El ruido más fuerte

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Parto 5: EL RUIDO MÁS FUERTE

 

           Shhhht… Callaos un momento… Si os es posible, tratad de acallar los sonidos de la habitación en que estáis ahora mismo. Apagad la música del walkman, cerrad la ventana para amortiguar el estruendo del tráfico, parad por un momento vuestras conversaciones en voz alta. Interiorizad el resto de ruidos sobre los que no tenéis control (el zumbido del aire acondicionado o la nevera, vuestra propia respiración) hasta que no seáis conscientes de ellos. Imaginaos ese silencio susurrante propio de un museo vacío o del interior de una pirámide… En mi racha de “Seré Breves” progresivamente extraños, ha llegado el momento de dedicarle unas líneas al silencio.

           

             A priori, el silencio (entendido por ahora como simple ausencia de sonidos) no tiene muy buena prensa. Parece que los humanos venimos con una especie de horror vacui sonoro incorporado de serie en nuestra psique… Una tendencia frecuentemente irracional a abarrotar nuestra vida activa de sonidos: música, ruiditos, palabras. Estudiar con música de fondo, dormir con la tele o la radio encendidas, llenar como sea cualquier silencio de las conversaciones. ¿Recordáis el diálogo más famoso de Pulp Fiction? (Bueno, el segundo más famoso después del de los McDonalds de París). El personaje de Uma Thurman coquetea con Travolta en un bar, y dice algo como: “¿No los odias? Esos incómodos silencios… Así sabes que has encontrado a alguien especial: si puedes permanecer callado un puto minuto sin sentirte tenso”. Bien, es cierto. Es difícil encontrar buenos conversadores, pero también lo es hallar gente que sepa callar con estilo, de modo que no te haga sentir obligado a decir cualquier cosa “para entretener” o simplemente para ocupar el silencio. Hay silencios cómodos (hasta diría que aterciopelados si no temiera pecar de cursi), silencios en que los contertulios simplemente dedican unos momentos a pensar por su cuenta en algo, o a mirarse, o a descansar la mente y la garganta. Y por si no os basta al respecto la autoridad de Tarantino, otros han manifestado opiniones parecidas: Erasmo de Rotterdam ya lo dijo hace siglos: “La verdadera amistad llega cuando el silencio entre dos parece ameno”. O Georges Clemenceau, que reconocía la dificultad de callar en el momento apropiado: “Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra”. O aún otro testimonio, de William Hazlitt: “El silencio es el gran arte de la conversación”. Y del discurso, podría añadir: cualquier buen orador debe aprender a manejar con maestría las pausas y silencios... 

El silencio puede ser un arma poderosa. A veces callar puede ser más beneficioso o dañino (para el que calla o para otros) que hablar. Al fin y al cabo, los secretos se mantienen permaneciendo en silencio. O pensemos en el poder de la omertà, el silencio impuesto por la Mafia… O el silencio de un cura que recibe un horrible secreto de confesión y se ve obligado a sellar los labios… O el secreto profesional que deben guardar médicos, abogados, detectives… O por poner un ejemplo cercano: hace ya tiempo le pregunté a una mujer con la que salí algunas veces (y de la que estaba enamorado) tras horas de discusión y circunloquios: “pero, a ver, ¿realmente me quieres o no?”. Me contestó con el silencio... Y fue tan elocuente como si hubiera usado mil palabras. Mientras resonaba en mi cabeza el eco de ese silencio, me acordé de una frase que más tarde busqué y encontré atribuida a Miles Davis: “El silencio es el ruido más fuerte”. 

