Siempre he creído que uno es, en mucho, lo que recoge de la propia familia: padres, abuelos, hermanos, primos; lo que se le impregna del entorno: del país en general, del sitio y la región donde se nace, con todos sus valores y costumbres; lo que alcanza a cosechar del estudio, ya sea al pasar por el colegio y, si se ha tenida la oportunidad, par la universidad. También llegan a ser parte de uno las experiencias adquiridas en el trabajo; lo que se percibe y asimila al viajar, al participar en reuniones sociales de toda índole y de distinta naturaleza, así como la convivencia con los propios y el trato con los extraños. Es que uno no escapa con facilidad a la influencia de quien lo rodea ni de todo lo que lo rodea, ni puede desconocer que la formación que va adquiriendo o la personalidad que va perfilando se deba a cada paso que se va dando, día a día, año tras año. |

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Pero, si todo lo anterior es absolutamente cierto, para mí también es plenamente válido el principio de que uno es lo que uno quiere ser. Uno, a la hora de la verdad, para bien o para mal, es el único responsable de su destino y de lo que va alcanzando. 0 si se quiere, de lo que no alcanza o no logra. |
Digo lo que hasta aquí he dicho porque, si bien no soy la persona más vieja del mundo, también es verdad que los pocos años que he vivido han sido para mí, antes que todo, una gran lección: nada se consigue gratuitamente, así las oportunidades parezcan estar al alcance de la mano. La vida es lucha. |
Lucha en todos los sentidos. Lo que se logra, hay que conquistarlo, y en ocasiones a un precio alto; y la satisfacción que trae el conquistar, el lograr, el llegar, si se trata de una lucha honesta llena de intenciones buenas y claras, hace que la lección sea especialmente bella. |
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La vida para mí, entonces, ha sido y seguirá siendo todo un super-reto, síntesis de una cantidad de retos sueltos: el familiar, el físico, el intelectual, el profesional y el que toca con lo que debo retribuir en gratitud a mi país por todo lo que de él he recibido. |
El relato que hago de mi vida, como lo encontrará quien lea estas líneas, lo adelanto fundamentalmente desde un sólo ángulo, pues este libro traza sus propias fronteras. Además, y a nadie debe escapar que con sólo veinticinco años de existencia, son más las expectativas que se tienen y mucha la curiosidad por lo que pueda traer el futuro, que lo que puede haberse logrado en el pasado. Sin embargo, considero que hay una experiencia que puede ser útil para muchos. Por eso la relato. |
Nací en Cali, capital del departamento del Valle del Cauca, el 8 de Agosto de 1965. Por el lado de la familia de papá, Gerardo de Francisco Cucalón, soy valluna de tiempo completo. De las de "mirá ve" y chontaduro. |
Papá, un caleño en toda la extensión de lo que ello significa, es hijo de una familia relativamente acomodada. Mi abuelo, Guillermo de Francisco, igualmente de Cali, fue banquero toda su vida. Se jubiló después de haber sido, durante muchos años, gerente del Banco de la República, en su ciudad natal. Su esposa, o sea mi abuelita paterna, Margarita María Cucalón, nacida en Buga, es también valluna por todos los costados. |
De mis abuelos hereda mi papá su vena artística; la musical, especialmente. |
Por ejemplo, oír cantar a mi abuela es uno de los privilegios de los amigos de la familia. |
Ha sido mi abuelita quien me ha contado que mi papá, a los diez años, ya componía algunas melodías y que, de niño, organizaba conjuntos musicales. |
Ya mayor, desarrolló una gran capacidad de interpretación de toda clase de música latinoamericana; y, sin ánimo de hacerle propaganda, puedo afirmar que es una autoridad en música andina. |
