Creo que mi padre estaba borracho
cuando me lo dijo. Yo tendría unos diez años y estaba a su lado,
en la sala de nuestra casa, dibujando paisajes imaginarios en un
viejo cuaderno. El narraba a sus amigos aquellas fabulosas historias
que sólo él sabía contar. Ellos lo miraban arrobados y casi sin
pestañear. Dominaba a la perfección el manejo de las necesarias
pausas de un relato, a fin de cuidar la continuidad del suspenso.
Recuerdo que yo seguía de vez en cuando el hilo de su narración,
pues a veces decía cosas que no entendía. Terminó la anécdota
que estaba contando, y sus amigos celebraron el insólito final a
carcajadas. Luego todos ellos se dijeron mutuamente
"Salud" y se bebieron de un solo golpe sus vasos de
cerveza. Después de una pausa volteó hacia mí, me miró como si
pudiera ver los más oscuros resquicios de mi alma, y de pronto sin
aviso me soltó la pregunta a boca de jarro. --- ¿Y tú sabes por
qué te llamas Jaime? Me quedé como si se me hubiera adormecido la
lengua, y sólo atiné a responder: --- No, papá. Quizás escogiste
ese nombre porque te gustó. Mi padre se quedó mirándome con esa
sonrisa pícara, tan suya. Su rostro había alcanzado esa expresión
de beatitud, o de Nirvana alcohólico. De sus ojos salían chispas.
Se sirvió otro vaso más de cerveza, carraspeó, se lo bebió de un
trago, y después de unos segundos de suspenso que parecieron
siglos, volvió a hablar. --- Tu nombre, hijo, tiene una historia y
una razón de ser. No es un nombre cualquiera que se me ocurrió. Así
que mejor deja de dibujar tus garabatos y escucha en silencio lo que
te voy a contar. Sus amigos también dejaron de hablar, y hasta mi
gato Calígula abrió un ojo. Dijo que en la época en que los
apristas atacaron varios cuarteles militares, el dirigía en Lima un
periódico clandestino, a través del cual se propagaba el programa
aprista y se denunciaban los crímenes de la dictadura. El diario La
Voz del Pueblo salía cada vez que encontraba un impresor valiente
que no le importara jugarse la vida o cuando la policía política
no requisaba todos los ejemplares. Una noche tocaron a la puerta, de
la pensión donde vivía, dos individuos con abrigos gruesos
abotonados hasta el cuello. En ese momento se dio cuenta que por fin
habían dado con él y que no había escapatoria posible. Le
preguntaron cortésmente si se llamaba Manolo Perales. El dijo que sí
y que quién lo buscaba. "El señor Ministro desea hacerle unas
preguntitas, señor. Y quisiéramos que nos acompañe", dijo
uno de los policías. "No tengo el honor de conocerlo",
replicó mi padre. "Usted no, pero él sí lo conoce a usted y
muy bien. Así que mejor nos acompaña", acotó el mismo policía
sin dejar de sonreir. Mi padre no dijo nada y se quedó callado
mirando al otro policía, al que tenía cara de bulldog, y rápidamente
llegó a la conclusión que su trabajo periodístico clandestino había
acabado y que también todo se había ido a la mismísima mierda.
Luego tomó su abrigo para protegerse del húmedo invierno limeño,
puso veinte soles en su bolsillo y se sentó en el asiento posterior
de un vehículo sin placas que esperaba en la calle con el motor
prendido. Flanqueado por los dos detectives, vio por la ventanilla
las angostas calles del Rímac mojadas por la garúa invernal y unos
perros flacos que se disputaban a dentelladas los restos de un depósito
de basura. Nunca vio al Ministro del Interior. Se lo llevaron
directo al embarcadero de La Punta y de allí a la isla penal de El
Frontón en un viejo bote que se movía como una cáscara de nuez.
El viaje duró un par de horas, y al desembarcar pudo oir una fuerte
descarga de fusilería. --Están fusilando gente-- le susurró a
media voz un recluso que estaba en el muelle amarrando el bote.
