A
través de la ventana, Ella mira el fondo de sí misma, hubiera
podido escribir en otra época, cuando tomaba aún en serio eso de
la escritura, viéndola, como ahora la veo, fijar la mirada en algún
punto del horizonte, inmóvil, con los brazos cruzados, cubiertos
por el manto breve, color de arena, que pareciera protegerla del
viento que sopla afuera, detrás de los vidrios salpicados de gotas
secas de lluvia, agitando las copas de los árboles y las flores de
la ladera que domina la casa en la que Ella se ha refugiado hace ya
tanto, precisamente para evitar que vientos como ése agiten sus
sentimientos, para que las amarillas hojas de sus sueños y de su
soledad queden en su sitio, en el rincón donde las ha amontonado
como un espeso colchón donde deberá reposar su cuerpo fatigado de
la larga espera, en la mañana futura, cercana, lejana, quién lo
sabe, en la que no se levantará más para recorrer infatigable y
con paso silencioso las habitaciones vacías y sobre todo ese salón,
también vacío pese a los ecos, a los gritos sin origen, pese a la
profusión de muebles antiguos, de sombras, de pinturas, de pequeños
retratos colocados oblicuamente uno frente a otro como enfrentándolos,
para que asuman la vida que vivieron, sin que por ello puedan dar un
ápice de calor a esos corredores, a esas puertas por las que Ella
entra y sale, una y otra vez, cruzada de brazos, cada mañana y cada
tarde, buscando una señal, antes de instalarse en la ventana desde
la que contempla la ladera y, más allá, las colinas, los árboles
lejanos que señalan el camino inalcanzable, donde además de las
hojas que caen tal vez no se mueven sino las nubes, suave,
lentamente, como acuden a la memoria las viejas canciones de la
infancia, las viejas historias escuchadas mientras la leña que ardía
en el rincón, acompañaba las voces vigilante, con su hondo
bisbiseo interrumpido a veces con un mínimo estallido que liberaba
una chispa que se elevaba un segundo y moría en el aire ante sus
ojos asombrados, como asombrados están ahora, pese a que el rito ya
se repite meses, años, cuántas vidas, ante esos cristales tras los
cuales sólo se mueve el viento, el viento oscuro de la memoria,
ante esa ventana desde la que Ella mira el fondo de sí misma, como
hubiese podido escribir en otro tiempo, decía, como ya no lo haré,
viéndola como ahora la veo, con la mirada fija en algún punto del
horizonte, inmóvil, con los brazos cruzados, oteando los caminos
por los tal vez, quién sabe, debí haber llegado, soñadora tenaz,
mientras la acerco un poco para apreciarla mejor, hasta en el último
detalle, y luego la alejo, a la luz del candil, para ver por última
vez todo el conjunto y, con esa imagen quemándome los ojos, cerrar
el libro e intentar dormir
Alfredo Pita Chavez
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