Por mucho que existan silencios cómodos, lo habitual en el ser humano es huir del silencio. Muchas veces el silencio implica soledad: por eso muchos solitarios a la fuerza tienen siempre encendidos el televisor o la radio… Mantienen así un cierto contacto humano, o al menos una ilusión del mismo. El silencio indica ausencia. Cuando un colegio se vacía (o un parque de atracciones cierra, o vemos un mercado por la noche) somos testigos de cómo el silencio, brotando de todas partes y de ninguna, se convierte en el rey y amo del lugar. Nos es extraño (según cómo, hasta terrorífico) ver ambientes normalmente bulliciosos convertidos en un erial vacío y callado. Y el silencio también implica muerte. Como comenta Marías en Tu rostro mañana, hablar, comunicarse, es lo que nos hace a todos más humanos, más vivos. Sólo los muertos callan siempre. Y qué duro es, tras la muerte de alguien amado, ver los lugares que antes asociabas a sus sonidos reducidos a un silencio total.   

Visto así, es normal ese miedo humano al silencio, ¿n’est ce pas

                      Sin embargo,  aparentemente hay un fallo en esta teoría del horror natural del ser humano hacia el silencio. Imaginemos un urbanita hastiado del estruendo de las grandes ciudades (tráfico, ruidos de obras, disparos si vive en un barrio tipo Bronx), que consigue retirarse al campo durante unos días. ¿Cuál es su primera reacción cuando llega a la cima de la montaña, o al centro del bosque, o al inicio de la vasta llanura? Respirar hondo el aire puro, poner los brazos en cruz como si se estuviera desperezando y susurrar: “Dios mío, qué silencio…” con aire de enorme alivio y satisfacción. ¿Ama ese ser humano de veras el silencio, de forma totalmente natural? 

Bueno, pues no. En realidad el campo no está en silencio, nunca lo está. El viento silba levemente, o se oyen ruidos dispersos de animales (sean grillos, colibríes o hienas, para el caso), o las hojas de los árboles susurran al rozarse unas con otras, o se adivina una corriente de agua cercana… Lo que adora el urbanita es esa aparente ausencia de ruidos que en realidad enmascara sonidos relajantes, generalmente poco estridentes (a no ser que haya un mandril furioso en las cercanías). Si el silencio fuera total, el campo sería un lugar insoportable, un desierto inerte de otro mundo. La vida produce sonidos… Un bosque totalmente silencioso debe ser uno de los lugares más desagradables que se me ocurren. 

Leí una vez que un humano que permanezca demasiado tiempo en una cámara totalmente anecoica (es decir, que absorba todos los sonidos) corre riesgo de perder la razón. A no ser que sea sordo, claro, en cuyo caso digo yo que ya estará acostumbrado… Hmm... Muchas veces me he preguntado si sabría adaptarme al mundo siendo sordo, si tendría la tenacidad y habilidad necesarias para aprender a vivir normalmente en un mundo pensado para oyentes. Conocí a un sordo hace tiempo, un amigo de mis padres que sabía leer los labios y hablaba con esa curiosa voz de aquellos que no se oyen a sí mismos. Todo un reto. Y como dice el inimitable  Grissom en un gran capítulo de CSI, tras quitarse unos tapones de insonorización que se había puesto en los oídos: “no me preguntaba lo que significa ser sordo, sino lo que significa oír”. 

            Hay mil historias relacionadas con el silencio (según la ciertísima paradoja de George B. Shaw, “La disciplina del silencio es tan interesante que podría pasarme horas hablando sobre ella”), pero sólo voy a explicar un par de ellas para no acabar siendo enfadoso. Imposible no mencionar la historia de Wu Ding (1324-1266 a.n.e.), emperador chino que, haciendo gala de un notable autocontrol, permaneció en riguroso silencio los tres años posteriores a su subida al trono. Durante ese tiempo de altivo gobierno silente en que la única actividad del “hijo del cielo” fue permanecer hierático y mudo en su sitial, el gobierno quedó en manos de una cohorte de chambelanes, ministros y hombres de confianza… Las puñaladas por el acceso al poder se sucedieron: conspiraciones, peleas y traiciones estaban a la orden del día. Poco a poco, un grupo de subalternos del emperador acabó con toda oposición, formando un equipo de gobierno más o menos estable. Y ese fue el momento elegido por Wu Ding para recuperar el habla y asumir al fin sus responsabilidades, una vez ya estaba rodeado de un equipo de consejeros en los que podía confiar… Eliminados ya por pura selección natural aquellos elementos más traidores y/o pusilánimes. Interesante lección la de Wu Ding: a veces es útil mantener el silencio hasta que la correlación de fuerzas te sea favorable.