Sintió un nudo en el estómago y se dijo para sí mismo "hasta
aquí llegué, carajo". El dolor de un culatazo en su hombro
derecho lo sacó de sus cavilaciones y la voz ronca de uno de los
celadores lo obligó a moverse rápidamente, a recoger su abrigo y a
saltar del bote. Los guardias los formaron en una sola fila y luego
un sargento con cara de pocos amigos pasó lista llamándolos por
sus nombres. Era un grupo de veinticinco reclusos. De ellos,
diecinueve eran presos políticos y sólo séis podían considerarse
presos comunes. El sargento dijo que allí aprenderían a ser
hombres, que los apristas y los comunistas deberían ser
exterminados de la faz de la tierra, como un cáncer, para que no
anduvieran asaltando cuarteles, y que por cada militar muerto ellos
iban a fusilar a diez revoltosos. Habían sido asignados al Pabellón
Tres y mientras se encaminaban hacia él, pudieron escuchar a sus
espaldas el ruido del oleaje rompiéndose con furia sobre los
acantilados. Caminaron por espacio de quince minutos y al llegar a
su destino, el sargento les dijo, antes de romper filas, que si tenían
suerte podían agarrar una litera que no estuviera ocupada. El
Pabellón Tres era un lóbrego edificio de dos plantas de concreto,
y por los vidrios rotos de las ventanas se colaba un viento frío y
salobre que venía del mar. A ambos lados de la única habitación,
se alineaban los camastros de madera con sus viejos colchones de
paja, los cuales olían a una mezcla de orines y sudor. Al final podía
verse el baño, donde había una sola llave de agua y tres agujeros
para que defecaran los reclusos del primer y segundo piso. En ese
lugar se hacinaban doscientos cincuenta y tres reos, la gran mayoría
de ellos presos políticos. El Chino Chang se le acercó despacio
por atrás, sin que lo notara, y le preguntó si acababa de llegar
al Frontón. Sin decir nada, con la cabeza, le respondió que sí.
"Entonces mejor te apuras en conseguirte una piedra grande,
para que te sirva de almohada, porque aquí en el Frontón no
existen esos lujos", dijo el Chino, riéndose a carcajadas.
Ambos se dieron la mano y se presentaron sólo con sus nombres de
pila. El Chino le preguntó a mi padre si era comunista. Este le
respondió que no, que era aprista. "Bueno, eso no importa,
nadie es perfecto. Ambos somos primos ideológicos, pues yo soy
comunista", le dijo. "Y la única diferencia entre
nosotros es que mientras ustedes son aficionados, nosotros somos
profesionales". El Chino era de baja estatura, con unos ojitos
traviesos que apenas se notaban debajo de sus lentes gruesos, y
caminaba con la elegancia de un aristócrata. Se devoraba todos los
libros que caían en sus manos. Y podía decirse que su erudición
sobre cualquier tema dejaba pasmado a cualquiera. Era abogado y había
dejado de ejercer la profesión al poco tiempo de salir de la
universidad. Fue en la sierra central del Perú, defendiendo en su
primer juicio a unos mineros impagos, donde se dio cuenta que la
Justicia se inclinaba por lo general hacia el que tenía más
dinero. De allí que su ingreso a la lucha clandestina fue sólo
cuestión de días. Lo capturaron, herido y desangrado, después que
le explotara un cartucho de dinamita a poca distancia, al intentar
volar la caja fuerte de una compañía minera. Ambos se hicieron
grandes amigos y por todas partes se los veía conversando o
discutiendo con fervor sobre diversos tópicos filosóficos. Además
de dialéctica marxista, mi padre aprendió de él la saludable
costumbre oriental de rascarse todas la mañanas, con un cuchillo,
esa mucosidad blanca que durante la noche se deposita sobre la
lengua. El Chino decía que ése era el secreto de la longevidad.
También aprendió a fabricar bombas de mano y a tejer canastas de
estera en los seminarios que diariamente se impartían en el Pabellón
Tres , también llamado el Pabellón de los Condenados. Una noche
vinieron y se lo llevaron a rastras hasta la playa donde fusilaban a
los presos políticos. Y después de un simulacro de fusilamiento,
lo regresaron a su litera. Volvió pálido, sudoroso y temblando. El
Chino le dijo que no se preocupara, que eso les hacían a todos una
vez por semana, esos malditos conchadesusmadres, nomás para
quebrarles la moral, y que el día que verdaderamente lo fusilaran
no iba a sentir nada, pues lo que realmente jode es la incertidumbre
de no saber cuando uno va a morir. Asi que, Manolo, cálmate y créeme
que en tu último y supremo momento vas confrontar al pelotón de
fusilamiento con la cabeza en alto. Como ese simulacro hubo otros.
