Traducción: Orna Stoliar
El
esposo de la señora Dubois estaba afiliado al Partido Comunista; además
de eso, era taciturno. Al atardecer regresaba del trabajo en
bicicleta, se cambiaba de ropa, comía algo y volvía a salir. A veces
iba a alguna asamblea, pero generalmente pasaba el tiempo en el bistró
de la esquina.
Aproximadamente una vez por semana, al volver algo achispado a su
casa, castigaba metódicamente a su esposa; en esos momentos también
se volvía locuaz y abría la boca para maldecir al gobierno y al
mundo entero. Al día siguiente no quedaban rastros de lo ocurrido:
era nuevamente un hombre plácido, casi sonriente.
La señora Dubois tenía el rostro ancho y el cabello claro recogido
en la nuca, y aceptaba su destino en silencio: las palizas del marido
son una desgracia natural; no es que se las ame, pero tampoco se debe
protestar. En realidad, decía la señora Dubois, las palizas son
mejores que nada. En las elecciones votaba por los comunistas, por
simpatía. Sin embargo, nunca se había afiliado al partido, porque en
su opinión estaba dominado por los judíos, y a ella no le gustaban
los judíos.
Pero a mí me tenía mucho afecto. Cuando nos cruzábamos en las
escaleras me saludaba con una sonrisa cordial y de vez en cuando me
invitaba a saborear sus comidas. En esas ocasiones no dudaba en
desplegar ante mí algunos de sus problemas: el dinero, los vecinos y
los dolores de cabeza que le provocaba su joven hija Arnolde. A veces
se explayaba también sobre sus ideas políticas y sobre la vida en
general. Cuando me ausentaba de la casa solía dejar frente a la
puerta de mi habitación, ubicada en el piso superior, un plato
cubierto con algunos mariscos, un trozo de pollo al vino con salsa de
hongos y una porción de pastel.
La señora Dubois no creía en Dios en absoluto; según ella, Dios no
existía porque "no da dinero" y ella necesitaba dinero. Así,
después de haber agotado sus fuerzas en las tareas domésticas, debía
pasar varias horas, temprano a la mañana o muy tarde a la noche,
encorvada en su silla en la habitación grande, montando capas de
cuero para el señor Stein, que las vendía a los negocios de lujo y
le pagaba un porcentaje. Pero una vez por semana, los miércoles por
la tarde, iba al cine: le gustaban las comedias románticas y las
historias de amor.
De todo su peculio, la señora Dubois cuidaba con esmero y apreciaba
en especial las fundas de terciopelo violeta de las sillas, que había
recibido en herencia, y sus piernas esbeltas y de movimientos ágiles.
Lo que sucedió fue que justamente sus piernas comenzaron a hincharse y
a cubrirse de manchas azules, hasta que los dolores que sentía la
forzaron a interrumpir de a ratos su tarea para permanecer largo
tiempo con las piernas extendidas, o incluso recostada en la cama.
Este asunto la preocupaba y la angustiaba mucho, aunque al principio
trataba de distraerse y no pensar en sus piernas, con la secreta
esperanza de que ese mal que había aparecido de pronto desapareciera
con la misma rapidez. Más adelante probó toda clase de compresas frías
y calientes, embebidas en alcohol y en extracto de té; finalmente no
tuvo más remedio que recurrir a un médico.
Visitó varios especialistas, que le recetaron diversos medicamentos y
le aconsejaron reposo, pero ninguno le dio demasiadas esperanzas;
todos le decían que se trataba de una enfermedad que por el momento
no tenía cura y que por lo visto terminaría sus días con las
piernas hinchadas, azules y doloridas. "Usted ya no es joven, señora
Dubois", la consoló afectuosamente uno de los médicos, mientras
la acompañaba hasta la puerta.
