Resumen: La
historia se desarrolla en el Oxford de la segunda mitad del siglo XVII,
por entonces uno de los centros universitarios más importantes de Europa.
Robert Grove, un profesor del New College, muere envenenado y su sirvienta
es acusada del crimen. Los cuatro testigos —Marco da Cola, un gentilhombre
veneciano fascinado por la anatomía; Jack Prestcott, obsesionado con
demostrar la inocencia de su padre; John Wallis, el criptógrafo y
matemático inglés más importante antes de Newton; y Anthony Wood, conocido
erudito y anticuario de Oxford— ofrecen su versión de los hechos; pero
sólo uno de ellos dice la verdad...
Opinión:
Si hay algún adjetivo que
deba ponerse a esta novela, por encima de otros algo más manidos, ese es:
originalidad. Quizá desde que Umberto Eco escribió su genial El
nombre de la Rosa nadie había osado adentrarse de nuevo en el terreno
de la intriga histórico - intelectual con ese tufillo permanente de
pedantería bien aplicada. El bueno de Pears, doctor en Filosofía e
Historia del Arte, decidió retomar el género teniendo en cuenta lo
arriesgado de su jugada y lo complicado de hilvanar una novela de tales
características, y la jugada le salió más que bien.
Hablaba de
la originalidad de la novela y ella está presente en su mismo esqueleto:
dividida en cuatro grandes partes, cada uno de los testigos cuenta desde
su subjetiva perspectiva lo que sucedió la noche en que Robert Grove fue
asesinado. Poco a poco se va entretejiendo el telar argumental de la
trama, que obviamente no era tan sencilla como en un principio se podía
presuponer. Así, empezando por la primera página, nos encontramos con los
textos del primer testigo, Marco Da Cola, abriendo el fuego y de paso
presentando a algunos de los personajes fundamentales de esta historia.
Los textos del veneciano irán pasando de mano en mano hasta llegar a los
interesados que prestos a desmentir las falacias que, siempre según
ellos, Da Cola echa sobre su reputación, empiezan a relatar su versión de
los hechos. Un relato en el que nadie dice la verdad pero todos reclaman
su parte protagonista. Aunque, ¿acaso existe una sola verdad?
El autor
cuida hasta el último detalle el uso del lenguaje con una exquisitez
soberbia —el título de doctor no sólo sirve para preceder su firma—
retratando a la perfección la tensión entre creencia y saber, fe religiosa y
razón empírica, que constituía el eje del debate intelectual del Orford de
aquella época. El inglés se desmarca completamente, con su buen hacer en el
terreno de la palabra, de autores de novelas mucho más renombradas, con una
buena historia, pero con un lenguaje completamente irreal y fuera de lugar
en las historias que cuentan. No es necesario señalar; a todos nos vienen a
la cabeza nombres.
Para mi un
libro capital en la lista de las novelas de intriga histórica,
que sin embargo no llega a la matrícula de honor en mi (una vez más)
subjetivísima opinión por un final demasiado sorprendente —y milagroso— que
empaña de alguna forma la increíble gratitud con la que uno se lee sus
seiscientas páginas.
Tiembla, Eco:
Pears es un duro un duro competidor.
Fragmento:
«Entonces Wood comenzó.
Aunque lo adornara, era un relato horripilante que no halagaba a ninguno
de los involucrados, excepto a Sara Blundy, que era la única que se había
comportado de manera correcta y digna. Los demás, según el relato de Wood,
habían hecho un papel vergonzoso.
Dijo que se
había dirigido al patio de la prisión poco después de las cuatro para
asegurarse un buen sitio para presenciar la ejecución. De ninguna manera
había sido el primero en llegar, y si se hubiera demorado media hora más
se habría perdido la mayor parte de lo que había ocurrido. Mucho antes de
que la ceremonia empezara, el patio estaba abarrotado por una muchedumbre
sobria y sombría que miraba al árbol, que ya tenía la soga colgando de una
de sus más fuertes ramas y una escalera apoyada en el tronco. A una docena
de yardas, los guardias de la prisión mantenían a los espectadores
alejados de la hoguera que consumiría el cuerpo de la muchacha en cuanto
hubiera muerto. Algunas personas se llevaban astillas como recuerdo, y
otros para calentar sus casas; en el pasado, en varias ocasiones se había
postergado una ejecución debido a que se habían llevado tanta madera que
no quedaba suficiente para que el cadáver se consumiera.
Luego, cuando
las primeras luces del amanecer se abrieron paso en el cielo, se abrió una
pequeña puerta y salió Sara Blundy: arrastraba pesadas cadenas, tenía el
cabello recogido hacia atrás y temblaba de frío, ya que sólo llevaba una
fina túnica de algodón. La muchedumbre, dijo él, se quedó callada ante esa
imagen; la muchacha era bella, y era difícil creer que alguien de apariencia
tan delicada mereciera un castigo semejante.»