—¿Dios? ¡Un perfecto arco reflejo! Nuestro mejor invento y capaz de inventarnos a nosotros mismos —sostuvo, escasamente convencido, un joven entre los amigos que ocupaban la mesa.
Afuera, la gente regresaba a sus hogares presurosa, interrogándose hasta el cansancio acerca del fenómeno que, comenzado hacía apenas unos años se acentuaba a ojos vistas en el sucederse de las noches.
El cielo se iba quedando paulatinamente sin estrellas. Primero desaparecieron las galaxias y los cúmulos estelares lejanos, detectables únicamente por material astronómico de precisión. Los científicos creyeron que se trataba de alguna interferencia exótica que pronto pasaría. El fenómeno apenas si trascendió a los medios de comunicación.
Al poco tiempo de esto, hasta los simples telescopios de los aficionados revelaron también que los cuerpos que ellos apreciaban desaparecían como tragados por el cielo.
Sin embargo el temor cundió cuando, en la noches sin luna, aún en pleno campo o en las alturas de los Andes o el Himalaya, el cielo lucía apenas tachonado, tal como se lo ve en Buenos Aires o en cualquier ciudad fuertemente iluminada.
Hasta que apareció una noche desprovisto de la Vía Láctea. Luego le tocó el turno a la mayor parte de las constelaciones conocidas y a las estrellas de primera magnitud.
La absorción (o abducción estelar, como repetían los ovniólogos) pareció terminar cuando en el firmamento lucieron, únicos, los cinco planetas que siempre se observaran sin necesidad de catalejo alguno (cosa curiosa, ni Marte ni Júpiter perdieron sus satélites), la Luna, y, por supuesto, el Sol.
A pesar de los temores, no infundados, ningún trastorno físico en la Tierra o en el mochado Sistema Solar se hizo notar a consecuencia de tales episodios. En cambio, los hombres extremaron sus posturas básicas: desaparecieron los indiferentes. Quienes no se volvieron acérrimos ateos —como el personaje que peroraba en el bar—, se comprometieron con una fe realmente inquebrantable.
No tardó en aparecer el filo comercial del asunto. Por ejemplo, proliferaron los retiros espirituales en los centros urbanos y en zonas deshabitadas del planeta, con anuncios del estilo siguiente: "Centro de meditaciones ‘El Pastor’. Entre y relájese. Media hora con la Trascendencia (precios módicos)". O, aquel otro: "Recupere el encanto metafísico, colabore con nosotros para misionar". O esos cursos de "Cosmología anterior" impartidos para la nueva generación que, al borde de la indiferencia, se divertía lo mismo que sus predecesores, a pesar del vacío estelar.
Cuando ya todo parecía perdido sin remedio y los hombres comenzaban a resignarse y a convivir con un cielo paupérrimo, la esperanza rebrotó como un manante cristalino por la boca de un predicador que, a diestra y siniestra, repetía la
"parábola del pescador que ensordeciera"
"En cierta oportunidad Ramiro, el pescador, salió al mar por su sustento. Al cabo de la jornada, viendo vacía la red vacía, exclamó:
—¿El Señor no me concede el alimento porque fallé en mis oraciones?
Ramiro, entonces, rezó con devoción y, al retirar nuevamente la red, la halló colmada de pescado y así calmó el apetito de esos días.
Muchos años más tarde de ese único episodio que distrajera la sencillez de su vida, cuando regresaba del mar en una tarde de hermosa primavera, descubrió, contrito, un signo repetido: las olas, que se desintegraban sobre los peñascos, al igual que las palas de sus remos cuando hendían las aguas no producían ningún tipo de sonido. Ya en tierra firme constató que los pájaros cantaban silenciosos en los árboles, con el mismo silencio con que lo sacudía la brisa.
Se dirigió entonces
a su hogar sencillo y retirado para encontrar en la oración consuelo
y vigor: en un apocalipsis en ciernes el mundo había enmudecido".
Piedra Blanca, febrero, 1998