellos una comunicación
secreta y sus consciencias, en apariencia independientes,
se constituyen tributarias de una especia de sobreconciencia
activa que las incorpora a su corriente. La decisión
de ésta es el resultado de un misterioso sufragio.
Así, la libertad de cada espectador se integra en la
libertad la totalidad, a través de una cesión
que a voluntad acepta y permite. Al terminar la asamblea,
al salir de la penumbra, cada cual cada cual individualmente
está en condiciones de cotejar la decisión colectiva
con la suya propia, y de diferir o coincidir con ella. Pero
ya es tarde. Antes comprometió su opinión y
el fallo que acató no puede ser rectificado sino en
forma teórica.
ESA enajenación define
la diferencia que existe entre el lector y el espectador.
El éxito de un drama o una comedia (me refiero por
cierto al éxito teatral, no al literario, de muy distinta
índole) depende, en último término, de
que los que aprueban pongan en el acto de aceptación
esa energía que rompe el vacilante equilibrio inicial
de la masa. La conducta del público es, por eso, la
conducta de los más fuertes, de aquellos cuya simpatía
de tal modo que fluye arrastrando la libertad de los demás.
Un bostezo o un aplauso oportunos, si provienen de tales espectadores,
pueden condicionar definitivamente el ánimo de los
otros. De ahí el sentido y la finalidad de la "claque"
que las empresas mantienen. En tanto, entre el novelista,
por ejemplo, y su lector no existen testigos, no existe tampoc
coacción. Todo influjo exterior a la relación
entre ambos es anterior o posterior a la comunicación,
jamás simultáneo. La debilidad o el vigor de
cada uno se halla librado a su propia vulnerabilidad. Entre
uno y otro, en fin, sólo hay signos imposibles, y esos
signos son el autor.
En el teatro, el autor está detrás de sus personajes,
y estos, a su vez, detrás de sus intérpretes.
Un mediador, de esta suerte, figura a otro mediador, a la
manera de tamices que se superponen. Y los actores, por el
mero hecho de encarnar a los personajes, -vale decir; por
fingirlos y y simular sus pensamientos y sentimientos-, introducen
una modificación esencial, algo así como una
adulteración. En consecuencia, el público no
entra en contacto con el creador (tampoco con el personaje,
puesto que lo que ve en escena es sólo una posibilidad
de él) sino con una sombra que trata de representarlo.
En el teatro no hay narrador. En todo caso, voluntariamente
se ha replegado, dejando en la obra algunos pocos vestigios
de sí que no afectan el mundo al cual ha infundido
vida: el estilo, la época, ciertas ideas.
Hay, sin duda, espectadores excepcionales que no dependen
de aquella sobreconsciencia y que están capacitados
para penetrar en la escena hasta develar la personalidad ínima
del artista creador, mas no son precisamente los que forman
esa comunidad abstracta que denominamos el público.
Son los expertos, los críticos, esa minoría
rebelde y contradictoria, insatisfecha y prejuiciosa, que
no por casualidad rechaza todo acuerdo entre sí. Pero
la sanción, tantas veces despiadada, de una pieza de
teatro, es el fallo de un impreciso jurado que condensa en
una sola palabra su simpatía o su antipatía.
Esa opinión no es susceptible de ser razonada. Nace
como un impulso ciego, es brutal o afectuosa en exceso, y
sus orígenes deben buscarse allí donde se encuentran
las raíces de todo movimiento de orden colectivo.
EL "agujero negro"
-nombre que han dado los actores a la oscura cavidad de la
sala vista desde la escena, a la famosa cuarta pared- cobija
a un ser en actitud tensa y expectante. He aquí como
lo describe un autor: "Al levantarse el telón,
la disponibilidad de ese público murmurante e inquieto
está repartida en cada una de sus numerosas cabezas,
de sus numerosos ojos. Durante los primeros momentos de la
representación, cuando la atención de la Hidra
ha sido fijada, esas cabezas y esos ojos han cesado de agitarse
y han comenzado a agruparse en manchas vivas que, conforme
transcurre el tiempo, se extienden lentamente, devorándose
unas a otras. En el instante culminante, no hay en la sombra
sino una sola enorme cabeza, un solo enorme ojo, una sola
enorme consciencia, que nos aprueba o desaprueba implacablemente.
Es como si una sola persona, carente en absoluto de indulgencia,
nos fuera a condenar".
Es que el público ha decidido y la libertad de los
que lo componen ha sido sometida a la del conjunto. Cuando
el espectador cede a la actitud de sus vecinos, cuando se
deja llevar, y llora o ríe con ellos, cumple con un
compromiso: ser uno con todos en ese instante en que el anonimato
es su mejor poder. Quienes desde una mirilla del telón
hemos visto esos rostros inexpresivos, pendientes de la luz
del escenario, abiertos los ojos, encandilados por el mágico
fuego del teatro, sabemos hasta qué punto esa multitud
de personas, de seres humanos, sentimentales, inteligentes,
buenos quizá, se convierte en un mostruo, y cómo
una carcajada o un rumor nacidos de él son una voz
de amistad que nos saluda.
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El artículo en
La Prensa. |
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