III    LOS RELATOS FABULADOS

ENCOMIO DEL CIUDADANO AMADO









Al mencionar a Bombo hablamos de un conejo gris con manchas blancas que él porfiaba pecas. Si algo ciertamente lo caracterizaba, amén de ese capricho de su pelaje, debemos pensar en su bondad. Hasta el extremo que lo consideraban un auténtico mamífero samaritano que se desvivía por los demás. Para escuchar las congojas de todos, sus orejas siempre se encontraban tiesas; no hablaba, salvo para aconsejar con corrección y tino. Nadie, en cambio, le correspondía atendiendo sus cuitas, no porque no las tuviera, sino porque, en atención a sus compañeros, y sabiendo lo comprometedor que resulta oír a quien habitualmente ejerce tal oficio, nunca las relataba.

Si sus orejas se movían en todas direcciones, ni digamos entonces de la característica gemela, tan notoria de su anatomía: sus patas posteriores. Incansables transportaban su cuerpo menudo de un lado para otro, cumpliendo con los recados de los lobos, los caprichos de los monos, las exigencias de las cotorras, la ansiedad de las tortugas, las veleidades de los gansos ...

Mientras iba y venía, los ojos de Bombo no veían las trapisondas que se hacían entre sí los ciudadanos ni sus orejas percibían las críticas sarcásticas que provocaban sus favores, necesariamente hechos a unos antes que a otros. Sin embargo, no dejaba de llamarle la atención lo bien que se juzgaban entre sí cuando hablaban frente a frente y la cantidad de virtudes que cada uno exponía ante sus congéneres. "¡Cosas de animales!", se repetía Bombo mientras cuidaba que la miel pedida por los osos no se desparramara en el camino (y a causa de la cual sus "pecas" fueran el blanco de varios aguijones).

Hasta que un buen día el zorrino se salió de quicio. Contrariando las normas que la comunidad lograra laboriosamente, en un momento de atavismo devoró una paloma, la cual, arrobada, estaba leyendo una misiva de amor que su palomo le enviara utilizando como cartero a Bombo. Alterado por el susto el conejo, por única vez, utilizó sus patas en provecho propio cuando el zorrino, todavía con plumas en la boca, intentó arrojarse sobre él.

El juicio aconteció al día siguiente. El zorrino, cabizbajo, soportó una reprimenda acerca de la inconveniencia de perder los estribos de la racionalidad en manos del instinto, pero fue perdonado porque actuó inconscientemente.

El pobre Bombo, en cambio, fue escarnecido en público por dos razones:

Primera: por no haber cumplido hasta las últimas consecuencias con su deber de bestia bondadosa colocándose en lugar de la paloma (cuyo viudo lloraba sin consuelo, dirigiendo de soslayo, inútilmente, esperanzadas miradas a la panza del zorrino);

Segunda: acontecido el hecho, sin remedio, de la ingestión del ave, por haber obedecido el conejo también a un atavismo y, en lugar de consolar al zorrino por su actitud reprobable, escaparse sin más, acrecentando los instintos del zorrino que lo persiguió hasta el poblado y asustó a todo el mundo.

Doble moraleja: aquella explícita, la primera. La otra a elección de los niños que desempeñen en sus juegos el papel de Bombo o el de cualquier otro animal de la comunidad del conejo.
 

Piedra Blanca, febrero, 1998.



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