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Fantomas contra los vampiros multinacionales
Julio Cortázar

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Hubo un largo silencio, y después el rumor caracteristico de alguien que bebe un vaso de jugo de naranja. El narrador encendió un cigarrillo; percibió al mismo tiempo el ruido de otro fósforo que se encendía a miles de kilómetros, y el suspiro satisfecho de Susan, a quien debían haberle prohibido terminantemente que fumara.

   —Pero entonces —dijo el narrador—, colorín colorado, este cuento se ha acabado.

   —Siempre me quedo corta cuando te trato de estúpido —dijo la voz de Susan—. El señor está encantado con el happy end, se tomará un buen whisky (maldito sea, aquí no hay más que jugos infectos) y se irá a la cama con una pelirroja o solo, que me da lo mismo para que sepas. La conciencia tranquila, el piyama bien planchado, los dientecitos brillantes porque él usa dentífrico Protirene que le hace tanto bien al nene.

   —Susan, te quiero y te admiro demasiado para mandarte al quinto carajo. Me duelen tus dos piernas, Susan, me duele estar tan lejos de vos esta noche.

   —Eres un amor —dijo Susan, y el narrador estimó que lo decía de veras y tuvo como ganas de pasearse por el cielo raso, de lanzar fuegos artificiales por la ventana—. No te das cuentas, dromedario argentino, que todo eso es una cortina de humo. La verdad es otra, Fantomas ha perdido el tiempo.

   —Pero, Steiner...

   —Pongo mi tercera pierna en el fuego que ni Steiner ni sus cómplices murieron en el incendio. Fantomas cayó en la peor trampa, la de creer que su misión había terminado. Es ahora que empieza lo importante, Julio, es ahora que tenemos que actuar.

   —Mi querida, vuelvo de Bruselas tan cansado, tal vez sepas que...

   —Lo sé, esta pieza está llena de diarios y yo sé leer si las letras son lo bastante grandes. El Tribunal Russell en Bruselas, verdad. La segunda reunión sobre los problemas latinoamericanos. Una sentencia muy dura y muy clara contra Ford, contra Kissinger, contra las sociedades vampiras, la ITT y el resto. La tengo aquí, mira, los amigos me traen los télex fresquitos. El Tribunal. . . Oye, lo que no sé es quiénes estaban en el Tribunal.

   —Nos estamos saliendo del tema —dijo el narrador que seguía fijo en Fantomas, pero se detuvo al escuchar algo así como un rechinar de dientes, tal vez un mero ruido del teléfono, aunque nunca se sabía con Susan.

   —¿Saliendo del tema? —dijo la enfermita como si cortara papel con una navaja—. Si alguna vez estuvimos en el tema es ahora, gaucho insípido. ¿Cómo puede ser que no te des cuenta? Es cierto que hay millones que tampoco, pero la gente paga por tus libros y esó crea obligaciones mentales, me parece.

   —Somos más de una docena —acotó el narrador—, juristas, científicos, teólogos, sociólogos, dirigentes sindicales y escritores de diversos países. Somos eso que un ministro chileno calificó hace poco de banda de marxistas. Supongo que viniendo de la Junta lo creerás.

   —Esos generales son tan simpáticos —dijo Susan— con sus uniformes planchaditos y siempre como un equipo de fútbol, en dos filas y muy serios. En fin, ustedes harían mejor en dar a conocer a todo el mundo la composición del tribunal, porque pasa que aquí, sin hablarte de casi toda la América latina, no están muy enterados.

   —Hacemos lo posible, Susan, concedemos entrevistas, instamos a los periodistas a que difundan los trabajos y las conclusiones, vamos a la TV, hay veces en que tengo la impresión de ser uno de esos grandes putos del cine que se mueren por la publicidad; sé que hay que hacerlo, pero no marcha bien, el boxeo o las estrellas llenan las mejores páginas, somos muy pobres. Susan, nos falta...

   —Dont cry, baby, dont cry —dijo Susan—, mamá te dará una banana de postre si eres bueno.

   —Y por eso nuestra sentencia...

   —No servirá para nada, monono, si ustedes y nosotros no encontramos el camino, y cuando digo nosotros no hablo de los esbeltos intelectuales tan admirados por las élites, sino de nosotros y de millones de mujeres y de hombres del planeta.