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La vena artística de mi papá no se detuvo en la música. También invadió el teatro y la actuación en telenovelas. De allí que nunca me sorprendió que hubiera dejado largos años de intenso trabajo como arquitecto, sacrificando posibilidades enormes, para dedicarse de lleno a lo que tanto había acariciado. Y es que, ciertamente, olvidarse de la noche a la mañana, así nomás... izas!, de sonoros cargos públicos y del trazo, durante años, de líneas y ángulos traducidos en desarrollo urbano, edificios y casas, para terminar viviendo del sentimiento transformado en notas musicales y parlamentos, es toda una proeza. |
Aunque por el lado de mi mamá, Mercedes Baquero Román, no aparece lo valluno por ninguna parte, si se repite la inclinación por lo artístico. Bogotana de nacimiento y caleña por adopción, mamá ha sido portadora de una sensibilidad especial por todo lo bello. Ella, en sí misma, es una mujer lindísima; siempre lo ha sido. Por dentro y por fuera. |
Mamá es hija de Alfonso Baquero, médico cardiólogo nacido en Bogotá, y de Dora Román Aya, también de la capital. Mi abuela se destacaba por ser una mujer especialmente hábil en el diseño y confección de ropa. Es precisamente la razón por la que mi mamá es una experta a toda prueba en alta costura, enriquecido ese principalísimo oficio de ella con una innata y envidiable creatividad. Y si mamá nunca cultivó la música, siempre ha tenido marcada inclinación por el ballet. Lo menciono porque lo considero un rasgo curioso de su personalidad. |
Pero si lo artístico ha dominado el ambiente de mi casa paterna, el deporte. Y particularmente el ejercicio, ha ocupado, de igual manera, un capítulo de mucha importancia. En mi casa siempre se guardaron algunos trofeos que acreditaban a mi papá como tenista. Y tanto a él como a mi mamá los vi trotar docenas de veces; el trote hacía parte de la vida diaria. Recuerdo que, de pequeñita, en no pocas ocasiones, me llevaron al estadio para que los acompañara. |
Los De Francisco Baquero somos tres: Adriana, mayor que yo un año, es filósofa de profesión. Alta, preparadísima y muy bonita, mi hermana es una intelectual de verdad. Graduada en la Universidad del Valle, ha resuelto especializarse en pensamiento hebreo. Casada con Saúl Schimjawicz, ingeniero de sistemas nacido en Cali, Adriana y Saúl, por los días de la publicación de este libro, estrenaban una linda bebita; mi primera sobrina: Sofía. |
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Mi hermano Martín es el número tres, siendo yo, entonces, la de la mitad. Martín es un churro de uno con ochenta y cinco de estatura. En mucho su complexión la debe a la fisicultura, y su envidiable inteligencia a mis papás. Su memoria es impresionante y su sentido del humor, absolutamente delicioso. |
Cuando niños, Adriana y Martín sacaban la cara por los niños de la familia: rozagantes, bien alimentaditos y bien desarrollados. Yo, al contrario, era perfectamente flaca, debilucha como la que más, anémica, de lento desarrollo y blanca, blanca. Pálida y escuálida, para ser más exacta. Y como si esto fuera poco, me enfermaba por todo. Mi papá se refería a mí, para animarme, como a "mi divina mujer alabastrina", cuando no me decía "mi pálida Musmé". |
En kinder y los primeros años de colegio me destacaba por ser la más bajita de la clase; y a los cinco, seis y siete años de edad, cuando se hacía fila en el curso, era yo quien la encabezaba todas las veces por mi baja estatura. Por aquella misma época, como cosa curiosa, no comía. Recuerdo que mi mamá me preparaba la lonchera por las mañanas y yo, por física pena, algo que nunca pude explicar, me abstenía de almorzar. Regresaba con todo a mi casa; y mi mamá me llamaba de tal manera la atención que terminé por regalar todos los días lo que ella con mucha dedicación me preparaba. |
