Más
querría encontrar quién oyera las
mías
que a quien me narre las suyas.
PLAUTO
Está
dentro de mis cálculos que usted se sorprenda al recibir esta carta.
Es probable, también, que al principio la tome como una broma
sangrienta, y casi seguro que su primer impulso sea el de destruirla y
arrojarla lejos de sí. Y, no obstante, difícilmente caería en un
error más grave. Vaya en su descargo que no sería el primero en
cometerlo, ni el último, desde luego, en arrepentirse.
Se
lo diré con toda franqueza: me da usted lástima. Pero este
sentimiento no sólo resulta natural, sino que está de acuerdo con
sus deseos. Pertenece usted a esa taciturna porción de seres humanos
que encuentran en la conmiseración ajena un lenitivo a su dolor. Le
ruego que se consuele: su caso nada tiene de extraño. Uno, de cada
tres, no busca otra cosa, en las más disimuladas formas. Quien se
queja de una enfermedad tan cruel como imaginaria, la que se anuncia
abrumada por el pesado fardo de los deberes domésticos, aquel que
publica versos quejumbrosos (no importa si buenos o malos) todos están
implorando, en el interés de los demás, un poco de la compasión que
no se atreven a prodigarse a sí mismos. Usted es más honrado: desdeña
versificar su amargura, encubre con elegante decoro el derroche de
energía que le exige el pan cotidiano, no se finge enfermo.
Simplemente cuenta su historia, y, como haciendo un gracioso favor a
sus amigos, les pide consejos con el oscuro ánimo de no seguirlos.
A
usted le intrigará cómo me he enterado de su problema. Nada más
sencillo: es mi oficio. Pronto le revelaré qué oficio sea ése.
Continúo.
Hace tres días, bajo un sol matinal poco común, abordó usted un
autobús en la esquina de Reforma y Sevilla. Con frecuencia las
personas que afrontan esos vehículos lo hacen con expresión
desconcertada y se sorprenden cuando encuentran en ellos un rostro
familiar. ¡Qué diferencia en usted! Me bastó ver el fulgor con que
brillaron sus ojos al descubrir una cara conocida entre los sudorosos
pasajeros, para tener la seguridad de haberme topado con uno de mis
favorecedores.
Obedeciendo
a un hábito profesional agucé furtivamente el oído. Y en efecto, no
bien había usted cumplido, de prisa, con los saludos de rigor, se
produjo el inevitable relato de sus desgracias. Ya no me cupo duda.
Expuso los hechos en tal forma que era fácil ver que su amigo había
recibido las mismas confidencias no más allá de veinticuatro horas
antes. Seguirlo durante todo el día hasta descubrir su domicilio fue
como de costumbre la parte de mis disciplinas que, me gustaría saber
la razón, cumplo con más placer.
Ignoro
si esto le servirá de enojo o de alegría; pero me veo en la urgencia
de repetirle que su caso no es singular. Voy a exponerle en dos
palabras el proceso de su situación presente. Y si, aunque lo dudo,
me equivoco, tal error no será otra cosa que la confirmación de la
infalible regla.
Padece
usted una de las dolencias más normales en el género humano: la
necesidad de comunicarse con sus semejantes. Desde que comenzó a
hablar, el hombre no ha encontrado nada más grato que una amistad
capaz de escucharlo con interés, ya sea para el dolor como para la
dicha. Ni aun el amor se iguala a este sentimiento. Hay quienes se
conforman con un amigo. Existen aquellos a quienes no les bastan mil.
Usted corresponde a los últimos, y en esa simple correspondencia se
originan su desgracia y mi oficio.
Me
atrevería a jurar que se inició usted refiriendo su conflicto
amoroso a un amigo íntimo, y que éste lo escuchó atento hasta el
fin y le ofreció las soluciones que creyó oportunas. Pero usted, y
de aquí arranca el interminable encadenamiento, no consideró
acertadas esas fórmulas. Si le propuso con firmeza cortar, como se
dice, por lo sano, usted encontró más de un motivo para no dar por
perdida la batalla; si, por el contrario, su consejo fue seguir el
asedio hasta la conquista de la plaza, usted se inundó de pesimismo y
lo vio todo negro y perdido. De ahí a buscar el remedio en otra
persona apenas si hay algo más que un paso. ¿Cuántos dio usted?
Emprendió
un esperanzado peregrinaje, hasta agotar su concurrida libreta de
direcciones. Incluso trató (con éxito creciente) de entablar nuevas
relaciones para apurar el tema. No es extraño que de pronto reparara
en que el día tiene tan sólo veinticuatro horas, y en que esa
desconsideración astronómica constituía un monstruoso factor en su
contra. Fue preciso multiplicar los medios de locomoción y planear un
horario de sutil exactitud. El uso metódico del teléfono vino en su
auxilio y ensanchó, es cierto, sus posibilidades; pero este anticuado
sistema todavía es un lujo, y el setenta por ciento de aquellos a
quienes usted quiere mantener enterados carecen de esa dudosa ventaja.