Pero ya no surtían el efecto del primero. Aunque cada día se daba
cuenta que muchos rostros familiares iban desapareciendo
gradualmente. Los ejecutaban en la noche pero nadie sabía dónde
enterraban los cuerpos. Escapar del Frontón era una tratativa
absurda. Las heladas aguas y el fuerte oleaje del mar se habían
encargado en el pasado de ahogar a los desesperados que intentaron
huir a nado de la isla. Todos sabían que nadie podía escapar con
vida y contar su aventura después. Por eso los dejaban que vagaran
sueltos por la playa. Habían pasado ya cinco meses desde que lo
trajeron, aunque a Manolo le parecía que habían transcurrido cinco
años. Debido a las pésimas condiciones higiénicas en que vivían,
en ese lapso perdió algo de pelo. La comida era mala y escasa, por
lo que también perdió unos quince kilos de peso. Tenía asimismo
una alergia a la piel que lo obligaba a rascarse constantemente como
si fuera un perro sarnoso. Pero nunca perdió la moral ni tampoco la
fortaleza de sus convicciones políticas. Esa mañana de invierno,
mientras recogía caracoles en la playa, se dió cuenta de pronto
que la luz era de una tonalidad diferente y el viento tenía un
sabor especial. Además, las gaviotas se balanceaban suspendidas en
el aire sin emitir ningún graznido. Entonces entendió que le había
llegado por fin su hora. Por eso no se sorprendió cuando un pelotón
de soldados, al mando de un capitán, lo rodeó sin dar
explicaciones. Uno de ellos le amarró las manos y lo ató a un
poste, mientras otro trataba de ponerle un pañuelo negro en los
ojos. Rechazó con un rápido movimiento de cabeza la venda y sólo
pidió al oficial que le diera unos minutos para rezar. Alzó los
ojos humedecidos al cielo y dijo casi como en un susurro: Gracias
Dios por haberme permitido llegar hasta este momento y gracias también
por enseñarme a amar a los más necesitados. Y te pido en este
instante final que derrames tu gracia divina sobre mí para seguir
sintiendo la paz de los que creen en tí y en un futuro mejor. Nos
creaste al principio un mundo perfecto, y nosotros lo arruinamos.
Pero estoy seguro que los que vienen detrás de mí lograrán con su
lucha recuperar otra vez ese paraíso. Y sólo quiero que sepas que
si volviera a nacer volvería a hacerlo todo exactamente igual y a
optar por los oprimidos. Dios mío, te amo. Luego su vida empezó a
desfilar rápidamente como un torbellino ante sus ojos, y se vió niño,
muy niño, caminando torpemente hacia los brazos abiertos de su
madre que le sonreía. Aún tenía los ojos cerrados cuando escucho
al capitán decir: "Preparen..., apunten...". Entonces
apretó los puños y entreabrió los párpados para mirar a quienes
lo borraban de un plumazo de este mundo. --- ¡Alto, carajo! ¡Paren
esta ejecución! --- vociferó un oficial de más alta graduación
que llegó corriendo hasta donde estaban. Manolo no podía creer lo
que estaba viendo. El oficial no era nada menos que su primo, el
comandante Santiago Perales, a quien no veía desde hacía por lo
menos diez años. El comandante ordenó que lo desataran y luego le
dijo al capitán que había un nuevo gobierno y que éste había
dispuesto la suspensión de todos los fusilamientos hasta una nueva
orden y también una amnistía política restringuida. El capitán
se cuadró militarmente, saludó a su superior y luego se retiró de
la playa al paso ligero junto con su pelotón. --- ¡Carajo, Manolo,
qué susto que me pegué! ¡Creí que no iba a llegar a tiempo! ---
dijo el militar con un nudo en la garganta y casi con lágrimas en
los ojos, al tiempo que desataba a su pariente y lo abrazaba con
emoción. Luego se estrecharon en un gran abrazo y ambos lloraron
dejando que se hiciera pedazos la enorme represa de sus emociones.
Santiago le contó que había llegado ese mismo día a la isla con
un indulto para él firmado por el ministro del Interior y que un
recluso que barría la oficina le dijo que si no se apuraba otro
inocente más corría el peligro de ser fusilado. Amnistiado,
abandonó El Frontón ese mismo día, casi al filo del mediodía.
