I
No está loca, ni siquiera
puedo decir que tenga una extraña forma de ver el mundo; sin
embargo esta tarde me ha pedido que la lleve conmigo, que la ame
hasta el fin de los tiempos; y, bueno, no sé qué pensar. Ayer,
cuando nos conocimos, supuse por un instante que nuestra mutua
impresión más se había acercado al asco que a cualquier otra
cosa; pero ya lo ven: me ha jurado amor, "te seguiré a las
estrellas" ha dicho con una cursi convicción que resultaba
hasta sospechosa. "lo siento", le dije, "nunca me han
gustado las mujeres que usan pestañas postizas". En realidad
no sólo me disgustaban sus pestañas postizas. Tenía tatuajes en
los brazos ("se pueden limpiar con agua oxigenada",
aseguraba ella): un par de corazones, un 'smile' y algo que quería
ser un perrito "es un recuerdo de Trixi, mi pekinés";
llevaba el pelo corto y teñido de un guinda oscuro, sobre él un
enorme lazo rosado; "tampoco me gusta tu lazo", agregué.
"¿Y mis ojos? ¿te gustan mis ojos?", traté de
adivinarlos bajo las falsas pestañas, salpicadas de negros grumos
de rimmel, "¿son verdes?" aventuré, pero no lo eran;
verde era la pasta de color con la que se había barnizado los párpados.
"Son del color que tú quieras". A mí me daba lo mismo;
se lo dije y pareció no importarle pues gimió "qué feliz
soy" y me abrazó con fuerza. Entonces sentí un par de tetas
enormes incrustándose en mis costillas, y por primera vez deseé
llevarla conmigo. Le hablé lenta y claramente "Sólo
hoy", y creí oír un "siempre" empañando el cuello
de mi camisa.
Al llegar a la puerta de mi casa, ella estaba casi a punto de
orinarse de la felicidad: "¿no me haces pasar en tus
brazos?", dijo, "no", contesté: "sufro de la
columna". Cruzamos la puerta, ella apretujaba mi brazo con
fuerza: "Qué lindo, amor" y se orinó de felicidad. La
golpeé por primera vez, muerto de asco, y me abrazó radiante
"cuánto te amo!" restregando su pekinés contra mi
barbilla: odio a los pekineses, sus lacitos en el pelo, su manía de
dejar tirados los ojos por cualquier lado. Fui al baño; regresé
con papel
higiénico para limpiar el charco.
No puse música, evité invitarle algo de tomar; no quería ni
imaginármela borracha. Sin mayores preámbulos enterré la cara
entre sus pechos, ocultos aún, luego le abrí la blusa. Ella me
dejaba hacer, lo ojos en blanco. Entonces, pude ver tras el sostén
crema los retazos de tela que simulaban tentadoras mamas; era tarde
para volverme atrás o intentar una nueva golpiza. Deshice su falda
y derramé mi rostro entre sus piernas, ella rechinó los dientes;
empecé a masticar.
Me resigné a un sexo extraviado y empalagoso como la sacarina, a oír
bufidos de gozo mientras me desesperaba por poder continuar
empalando ese cuerpo hecho de trozos de camisa y blue jean fajados a
un cuerpo menor, enjuto e incoloro.
Se levantó a las seis de la mañana; envuelta en una frazada llena
de parches corrió al baño y se encerró. Después de abrir todos
los caños a su máxima potencia, empezó a cantar a gritos:
"seré la gata bajo la lluvia..."; nunca habría adivinado
que esa era la única canción que ella sabía. Al principio sólo
gruñí, sepultado bajo una almohada, pero al cabo de cuarenta y
cinco minutos de oír la misma canción, soportar el escándalo de
los caños y el temblor de sus bailes, empecé a aporrear la puerta,
primero con el puño, luego a patadas. Nada, ella seguía cantando.
Un sentimiento de respeto hacia mis propiedades me impidió romper
la puerta.
Media hora después, al ver cómo empezaba a huir el agua bajo la
puerta, me decidí a cerrar la llave general y enterrarla en una
ruma de libros. ."El agua es mía". No tardó en salir del
baño, morada de frío y cubierta de jabón seco. Un sentimiento de
respeto hacia mis propiedades me impidió romperle la cara.
II
ALGUNOS MESES DESPUÉS...
