De
cómo el narrador de nuestra fascinante historia salió de su hotel
en Bruselas, de las cosas que vio por la calle y de lo que le pasó
en la estación de ferrocarril.
La
reunión de Bruselas del Tribunal Russell II había terminado a
mediodía, y el narrador de nuestra fascinante historia tenía que
regresar a su casa de París, donde lo esperaba un trabajo bárbaro,
razón por la cual no tenía demasiadas ganas de volver; esto
explicaba su tendencia a demorarse en los cafés, mirar a las chicas
que paseaban por las plazas y revolotear por todas partes como una
mosca en vez de encaminarse a la estación.
Ya tendría tiempo en el tren para reflexionar
sobre lo sucedido en esa dura semana de trabajo; por el momento sólo
le había interesado cerrar los ojos del pensamiento y dedicarse a
no hacer nada, cosa que según él merecía de sobra. Le encantaba
la vagancia por una gran ciudad, deteniéndose en las vitrinas, tomándose
un café o una cerveza cada tanto en lugares donde la gente hablaba
de otras cosas y vivía de otra manera, y sobre todo mirando a las
chicas belgas, que como todas las demás chicas de este mundo eran
esencialmente mirables y admirables. Fue así como nuestro narrador
pasó largas horas derivando, caboteando, orzando y anclando en
diferentes lugares de Bruselas, hasta que bruscamente entre dos
tragos de una ginebra y la pitada al cigarrillo que se situaba
exactamente entre los susodichos tragos, se dio cuenta de algo
curioso: la presencia inconfundible de una multitud de
latinoamericanos en los lugares más diversos de la ciudad.
Recapitulando (se le iba a ir el tren, pero por
otra parte estaba ya a una cuadra de la estación y con un buen sprint
llegaría a tiempo) se acordó de los dos dominicanos hablando
animadamente en la plaza mayor, del boliviano que le explicaba a
otro cómo comprarse una camisa en un supermercado del centro, de
los argentinos que dudaban de la calidad del café antes de animarse
con gran palmada en los hombros y entrar en un local de donde acaso
saldrían agonizando. Pensó en las chicas (¿colombianas,
venezolanas?), cuyo acento lo había decidido a arrimarse lo más
posible, sin hablar de las minifaldas que constituían otro poderoso
motivo de interés. En resumen, Bruselas parecía sensiblemente
colonizada por el continente latinoamericano, detalle que al
narrador le pareció extraño y bello al mismo tiempo. Pensó que
una semana de trabajo en el Tribunal, donde el español había sido
la lengua dominante, lo sensibilizaba demasiado a los fenómenos
meramente turísticos; pero a la vez tuvo la impresión de que no
era así y que hasta el aire olía a pampas, a sabanas y a selvas,
cosa más bien infrecuente en una ciudad tan llena de belgas y
cervecerías.
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