Amo
a las sirvientas por irreales, porque se van, porque no les gusta
obedecer, porque encarnan los últimos vestigios del trabajo libre y
la contratación voluntaria y no tienen seguro ni prestaciones ni;
porque como fantasmas de una raza extinguida llegan, se meten a las
casas, husmean,escarban, se asoman a los abismos de nuestros mezquinos
secretos leyendo en los restos de las tazas de café o de las copas de
vino, en las colillas, o sencillamente introduciendo sus miradas
furtivas y sus ávidas manos en los armarios, debajo de las almohadas,
o recogiendo los pedacitos de los papeles rotos y el eco de nuestros
pleitos, en tanto sacuden y barren nuestras porfiadas miserias y las
sobras de nuestros odios cuando se quedan solas toda la mañana
cantando triunfalmente; porque son recibidas como anunciaciones en el
momento en que aparecen con su caja de Nescafé o de Kellog's llena de
ropa y de peines y de mínimos espejos cubiertos todavía con el polvo
de la última irrealidad en que se movieron; porque entonces a todo
dicen que sí y parece que ya nunca nos faltará su mano protectora;
porque finalmente deciden marcharse como vinieron pero con un
conocimiento más profundo de los seres humanos, de la comprensión y
la solidaridad; porque son los últimos representantes del Mal y
porque nuestras señoras no saben que hacer sin el Mal y se aferran a
él le ruegan que por favor no abandone esta tierra; porque son los únicos
seres que nos vengan de los agravios de esas mismas señoras yéndose
simplemente, recogiendo otra vez sus ropas de colores, sus cosas, sus
frascos de crema de tercera clase ocupados ahora con crema de primera
clase ahora un poquito sucia, fruto de sus inhábiles hurtos. Me voy,
le dicen vigorosamente llenando una vez más sus cajas de cartón.
Pero por qué. Porque sí (¡oh libertad inefable!) Y allá van, ángeles
malignos, en busca de nuevas aventuras, de una nueva casa, de un nuevo
catre, de un nuevo lavadero, de una nueva señora que no pueda vivir
sin ellas y las ame; planeado una nueva vida, negándose al
agradecimiento por lo bien que las trataron cuando se enfermaron y les
dieron amorosamente su aspirina por temor a que al otro día no
pudieran lavar los platos, que es lo que en verdad cansa, hacer la
comida no cansa. Amo verlas llegar, llamar, sonreír, entrar, decir
que sí; pero no, siempre resistiéndose a encontrar a su Mary Poppins-Señora
que les resuelva todos los problemas, los de sus papás, los de sus
hermanos menores y mayores, entre los cuales uno las violó en su
oportunidad; que por las noches les enseñe en la cama a cantar
do-re-mi, do-re-mi hasta que se queden dormidas con el pensamiento
puesto dulcemente en los platos de mañana sumergidos en una nueva ola
de espuma de detergente fab-sol-la-si, y les acaricie con ternura el
cabello y se aleje sin hacer ruido, de puntillas, y apague la luz en
el último momento antes de abandonar la recámara de contornos
vagamente irreales.
Augusto
Monterroso
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