Todas sus pertenencias quedaron para los demás compañeros que aún
seguían presos, según la ley no escrita de esa isla, menos el
abrigo que se lo regaló al Chino. La barcaza se bamboleó otra vez
de regreso como cáscara de nuez. Pero hasta que desaparecieron las
últimas imágenes del embarcadero, continuó mudo con el puño
izquierdo en alto, en respuesta al distante saludo que el Chino le
hacía desde tierra. Sin un centavo en el bolsillo, desembarcó en
La Punta. Parecía un loco con la barba crecida y la cara le
brillaba como un espejo. De cualquier manera, tomó el tranvía La
Punta-Plaza San Martín para llegar a Lima, a la pensión donde solía
vivir. Pretendiendo que leía, y avergonzado de su lastimoso
aspecto, tomó un periódico que alguien había dejado abandonado en
un asiento para taparse la cara. --- ¡Su pasaje, señor! --- dijo
el cobrador del tranvía con una mueca de fastidio. Pero el
amnistiado siguió leyendo imperturbable, como si la cosa no fuera
con él. --- ¡Su pasaje, por favor! --- volvió a insistir el
cobrador al no tener respuesta. Entonces ardió Troya. --- ¡Carajo,
y desde cuándo uno que sale de El Frontón paga pasaje! --- preguntó
bramando el ex preso político. El cobrador dio un salto hacia atrás,
asustado. Y los boletos se le cayeron torpemente de las manos. En
ese momento, un hombre joven muy bien vestido, sentado al final del
tranvía, se puso de pie y dijo: --- Yo pago por el señor… Manolo
volteó y le agradeció al extraño con un rápido movimiento de
cabeza. Y continuó con la lectura del periódico. El tranvía
atravesó extensos sembríos de hortalizas entre Lima y Callao,
hasta que se detuvo luego de dos horas en medio de un impresionante
chirrido de frenos en la Plaza San Martín. El periodista se apeó rápidamente
de un salto y cuando ya llevaba caminado un buen trecho oyó que le
gritaban: --- ¡Don Manolo, espéreme, por favor! El hombre joven,
que le había pagado el pasaje, era el que gritaba al tiempo que
corría detrás de él agitando las manos. Manolo esperó que
llegara hasta él y luego le dijo que le agradecía muchísimo por
el encomiable gesto de pagarle su pasaje, pero que ahora le
disculpara pues estaba muy apurado y tenía muchos asuntos que
atender. El joven se lo quedó mirando sonriente, y con una sonrisa
desafiante le pregunto: --- ¿Don Manolo, de verdad no se acuerda de
mí? ¡Soy Jaime... Jaime Soriano..., hijo del sastre Soriano... en
cuya trastienda se reunían todos ustedes a conspirar! Hace dos
meses que me recibí de ingeniero civil, y me he permitido pagarle
su pasaje pues yo también comulgo, al igual que mi padre, con sus
ideas políticas. Manolo sonrió embargado por la emoción, lo abrazó
afectuosamente, y antes de que las lágrimas saltaran a sus ojos le
confesó: --- Jaimito Soriano... ¡Pero qué sorpresas que da la
vida y qué grande que estás muchacho! Si no me lo dices, no te
hubiera reconocido. Te prometo que el próximo hijo que tenga llevará
tu nombre para no olvidarme jamás de este noble gesto tuyo y también
de este momento. ¡Y ahora sí, acompáñame a mi pensión para
tomarnos unos piscos a la salud de tu padre y también de la tuya!
Luego se volteó hacia mí y me dijo: Por eso te llamas Jaime. Tu
nombre tiene una historia y no es cualquier historia. Es un homenaje
a la caballerosidad que existe entre dos hombres. Y no dijo más. En
sus ojos y en los de sus amigos brillaba una húmeda emoción.
Carraspearon todos, y sin previo aviso, se bebieron de un golpe sus
tragos no sin antes brindar nuevamente por la amistad.
Jorge Pereyra, 1997
jpereyra45@email.msn.com
Jorge
Pereyra nació en Cajamarca en abril de 1952, periodista, escritor y
productor de televisión. Ha vivido en varios países de América
Latina , En 1977 gano el Premio Nacional de Periodismo, convocado
por la Fuerza Aérea Peruana. Tiene varios cuentos y poemas
publicados en México, hace 15 años que reside en Estados Unidos
donde trabaja para la cadena de televisión UNIVISION.
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