Amanece
en Cajamarca. Mañana señorita, soñolienta, desperezándose
voluptuosa sobre el musgo tierno de los jardines. La lluvia de
anoche cuelga, todavía, de las ramas de los ancianos árboles de la
Plaza de Armas. Y las gotas, trémulas, brillan como un diamante
incrustado en el ombligo de una bailarina turca.
Amanecer
a medias, con algunas pelusas de noche. Proyecto de día, escapado
de las sombrías mazmorras del tiempo. Sombras densas, insomnes,
pariendo detrás de todas las esquinas la luz del nuevo día.
Seis
de la mañana tratando de meterse entre los ojos de un ciego. Chispa
que aún no se decide a ser candela. Amanece. Todos dormimos aún, y
soñamos que tenemos un ramillete de flores en la cabeza, sin
sospechar que la ceniza se está haciendo luz en el fogón de una
cocina lejana.
Solo
tú, muchacho palomilla, serenatero incorregible, silbas risueño un
vals criollo mientras caminas a casa, despues de una noche de
parranda. Y a medida que avanzas por la calle Lima, callecita del
alma, vas dejando enroscadas en los postes del alumbrado las
serpentinas de tu melodía. Cúidate, muchacho, juventud, divino
tesoro, que como tú quedamos pocos.
La
Plaza de Armas está desierta. Tan solo algunas hormigas, en su
procesión hacia el azúcar, la recorren de un extremo al otro. Pero
si te fijas bien, huanchacos disfrazados de huanchacos conversan con
los semáforos. Las vendedoras de “caldo verde” se disputan a
mordiscones los últimos borrachos nómadas que pasan a su lado. Y
en la iglesia de la Catedral, las pálidas estatuas de los santos se
están sacando el corazón. Todo es posible en Cajamarca a esa hora.
El
día se está soltando pese a la lluvia de anoche. Quizás sea la última,
pues ya llega la primavera. ¿A dónde van las lluvias cuando uno se
cansa de ellas? Quién sabe.
Desde
la ventana de mi casa, Caifás, mi gato, siamés nunca ingrato,
muchedumbre en mi soledad, las ve alejarse por el horizonte, como si
fueran un triste ejército derrotado.
Las
negras nubes, en manada, van una detrás de otra: nube a nube, gota
a gota. Y de pronto, cuando nadie se da cuenta, abren una puerta en
el cielo por donde los siglos se escapan al país de las mariposas
—y es la misma puerta que nosotros mismos abrimos cuando
morimos—. Caifás, lamiendo su patita, como si fuera un helado
D'Onofrio, se despide de ellas. Adiós.
El
sol, poco a poco, se adueña del jirón Atahualpa, la calle donde
vivo. Abro los ojos con recelo, casi como temiendo que la luz me los
acuchille, casi instintivamente, casi sin prisa. Con el vago
presentimiento de haberme muerto mientras dormía, paso revista a
todos mis sentidos. Están intactos, tal vez un poquito entumecidos,
pero reaccionan gradualmente a la voluntad que los convoca. Con los
brazos en alto, tratando de no tocar a Dios, y con los pies aún
hundidos en el sueño, me desperezo y bostezo.
Es
una bella mañana cajamarquina. Huele a tierra fresca, a senos de
muchacha campesina, a pan recién salido del horno. Afuera, el sol
está envanecido con el rubor granate que se le ha subido a las
mejillas, y el cielo tiene un azul cajamarquino tan intenso, que los
turistas no lo podrían capturar en sus cámaras fotográficas. Las
onduladas laderas del valle se despojan de su túnica de esmeraldas
y dejan que el sol las posea lentamente.
Caifás
me dice, con sus guiños gatunos, que algo maravilloso está a punto
de suceder, algo más espectacular y genuino que la entrega de los
Oscar, y sólo vale una sonrisa. Una moneda brillante, enorme, está
saliendo de los apretados bolsillos del cielo: el sol, el sol, el
sol de cada día. ¿Importa acaso que, esta mañana, el sol haya
llegado a su paisaje favorito con cinco minutos de impuntualidad, o
que el alto pino de la Plaza de Armas se haya arrodillado al verlo
salir? Claro que no. La rutinaria belleza del valle cajamarquino ha
empalagado nuestra capacidad de asombro. Acaba ya de una vez por
todas de mostrarte a plenitud, astro peregrino, y salpica tu
confetti amarillo sobre los rojos tejados de Cajamarca.
No
hay nada mejor que un buen desayuno para dar inicio a un día
perfecto. ¡Caifás, vamos a desayunar! Bajamos al primer piso con
la alegría de una abeja revoloteando sobre una carreta de alfalfa
florecida. El taimado felino me precede y gana la carrera,
levantando su colita como periscopio de submarino.
Abrimos
la puerta de la calle y allí esta doña Rosita, la vendedora de
pan. Viene con su canastón lleno de tortitas calientes, panecito de
yema, semitas y rosquitas del Gordo Campos. Alzamos la vista y, en
las ramas del sauce del jardín, una masa compacta de ángeles
mojados se está secando con los primeros rayos solares.
Desde
la cocina, el inconfundible aroma de un cafecito nos llama a la
realidad, para salir de la modorra. Panecitos calientes y café para
iniciar este domingo, pero todavía falta algo. Dulce, terriblemente
dulce, afincada en el tocadiscos, la aterciopelada voz de Sara
Vaughn nos acaricia como una brisa de jazz sobre las olas. Sinatra
dijo una vez que le gustaría cortarse las venas y luego morir
lentamente escuchando la voz de ella.
Panecitos, queso, café y jazz. El domingo en Cajamarca está completo.
Mañana será lunes.
Jorge Pereyra, 1997
jpereyra45@email.msn.com
Jorge
Pereyra nació en Cajamarca en abril de 1952, periodista, escritor y
productor de televisión. Ha vivido en varios países de América
Latina , En 1977 gano el Premio Nacional de Periodismo, convocado
por la Fuerza Aérea Peruana. Tiene varios cuentos y poemas
publicados en México, hace 15 años que reside en Estados Unidos
donde trabaja para la cadena de televisión UNIVISION.
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