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Fantomas contra los vampiros multinacionales
Julio Cortázar

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En ese teléfono pasaban cosas raras, además de las palabras venían imágenes más bien borrosas pero reconocidas y de cuando en cuando una voz de locutor repetía frases que el narrador conocía muy bien porque muy pocos días antes había participado en su redacción:

   –El Tribunal Russell condena a las personas y autoridades que se han apoderado del poder por la fuerza y que lo ejercen despreciando los derechos de sus pueblos.

Condena por estos cargos a las personas que ejercen actualmente el poder en el Brasil, Chile, Bolivia, Uruguay, Guatemala, Haití, Paraguay y la República Dominicana.

   –¿Y la Argentina? –dijo una voz que parecía salir derechito de un café de la calle Corrientes, a la altura del Once.

   Con la sorpresa previsible, el narrador escuchó la inmediata respuesta del locutor:
   –En lo que concierne a la República Argentina, el Tribunal expresa su profunda inquietud por las detenciones, persecuciones, torturas y asesinatos de militantes, obreros y profesionales, como también de refugiados políticos sudamericanos, y decide abrir inmediatamente una encuesta para establecer la responsabilidad del gobierno argentino a este propósito.
   –¿Y si nos corriéramos una nadita hacia el oeste? –preguntó una voz que pronunciaba netamente cada sílaba, cosa rara en el continente sudamericano.
   –Andele –propuso otra voz que venía desde mucho más al norte–, ya se acabó el round de estudio y a ver si entran a fajarse, cuates.

   El locutor parecía estar esperando, y los demás también, porque hubo un gran silencio y entonces:

   –El Tribunal declara que en el caso de la junta militar presidida por el general Pinochet en Chile, ésta se encuentra en una situación de completa violación del derecho internacional y no merece ser considerada miembro integrante de la comunidad integrada de las naciones;

   Condena a los gobiernos de los Estados que alientan tales procederes;

   Condena por este hecho a los Presidentes Nixon y Ford, a los gobernantes de los Estados Unidos de América y especialmente al señor Henry Kissinger, cuya responsabilidad en el golpe fascista de Chile es evidente para el Tribunal, juzgando sobre los documentos publicados en los Estados Unidos.


El narrador entendió que también le correspondía decir algo, y alzaba elocuentemente la voz para imponerse a la infernal turbamulta telefónica cuando se vio rodeado de vidrios rotos y en medio de ese granizo la máscara blanca de Fantomas cómodamente sentado en el suelo al término de un aterrizaje digno de la Nasa. Pegado al teléfono, lo cual era un hándicap considerable, el narrador articuló la primera parte de una puteada que comprendía diversas cláusulas y pasajes, pero había algo en los ojos de Fantomas que lo llamó al silencio.

   Me pregunto si no tenían razón, intelectuales de mierda –dijo Fantomas–, días y días de acción internacional y no parece que las cosas cambien demasiado.

   –Dile que estuvo muy bien –aconsejó Susan, a quien no podía habérsele escapado el estallido de la ventana–, dile que es un buen comienzo y que ojalá otros comprendan.

   –Estuviste fenómeno, negro dijo la voz argentina–, claro que hay otros que comprenden, leé los diarios y vas a ver.

   –Los diarios no dicen nada de nosotros–dijo una voz que parecía venir de una mina de estaño–, pero todo se sabe alguna vez, compañeros.

   –Lo bueno de las utopías –dijo claramente una voz afrocubana que resonaba como un cascabel–, es que son realizables. Hay que entrar a fajarse, compañero, del otro lado está el amanecer, y yo te planteo que...

   Fantomas había bajado la cabeza, pero la máscara blanca no impidió que el narrador viera una lenta, hermosa sonrisa que era como un inventario de dientes blanquísimos. Del hueco sonoro venían voces, acentos, gritos, llamadas, afirmaciones, noticias; se sentía como si muchedumbres lejanísimas se juntaran en el oído del narrador para fundirse en una sola, incontenible multitud. Frases sueltas saltaban con acentos brasileños, guatemaltecos, paraguayos, y los chilenos pulidos y los argentinos a grito pelado, un arco iris de voces, una inatajable catarata de pechos y de voluntades. Cuando del otro lado alguien colgó el tubo, al narrador le pareció que todo quedaba desierto, entre astillas de vidrio y un frío del carajo miró a Fantomas, que lentamente se ponía de pie y se ajustaba el cinturón.

   –Hice lo que pude –dijo Fantomas, tendiéndole la mano–. Sí, te prometo que saldré por la ventana rota.

   Lo hizo, y el narrador se levantó a su vez, mareado y rendido y confuso. Por el agujero de la ventana miró hacia la calle desierta; sentado en el cordón de la vereda un niño rubio jugaba con unas piedritas. Jugaba muy seriamente, como hay que jugar, juntaba las piedritas, las tiraba entre sus pies tratando de que se entrechocaran, volvía a juntarlas, las tiraba de nuevo.
   El narrador vio que Fantomas, de pie en el tejado de la casa de enfrente, miraba también al niño. Con un perfecto vuelo de paloma bajó a su lado, buscó en sus bolsillos y sacó un caramelo. El niño lo miró, aceptó el caramelo como la cosa más natural, e hizo un gesto de amistad. Fantomas se elevó en línea recta y se perdió entre las chimeneas.

   El niño siguió jugando, y el narrador vio que el sol de la mañana caía sobre su pelo rubio.

FIN

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