   —Cosas así se han dicho todos los días en el Tribunal— murmuró el narrador, más bien abatido.

   —Por eso es que necesitamos explicarle la verdad a Fantomas—dijo sorpresivamente Susan—, y mañana le voy a dar uno de esos tirones de orejas que le dejarán la máscara ladeada por una semana. Mira, basta por ahora, la enfermera ha pasado del púrpura vivo al verde morgue. Llama a Moravia, que no conoce la sentencia, y léesela, mañana te llamaré yo para que no te arruines del todo. Chuip chuip.

   Eso en Susan significaba dos besos cariñosos, pero en cambio la carraspera de Moravia no tenía nada de estimulante.

   —Manaccia la miseria—dijo a modo de saludo—. Mi biblioteca está completamente vacía, y hace un rato me llamó Italo Calvino desde París para decirme la misma cosa. Los de Mondadori...

   —Ya sabemos, Alberto, yo ni siquiera me he molestado en ir a ver mis libros o lo que quede de ellos. Te llamo solamente para decirte un par de cosas antes de volverme loco, ocurre que Susan pretende que te explique lo que pasó en Bruselas, se le ha metido una idea en la cabeza y...

   —No veo la relación.

   —Yo tampoco, pero el matriarcado se hace sentir y yo obedezco.

   —La sentencia del Tribunal está en todos los diarios, la leí después de hablar con Susan. Está muy bien, dicho sea de paso, por fin se nombran algunas cosas por sus verdaderos nombres. ¡¡Porca madonna, mis libros!!

   —También han desaparecido los malos —le dije para consolarlo.

   —Vete a la mierda —dijo Moravia, colgando con la rapidez de un águila.

   La noche fue larga y llena de agujeros, uno enorme que iba de una punta a otra de la pared del salón, y otros más pequeños en diversos muros del departamento. El narrador necesitó todo su sentido del humor para apreciar el efecto que hacían algunos muñecos, pósters, estatuillas, calidoscopios e ídolos africanos, bruscamente en relieve allí donde no había quedado ni un solo libro. Hasta encontró algunas cajas de fósforos, un contraceptivo y unos anteojos de sol que daba por perdidos, sin hablar de una espesa capa de pelusas y dos vistosas arañitas que completamente perturbadas se paseaban de un lado a otro con el aire que hubiera tenido su tía (la del narrador) si al visitar por la mañana el gallinero lo hubiera encontrado vacío. Al final, y como a pesar de algunos rumores optimistas no disponía de un harén como Fantomas, se fue a dormir con la sola aunque íntima compañía de un embutal y se despertó por obra del teléfono y de la voz de Octavio Paz.

   —Susan tiene razón —dijo Octavio— tampoco yo me había dado cuenta.

   —¿Te llamó antes que a mí? —dijo el narrador, con los celos que correspondían.

   —Sí, y te repito que tiene razón. Ya comprenderás, va a hablar contigo dentro de unos minutos, de modo que es mejor andar rápido.

   —Yo...

   —Somos unos perfectos intelectuales, Julio. Verifica mi diálogo con Fantomas y verás que le pido que haga algo por el amor que profesa al arte.

Si pudiera cambiar ese texto, donde dice arte yo hubiera debido decir hombre. El resto que te lo explique Susan.

   No colgó con la violencia de Moravia, porque cuando se es mexicano se es mexicano, pero de todas maneras colgó y el narrador anduvo media hora dando vueltas por el departamento como las dos arañas, preparándose un café que como siempre le salió tibio y fofo, y fumando con ese aire que se aprende en las películas de suspenso. La llamada de Susan lo pescó desnudo y enjabonado, y a diferencia de lo que pasa en esa clase de películas, no había teléfono en el baño, de manera que...

   —Acaba de irse —dijo Susan—. Sécate de una vez, se te nota demasiado.

Me dijo que se entrevistará con ustedes, pero dudo que lo haga, tiene cosas más importantes. Fantomas no estaba contento, hay que decirlo, pero creo que lo convencí, en todo caso se puso como en sus mejores momentos, los pectorales se le veían de lejos y tamblaba como un jet antes de soltar los frenos y largarse por la pista.