Sus palabras la ofendieron y la enfurecieron. Al salir maldijo a ese médico
y a todos los demás, que no eran sino una cáfila de bellacos pálidos,
pelados y anteojudos cuyo único interés consistía en hacer enfermar
a los sanos para enriquecerse a costa de ellos, pero que de medicina
no entendían absolutamente nada. "Son peores que los
brujos", decía irritada la señora Dubois. Sin embargo, seguía
escrupulosamente sus indicaciones y tomaba todos los medicamentos con
una meticulosidad fanática, porque de día en día crecían sus
ansias tercas y empecinadas de "morir con unas piernas tan
hermosas como las de Françoise Arnold".
Pero los médicos tenían razón. Su situación no mejoraba, sino que
empeoraba de a poco. Un día en que yo me hallaba en su cocina,
mientras me daba a probar un guiso de hongos expuso ante mí toda la
historia de sus piernas. Estaba tan furiosa con los médicos que juntó
todos los remedios y los echó a la basura. Inmediatamente me anunció
que escribiría una carta a "los bellacos de la catedral"
para pedirles ayuda; si no servía, al menos cabía esperar que no le
haría mal.
Aproximadamente unos diez días más tarde nos cruzamos en las
escaleras y me invitó a su casa.
Parecía perpleja y confundida, estaba nerviosa, con un nerviosismo
extraño, como avergonzado y burlón.
Entramos a la habitación más grande. La señora Dubois se arregló
el cabello, se secó las manos en el delantal y me tendió un sobre
alargado que estaba sobre la mesa. "Es de la catedral, léalo",
me dijo, mientras una sonrisa tímida y al mismo tiempo pícara se le
insinuaba en el rostro.
Abrí el sobre, que contenía una carta escrita a máquina y un trozo
de cuerda dentro de una bolsita de nylon. Leí en voz alta.
Le decían que habían leído con mucha atención su carta del día
tal y cual, y que el problema de sus piernas era muy frecuente: los
Padres de la Iglesia ya se habían dedicado a estudiar ese mal, y con
la ayuda de Dios podrían a su vez ayudarla por intermedio de esa
cuerda, que no era una soga común y corriente sino una hebrea
especialmente cortada de la cuerda de la campana de la catedral,
bendecida con las plegarias adecuadas antes de serle enviada. Debería
anudársela al cuello durante siete días, repitiendo cada mañana con
gran unción la plegaria adjunta; sería también conveniente que
durante esa semana se comportara con recato y discreción. Agregaban
finalmente que si le remordía la conciencia por algún pecado capital
que hubiera cometido, no debía esperar que la hebra le brindara ayuda
alguna.
Al final de la carta le informaban que ponían la hebra a su disposición
gratuitamente, que al concluir la semana debía restituirla por correo
certificado y que "el Señor que había asumido sobre sí todos
nuestros pecados y sufrimientos, la liberaría también a ella de su
dolor".
"Tonterías", prorrumpió la señora Dubois, que durante
toda la lectura había escuchado atentamente, si bien de vez en cuando
se insinuaba en su rostro una sutil expresión de desdén o enojo. Añadió
"bellacos gordos", pero tomó la hebrea y la anudó rápidamente
a su cuello, y mientras susurraba la plegaria con los ojos cerrados,
la colocó entre sus senos.
Cuando terminó de recitar la plegaria, la señora Dubois abrió los
ojos y dijo: "Si no quisiera llegar al final con piernas bellas,
no le daría esta satisfacción", mientras señalaba con el dedo
hacia arriba.
Yaacov
Shabtai
Yaacob
Shabtai nació en Tel-Aviv en 1934. Después de su servicio militar y
hasta los 30 años vivió en el kibutz Merhavia, para regresar a su
ciudad natal, en la que residió hasta su muerte prematura en 1981.
Fue periodista, traductor, dramaturgo y cancionista, y revolucionó la
narrativa hebrea contemporánea con dos novelas -Memorandum, publicada
en 1977, y Pasado perfecto, editada póstumamente en 1984- que
transcurren en Tel-Aviv. A diferencia de ellas, el presente cuento se
desarrolla en París y permaneció inédito hasta su inclusión en las
Obras completas editadas en 1985.
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