Desde la pluralidad de un
mundo
colmado de horizontes,
inicia sus ascensión
la luna.
Desprotegida y fría,
unívoca,
blanco del rencor humano,
soslayado,
que impreca ese silencio
mordaz de la existencia:
muda en la flor, muda en
el torrente
y en el aullido de los lobos
y en la bacteria
que deteriora un organismo,
muda,
y hasta en la misma poesía
que la dice, muda.
Porque incluso las metáforas
resbalan
en el tiempo que sólo
se regurgita a sí mismo
en cada espasmo suyo, única
deidad acaso concebible,
ubicua y periférica.
Su intangible materia nos
traspasa
y también contrae
aquél reclamo tímido
de una criatura que agoniza
a un megaparsec de distancia,
en el planeta
de aluminio opaco, y estos
versos
que anego en el vino como
un trozo de pan
en el hospicio, un loco.
Todos merodeantes
de alguna respuesta, provisoria,
que nos ilusione.
Monte Hermoso, julio, 1998