EL OTRO PAIS

EDUARDO FABREGAT

Ocurre cada vez que algún funcionario menemista, del Gran Jefe para abajo, aparece frente a un micrófono o una cámara para detallar las bondades de vivir en esta Argentina modernizada de fin de siglo: para el resto de los mortales, la apreciación es bien diferente, y se sabe que hay otra Argentina que el discurso oficial nunca acepta. Ese otro país es el que queda de manifiesto en los shows de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Un país del que nadie quiere hacerse cargo, pero el mismo al que los políticos suelen recurrir a la hora de buscar votos. La Argentina real.
Parece bastante claro que los disturbios que ahora se produjeron en Mar del Plata exceden largamente los márgenes de un recital de rock y sus asociaciones con las drogas y el libertinaje. Los Redondos aglutinan a todas las tribus rockeras, pero esa gente no vive en función de un pentagrama: hacia la misa ricotera se dirigen los jóvenes que el menemismo dejó en la zanja, sin trabajo, con un sistema educativo rengo, ciego y golpeado y un futuro negro, desesperados por saberse afuera de todo y al borde del estallido. Jóvenes que, además, descreen de toda forma de militancia política, que en el pasado servía para vehiculizar el reclamo social.
Las crónicas de la mayoría de los medios suelen pasar al costado de ese estado de las cosas, concentrándose en la comprobación de que el rock es un antro de perdición y violencia, y que las bandas ricoteras son su expresión más acabada. Pero en esto, por más balas de goma y garrotazos que reciba el perro, no se acaba la rabia. Si los Redondos decidieran hoy mismo dejar de tocar, que apareciera un nuevo foco de estallido sería sólo cuestión de tiempo. En los ‘70, la disconformidad produjo militantes convencidos, tanto como para tomar las armas si era necesario. A fines de los ‘80, el instinto de subsistencia se tradujo en saqueos a supermercados. Hoy, los “desangelados” a los que el Indio se refirió más de una vez persiguen el placer de ver a su grupo favorito, pero eso no borra sus sufrimientos cotidianos, sino que es más bien el contrapeso. Quedarse fuera de la fiesta musical (incluso el solo hecho de participar de la previa, como lo demuestran los disturbios en el tren ricotero) es suficiente motivo para producir la chispa, y eso es a su vez suficiente para que la policía –en este caso la Bonaerense, nada menos– cumpla con su histórico rol de represión, con el aporte de la seguridad contratada por el grupo. La ecuación es lógica, siniestra e inevitable.
En este nuevo aquelarre quedan, por otro lado, interrogantes conocidos. En 1995 en la 9 de Julio y en 1996 en Parque Chacabuco, los festivales que recordaron la muerte de Walter Bulacio fueron oscurecidos por hechos de violencia similares, y al día siguiente las cámaras registraban montañas de tetra briks y comerciantes lógicamente enfurecidos por los destrozos. Pero nadie se planteaba por qué esos mismos comerciantes no habían presionado a sus colegas gastronómicos para evitar la venta de alcohol. También, y más allá del estofado social, cabe preguntarse por qué los mismos Redondos hicieron sus shows y no acusaron recibo de lo sucedido: una sola frase del Indio llamando a la cordura podría haber atenuado la beligerancia de la gente. El ejemplo más claro sucedió en Olavarría, cuando la prohibición del intendente Helios Esseverri hizo temer lo peor, y sin embargo bastó con que Solari hiciera uso del micrófono para que las bandas se desconcentraran en paz.
En este entramado no hay solución fácil. Responder a la situación exigiendo una “mano dura” es equiparable con el pedido de “orden” en los últimos meses de Isabel Perón, y no hace falta puntualizar aquí cómo terminó ese reclamo. Los que quedaron fuera del obsceno festival riojano están en carne viva, y toda vez que se produzca un hecho que los agrupe -sean los Redondos, un partido de fútbol o lo que pinte– estarán en condiciones de exhibir su descontento. El vandalismo, la violencia, la intoxicación sin límite, son irracionales. Pero la masa no se encuentra enun callejón sin salida por elección. Y convertirlos en carne de cañón dos veces suena a demasiado.

Escena: martes a la tarde, el Indio Solari llega de Mar del Plata a Aeroparque y es sorprendido por un par de cronistas televisivos. Entre molesto y asustado por las cámaras y esa táctica stopper que han desarrollado los periodistas que hacen notas a la salida de algo, se inicia el diálogo mientras él camina hacia la calle.
Solari: Esto viene con un planteo social que es mucho más grave. Nosotros estamos tristes, te imaginás que nadie puede estar contento que pasen estas cosas...
–¿Cómo lo tomaron cuando se enteraron de todo esto?
S: Sinceramente... Discúlpenme, no tengo nada que decir.
–¿Qué pensás de la decisión de no dejarlos tocar en Mar del Plata?
S: Tendrán que defender intereses, supongo, de los comerciantes... Es una cosa que hay que resolverla de otra manera, esto es un problema social mucho más serio y más grave.
–¿Vos creés que pasa por ahí?
S: ¿Vos qué pensás? ¿O vos pensás que los chicos nacen malos? Discúlpenme, no quiero hablar...
–Lo que pasa es que los incidentes fueron graves y queríamos saber la opinión de ustedes...
S: Bueno, ya te di mi opinión. Eso es lo que creo yo.
–¿Pero a ustedes les preocupa?
S: Pero qué te parece... ¿Vos pensás que a mí me pone feliz que pase todo esto?
–Bueno, pero la solución ¿por dónde pasa?
S: No... Un grupo de rock no puede hacer un planteo social. Sobre 15.000 chicos había 700 que son marginales... Pero marginales no en el término despectivo, están marginados de la sociedad. Son unos chicos que se roban un ventiluz.

Maxi Diego

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