Con
dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado
los pormenores de este magno suceso. En primer término, su
residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se
trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos
muros, agranda las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar
de nuevo todas las paredes.
Esta
reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se
compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con
calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno
nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don
Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las
consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego
vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros
para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más
grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un
concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En
quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en
lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín
rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, laguna
de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico
de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo
más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando
y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo
habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales
se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes
con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía
servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela,
convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el
desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer un a encuesta en
los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así puedo
enterarse que existían manjares presidenciales y vinos preciosos
que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando
todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con
cierta angustia que en ese banquete, el cual asistirían ciento
cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un
cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su
fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño
para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-
Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la
montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo
(decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-
Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En
efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le
bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos
parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo
general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino)
para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor
seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al
presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-
Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica
idea.
Pero
por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito
mi aceptación.
Don
Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su
impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron
a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne
mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato
del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él
hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al
cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien
empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría
de su vida.
Aquel
fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar
su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable
jornada. El paisaje, si embargo, parecía haber perdido sus
propiedades sensible pues donde quería que pusiera los ojos, don
Fernando se veía así mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando
puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches
turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más
importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía
un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de
oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de
la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de
un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y
absolutamente nada de su mujer.
El
día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde
las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose
por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus
modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de
delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes
secretos y en general todos los que desempeñan oficios
clandestinos.
Luego
fueron llegando los automóviles. De su interior descendían
ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombre de negocios, hombre
inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los
anunciaba, un valet recibía sus prendas y don Fernando, en medio
del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y
conmovidas.
Cuando
todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante
de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta
de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus
edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las
reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó
en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus
charreteras.
Repartidos
por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los
invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los
cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les
estaban reservadas (lo más grande, decorada con orquídeas, fue
ocupada por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a
comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo
del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A
mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rhin habían sido
honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las
copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los
interrumpió y solo al final, servido el champán, regresó la
elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para
ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don
Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno
de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido
ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de
haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del
agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer una aparte.
Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para
formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de
anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para
reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al
fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio,
se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró
conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en
uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para
declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le
deslizó al oído su modesta.
-
Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda
vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de
ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en
lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión
que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi
despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan
el asunto en la forma que más convenga.
Una
hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado
sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc, en el
orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana
quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no
ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento
de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un
cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos
don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos
proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su
inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el
convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más
gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta
sagacidad.
A
las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su
mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un
periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los
titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la
cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro
había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado
a dimitir.
Julio
Ramón Ribeyro
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