Tampoco era yo la niña más juiciosa, ni mucho menos; la disciplina no era mi fuerte. Tanto, como para que el día que logré sacar tres en conducta mi profesora me hubiera reconocido el esfuerzo regalándome una muñeca. Afortunadamente, mi necedad no se extendía hasta los estudios, lo que me permite afirmar orgullosamente que siempre fui de las primeras de la clase durante toda mi vida estudiantil. Hasta me eximían de vez en cuando de la presentación de algunos exámenes. |
Confieso que en lo que siempre fui un absoluto desastre en la época de la niñez, fue en los deportes. No daba, como se dice, pie con bola. Aparte de que no me gustaba para nada. Y aunque mis papás eran unos trotadores empedernidos y mi mamá comenzó a hacer gimnasia en la casa a raíz del nacimiento de mi hermana Adriana, nunca se me inculcó la disciplina del ejercicio. Además, como en el colegio era obligación hacer deporte, le cogí mala voluntad. Aparte de que era nula en ese campo. Me gustaba, sí, el movimiento al aire libre. Siempre me ha gustado. De por si, vivir en Cali y el Valle es un compromiso total con el aire y el sol y mucho más si se tiene en cuenta que mis sitios de estudio, tanto de primaria coma de bachillerato, el Colegio Bennett, el Liceo Benalcázar y el Colegio Sagrado Corazón de Jesús Valle de Lilí, han sido planteles de campo abierto y de recreación a la intemperie; pero hacer deporte, para mí, era un suplicio. Sufría jugando con mis compañeras al "kitball": una especie de béisbol que utiliza el pie en vez del bate. Nunca logro terminar un partido. Y en "quemados" y basquetbol, el descordine era total. |
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Pero si por aquel entonces los deportes no fueron mi fuerte, la música, el baile, el dibujo y la actuación fueran, como lo siguen siendo, mi debilidad. Mi entretención tenía como común denominador el arte. Pasaba tardes enteras dibujando o, cuando se presentaba la oportunidad, participando en clases de teatro en el colegio, lo mismo que en coreografías. Y si se trataba de alguna presentación, me escogían. |
El baile y la música en general me apasionaban; y, naturalmente, sigue siendo así. Pero es que de niña "me bailaba sola"; al ritmo que fuera. Y si se trataba de oír música nomás, la brasileña era la de mi predilección, como también lo es hoy. |
Y es precisamente el baile, el clásico, para ser más exacta, el encargado de producir mi aterrizaje forzoso. Efectivamente, por la época de mis catorce años me dio por tomar clases de ballet. La influencia de mi mamá en este sentido había sido clara, pues no solamente le encantaba sino que nunca desaprovechó la oportunidad para llevarnos a verlo, en el cine o en el teatro, así las presentaciones en Cali se dieran muy de vez en cuando. |
Si bien mi edad no era la apropiada para iniciar las clases, el hecho de ser lenta de crecimiento me hacía aparentar, a lo sumo, diez u once años. Recuerdo que por la misma época todas mis compañeras de colegio y mis amigas eran ya unas señoritas; en cambio yo, nada por delante y nada por detrás. |
Manelín, una cubana de Camagüey, fue mi profesora en el Conservatorio Antonio María Valencia de Cali. Tanto ella como su esposo Francisco hacían parte del ballet de su ciudad natal. Nunca tuve presente sus apellidos pero si el hecho de que Manelín era especialmente severa. Esto se ponía en evidencia cuando yo, cansada por las dos horas de trabajo diario en el conservatorio, me quejaba de agotamiento que, viéndolo bien, no obedecía tanto al baile continuo que hacíamos las alumnas, como a mi mala alimentación. Manelín no podía con mi raquítica figura, lo que la llevaba a insinuarme que me dedicara a otro oficio. "Dedíquese a la cocina", me decía; advirtiéndome que el interés del conservatorio era preparar bailarinas de verdad.