Ella se pintó de verde el pelo y me dijo "¿verdad que me veo
hermosa?" le dije "no" y ella desarmó la casa
buscando algo con que brindar por su belleza. Primero desarmó la
cocina: los caños secos, las jarras vacías, ni una botella de
leche, ni una gota de jugo; luego deshizo los baños, rompió las
mayólicas para hurgar en las tuberías, buscó algo más que sulfa
y esparadrapos en el botiquín, algo más que sarro y polvo en el
tanque del water. Finalmente destrozó la sala y el dormitorio,
levantó las losetas del patio e intentó exprimir un viejo cactus y
sacarle aunque sea espuma. Yo la dejaba hacer, sabía que pronto se
cortaría alguna vena para traer las copas llenas y decir
"salud por nuestra felicidad", y así fue; bebimos hasta
que ella se desvaneció sentada sobre un sillón que acababa de
destripar. Entonces la tomé entre mis brazos y cargada la llevé
hasta la puerta que daba a la calle. La coloqué recostada en
perfecto equilibrio sobre el tarro de basura; eran las tres de la
tarde, pronto vendrían a recogerlo.
Media hora después llegaron los basureros y la cargaron consigo; a
cambio de ella me han dejado otro cubo de basura lleno; me siento
compensado. Lo celebro inmortalizando esta fecha en mi diario y
abriendo la llave general del agua; hoy inundaré la sala.
Ahora que es de noche me aburro sin ella; no he tenido ánimos para
inundar la sala, en cambio, he intentado entretenerme con la basura
que me han dejado como retribución: construí torres de latas, una
granja de colillas y palitos de helado, hice una estricta
clasificación de los papeles según sus usos. Sin embargo, no
conseguí diversión; sólo logré verme imitando sus insensatos
juegos, sus horas desconchando la pintura de las paredes
("mira, esto es una vaquita"), su afición por la tierra
de las macetas, los inmensos pasos que la llevaban continuamente del
dormitorio a la cocina, de la cocina al dormitorio. Al rato, ganado
por un impulso incorregible, deposité desperdicio por desperdicio
en el tacho, apisoné con mis piernas el montón de basura hasta
comprimirla al máximo y me introduje en su hogar. Forcé a ese
bulto a retozar conmigo, a balar de placer a cada golpe, a
reproducir uno a uno los brincos y espasmos con que ella se me
entregaba.
III
Hoy serían tres días desde que ella se cortó las venas y los
basureros me la han devuelto a cambio del mismo tarro de basura;
apestaba un poco más pero parecía más contenta, lo noté en su
sonrisa enorme y verdosa. En su estadía con los basureros se había
afeitado el pelo y al llegar a casa me anunció que no me iba a
perdonar el haberla dejado en la calle sin antes avisárselo, pese a
lo que, pocos minutos después, se sentó sobre mis piernas y me
dijo "dame un besito"; yo le contesté lo de siempre
"vete a la mierda" y me dio el besito; la ahorqué con
todas mis fuerzas y ella babeó de felicidad hasta morir.
IV
Hoy volvió a despertarse de buen humor y desde las cuatro de la mañana
cantó a gritos su horrible canción, no me quedó otra que
encerrarla en el baño hasta las doce. Poco después de la hora del
lonche (vaya lonche, una galleta de soda), ante las ruinas de un
espejo de tocador, ella se empolvó la cara para verse más bella;
fue una escena conmovedora. Tres horas después ella salió por la
puerta de la casa para desaparecer en un horizonte de vendedores de
fruta y automóviles destartalados.
V
He dejado en casa todo tal como estaba cuando ella rebotaba a
cachetadas sus rincones; manojos de pelos, espuma de almohadón,
polvo de hornear. Me he mudado a un cuarto enano de un barrio mejor
visto, un trabajo nuevo me mantiene ocupado todo el día por un
sueldo regular, trago tostadas para criar barriga.
Si quieren saber de ella ni me pregunten; no la he vuelto a ver. Sé
que puede aparecer en cualquier momento envuelta en papel regalo
("¿te gusta mi vestido?"), puede saltar de algún hueco
de la pista y caer sobre mis hombros al dejar la oficina nocturno y
maltrecho. Sé que me hallará y que todavía me ama; eso me da
miedo.
Pedro
Pérez del Solar.
pedrop@princeton.edu
Pedro Pérez del Solar nació en Lima en 1966 estudió linguistica en la Universidad Catolica y esta
haciendo su doctorado en literatura en Princeton (New Jersey).
"Un Besito" es el primer cuento que publica
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