           

        (O a veces es importante mantenerse callado en según qué momentos por otro motivo: como dijo el gran Groucho Marx, “mejor estar callado y parecer tonto que hablar y despejar las dudas definitivamente”). 

          Y no nos movemos de tierras orientales para explicar otras dos jugosas historias silenciosas: una en China y otra en Japón. Le cederé la palabra a David Le Breton, en su libro El silencio: “En la China de los años treinta, la búsqueda de Kazantzaki le lleva a un templo de Pekín, donde asiste a un concierto silencioso. Los músicos ocupan su lugar, ajustan sus instrumentos. «El viejo maestro inicia el gesto de golpear sus manos, pero sus palmas se detienen justo antes de tocarse. Es la señal que abre este sorprendente concierto mudo. Los violinistas levantan sus arcos y los flautistas ajustan los instrumentos en sus labios, al tiempo que sus dedos se desplazan rápidamente por los agujeros. Silencio absoluto... No se oye nada. Es como si fuese un concierto que tuviese lugar muy lejos [...]» J.Pezeu-Massabuau hace asimismo referencia a antiguas fiestas japonesas donde se daban, en secreto, conciertos de silencio: «Cada uno escuchaba, y lo que oía en él nadie habría sabido repetirlo»"Impresionante, ¿verdad? Conciertos en los que no se toca una sola nota… ¿Qué se escucha en ellos? La situación absurda fuerza a escuchar primero los sonidos del entorno, la música del mundo (“la música es constante, sólo la escucha es intermitente”, dice H. D. Thoreau), y, al cabo de un rato, oímos nuestra propia música interior: el sonido del cerebro, el susurro de nuestras neuronas formando pensamientos, el chisporroteo de nuestros recuerdos, melodías interiores y reflexiones tomando forma, guiados por el silencio de los músicos. “Nadie habría sabido repetirlo”, en efecto: la escucha de la nada acaba siendo algo personal e intransferible. 

            Dos ejemplos modernos de música silenciosa: el compositor John Cage (jaja, nada que ver con el Bizcochito de Ally McBeal) tiene una famosa pieza llamada 4’33’’, compuesta en 1952 y, según leo: “dividida en tres movimientos, puede ser interpretada por cualquier instrumento o combinación de instrumentos”. Y tanto que puede, ya que la obra consiste en 4’33’’ de silencio absoluto… Igual que el concierto que dirigió el extravagante artista Tres (sí, aparentemente ese es su nombre) el 21 de Junio de 2002 en el Born de Barcelona. La Banda Municipal de la ciudad tocó silenciosamente durante treinta minutos, ante un público entregado que acabó pidiendo un bis… Le podéis ver en la foto superior.

             Y me despido por ahora con un extracto del libro Las catilinarias, de mi adorada Amélie Nothomb, en el que veremos un ejemplo de lo que hablábamos antes sobre silencios agradables y desagradables. Y aún añado un último ejemplo de silencio agradable: el que se instaurará cuando acabe al fin el rollo que os estoy contando. ¡Nos leemos en el próximo Seré Breve! 

            “Al principio entré confiado en el silencio del señor Bernardin. Parecía fácil. Bastaba con no mover los labios, con no buscar la frase adecuada. Por desgracia, no todos los mutismos se parecen: el de Juliette era un universo acolchado, rico en promesas y poblado de animales mitológicos; en cambio el de Bernardin crispaba desde el vestíbulo y reducía al ser humano a materia indigente. Intenté resistir al máximo como un buceador que intenta prolongar una apnea. Dado su silencio, la presencia de nuestro vecino se convertía en algo terrible. Se me humedecían las manos y la lengua se me secaba”.

 

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