   —Si aparte de esa descripción sexy me dijeras lo que pasa, Susan.

   —Pasa que Fantomas sabe ahora que le tomaron el pelo, y en su caso no es una comprobación agradable.

   —De acuerdo, le hicieron creer que el culpable era ese psicótico de París, etcétera.

   —Hm. Ahora él y muchos más sabemos que la destrucción de las bibliotecas no es más que un prólogo. Lástima que yo no sea buena dibujante, porque me pondría en seguida a preparar la segunda parte de la historia, la verdadera. En palabras será menos interesante para los lectores.

   —Decila de todas maneras, ya es tiempo.

   —¿No la sientes en el aire? —murmuró Susan, y su voz venía cansada y dolorida, como si de pronto sus piernas rotas la llamaran a una realidad de yeso , de inyecciones , de interminables cuidados—. Julio, Julio, ¿quién es verdaderamente Steiner? ¿Cómo se llaman los que el Tribunal Russell acaba de condenar en Bruselas?

   —Se llaman de mil, de diez mil, de cien mil maneras —dijo el narrador con la misma voz cansada, aunque sus piernas estuvieran intactas—, pero se llaman sobre todo ITT, sobre todo Nixon y Ford, sobre todo Henry Kissinger o CIA y DIA, se llaman sobre todo Pinochet o Banzer o López Rega, sobre todo General o Coronel o Tecnócrata o Fleury o Stroessner, se llaman de una manera tan especial que cada nombre significa miles de nombres, como la palabra hormiga significa siempre una multitud de hormigas aunque el diccionario la defina en singular.

   Del otro lado se oyeron unos ruidos secos y rítmicos, que podían significar aplausos aunque vaya a saber.

   —Ahora —dijo Susan después de chupar en algo que desde luego no era un mate amargo—, comprenderás por qué te hablé de la sentencia del Tribunal.

a aventura de Fantomas es una vez más el Gran Engaño que los expertos del sistema nos han puesto por delante como una cortina de humo, igualito que en su tiempo la Alianza para el Progreso, o la OEA, o la reforma en vez de la revolución, o los bancos de fomento y desarrollo, no sé si hay uno o dieciocho, y las fundaciones dadoras de becas, y...

   —Despacio —dijo el narrador— menos enumeraciones y más claridad, nena.

   —El Gran Engaño —repitió Susan— la prueba es que hasta Fantomas el infalible se fue de boca con Steiner y su pandilla y creyó que la cosa estaba liquidada cuando no hacía más que empezar. ¿Qué son los libros al lado de quienes los leen, Julio? ¿De qué nos sirven las bibliotecas enteritas si sólo les están dadas a unos pocos? También esto es una trampa para intelectuales. La pérdida de un solo libro nos agita más que el hambre en Etiopía, es lógico y comprensible y monstruoso al mismo tiempo. Y hasta Fantomas, que sólo es intelectual en sus ratos perdidos, cae en la trampa como acabamos de verlo.

   —Le estás hablando a un convencido —dijo el narrador— y además te va a salir carísimo, nena.

   —Shit, tienes razón —dijo Susan—, en fin, Fantomas te explicará lo demás. Llámame por la noche, aquí todo es tan blanco y huele a limpieza, me clavan agujas, no hay más libros y lo único bueno que se ve en la TV es la adaptación de una novela mía que me sé de memoria.

   —Mi pobre... empezó el narrador, pero no terminó nunca la frase porque los vidrios de la ventana volaron en astillas (y eso que según la ciencia el vidrio es un líquido) y de acuerdo a sus costumbres Fantomas se plantó con la máscara blanca y un traje azul eléctrico en mitad del salón. El narrador colgó, puesto que el ruido debía haber informado de sobra a Susan, y puso una cara más o menos.

   —La puta que los parió —dijo Fantomas—, no voy a dejar a uno solo vivo, esto no me lo hacen a mí, conchemadres.

   —¿La factura te la mando a tu casa? —quiso saber el narrador.

   —Piscis te la pagará, es la tesorera. Rápido, al trabajo, necesito información, Norman Mailer acaba de darme datos interesantes, y mira lo que me manda Osvaldo Soriano desde Buenos Aires:

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