No
contento con los desvelos y el insomnio, principió usted a madrugar
para ganar un tiempo cada vez más fugitivo e irreparable. El descuido
de su aseo personal se hizo notorio: la barba le creció montaraz; sus
pantalones, antes impecables, se vieron invadidos por las rodilleras,
y un terco polvo gris cubrió de pesadumbre sus zapatos. Le pareció
injusto, pero tuvo que aceptar el hecho de que, si bien usted
madrugaba lleno de entusiasmo, escaseaban los amigos dispuestos a
compartir esa vehemencia matinal. Así, ¿hay que decirlo?, ha llegado
el momento ineludible en que usted es físicamente incapaz de
conservar bien informado al amplio círculo de sus relaciones
sociales.
Ese
momento es también mi momento. Por una modesta suma mensual yo le
ofrezco la solución más apropiada. Si usted la acepta—y puedo
asegurar que lo hará porque no le queda otro remedio—relegará al
olvido el incesante deambular, las rodilleras, el polvo, la barba, los
fatigosos telefonemas.
En
pocas palabras: estoy en condiciones de poner a su disposición una
excelente radiodifusora especializada. Dispongo en la actualidad (por
el sensible fallecimiento de un antiguo cliente afectado por la
Reforma Agraria) de un cuarto de hora que si tomamos en cuenta lo
avanzado de sus confidencias, sería más que suficiente para sostener
a sus amistades ya no digamos al día, pero al minuto, de su
apasionante caso.
Creo
de más enumerar a usted las ventajas de mi método. Sin embargo, le
insinuaré algunas.
l.a
El efecto sedante sobre el sistema nervioso está garantizado desde el
primer día.
2.a
Discreción asegurada. Aun cuando su voz podrá ser recibida por
cualquier sujeto poseedor de un aparato de radio, juzgo improbable que
personas ajenas a su amistad quieran seguir una confidencia cuyos
antecedentes desconocen. Así, se descarta toda posibilidad de
curiosidad malsana.
3.a
Muchos de sus amigos (que hoy escuchan con desgano la versión
directa) se interesarán vivamente por la audición radiofónica con sólo
que usted mencione en ella sus nombres en forma abierta o alusiva.
4.a
Todos sus conocidos estarán informados al mismo tiempo de los mismos
hechos. Circunstancia que evita celos y reclamaciones posteriores,
pues solamente un descuido, o un azaroso desperfecto en el aparato
propio, colocaría a alguno en desventaja respecto de los demás. Para
eliminar esa contingencia deprimente cada programa se inicia con una
breve sinopsis de lo narrado con anterioridad.
5.a
E1 relato cobra mayor interés y variedad, y puede amenizarse, cuando
así se considere oportuno, con ilustrativas selecciones de arias de
ópera (no insistiré sobre la riqueza sentimental de las italianas) y
trozos de los grandes maestros. Un fondo musical adecuado es
obligatorio por reglamento. Además, una amplia discoteca, en la que
se recogen hasta los más increíbles ruidos que el hombre y la
naturaleza producen, está al servicio del suscriptor.
6.a
E1 relator no ve la cara de los oyentes, lo que evita toda suerte de
inhibiciones, tanto para él como para los que lo escuchan.
7.a
Siendo la audición una vez al día y por un cuarto de hora, el
confidente dispone de veintitrés horas y tres cuartos de hora
adicionales para preparar sus textos, impidiendo así, en absoluto,
contradicciones molestas y olvidos involuntarios:
8.a
Si el relato alcanza éxito y al número de amigos y conocidos se suma
una considerable cantidad de oyentes espontáneos, no es difícil
encontrar casa patrocinadora, lo que une a las ventajas ya registradas
cierta factible ganancia monetaria que, de ir creciendo, abriría las
posibilidades de absorber las veinticuatro horas del día y convertir,
así, una simple audición de quince minutos en un programa
ininterrumpido de duración perpetua. Mi honestidad me obliga a
confesar que hasta ahora no se ha producido este caso, pero ¿por qué
no esperarlo de su talento?
Este
es un mensaje de esperanza. Tenga fe. Por lo pronto, piense con fuerza
en esto: el mundo está poblado de seres como usted. Sintonice su
aparato receptor exactamente en los 1373 kilociclos, en la banda de
720 metros. A cualquier hora del día o de la noche, en invierno o en
verano, con lluvia o con sol, podrá escuchar las voces más diversas
e inesperadas, pero también más llenas de melancólica serenidad: la
de un capitán que refiere, desde hace más de catorce años, cómo se
hundió su barco bajo la aciaga tormenta sin que él se decidiera a
compartir su suerte; la de una mujer minuciosa que extravió a su único
hijo en la poblada noche de un 15 de septiembre; la de un delator
atormentado por el remordimiento; la de un ex dictador
centroamericano, la de un ventrílocuo. Todos contando
interminablemente su historia, todos pidiendo compasión.
Augusto
Monterroso
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