Pero así y todo, fue mi profesora cubana quien puso de presente que mi cuerpo tenía unas limitaciones evidentes. |

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Comenzó a notar que al apoyar yo la pierna izquierda hacía todo mal, sin que sucediera lo mismo al trabajar con la derecha. Simplemente, con la izquierda era la nulidad total. Y para colmo de mis males, encontró que en algunos momentos se me salían totalmente las costillas. |
A mí, como tenía que ser, me preocupó el descubrimiento, pues lo que me pasaba no era corriente. Manelín, por su parte, resolvió aplicar el más rudimentario de los remedios: me amarraba el pecho con trapo. La respiración, como era de esperarse, se me dificultaba; entonces pensé que nunca podría ser normal. |
Me retiré de las clases de ballet cuando me convencí de que mi profesora tenía razón. Mi cuerpo no daba para ser bailarina. Algo sucedía con mi columna vertebral que no sólo me impedía hacer los ejercicios de la clase correctamente sino que, además, incidía negativamente en mi crecimiento. |
Por esos días me encontraba en vísperas de entrar a quinto de bachillerato, coma debe entenderse, no me encontraba bien de ánimo. Afortunadamente Clara María Ochoa, una amiga caleña, que por aquel entonces era dueña de una pequeña empresa de producción de televisión y cine llamado Carreta Films, me invitó a hacer una película que se titularía Tacones. Clara María sería la productora y Pascual Guerrero el director. |
Me entusiasmó muchísimo la idea. Siempre la veta de la actuación se había dejado sentir y ya me había ensayado en otras oportunidades. Hasta modelaje había hecho en más de una ocasión. |
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Obviamente acepté mi papel en la película aunque con cierto complejo. Me sentía un poquito signada. Tanto que, en algún momento, al tener que disfrazarme de mosca para un pasaje, me vi las piernas de tal manera flacas, que me eché a llorar. Definitivamente algo raro me estaba sucediendo. |
Y si todo lo anterior me afectaba, la copa se rebosó cuando en el colegio la niña a quien yo antecedía en la fila me comentó que al caminar yo cojeaba y, además, una cadera se me subía, formando en la espalda una especie de pequeña giba. |
En consulta médica, el especialista conceptuó que yo tenía una pierna más larga que la otra; razón por la cual la columna permanecía torcida. En adelante, tendría que utilizar un tacón de mayor altura que el otro. Para ser precisos, dos y medio centímetros adicionales en el zapato derecho. |
La burla de algunas niñas del colegio no se hizo esperar; hasta yo me reía al comienzo. Pero pasado un tiempo la cosa ya no fue tan divertida. No sólo me, cansé de tener que soportar la incomodidad de una plataforma especial en uno de los pies, sino que no me resignaba a la idea de que por toda la vida tuviera que aceptar una importante limitación física de naturaleza congénita. Suspendí después de algunos meses el uso del tacón ortopédico y con mi mamá me fui a consultar otro médico. |
Con sólo verme, aún antes de examinarme con detenimiento y tomarme unas radiografías, el doctor Gersaín Rojas, especialista caleño en columna vertebral, conceptuó que lo que tenía era una severa escoliosis lumbar. Y extrañó que uno de sus colegas hubiera podido formularme la utilización de la plataforma que, por fortuna, ya había abandonado. Recuerdo sus palabras como si fuera ayer: "Ese señor que le puso el alza en los zapatos es un loco de atar. Usted lo que necesita es una operación que le enderece la columna". El doctor Rojas me hizo doblar la espalda; uno de los lados se me veía más levantado que el otro porque la columna, por su torcedura, comenzaba a deformar los músculos de ese sector de la espalda, produciendo una joroba incipiente. |
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Las noticias me cayeron coma un balde de agua fría. Me puse a llorar. Desde ese momento, y por algún tiempo, las lágrimas serían mis muy leales y asiduas acompañantes. |
Si bien entendí inicialmente la necesidad de que me practicaran una intervención mayor, pasados unos pocos días, recurrí a la fisioterapia, pensando en que podría evitar con ella la mesa de operaciones. Pero no hubo tal; el médico me advirtió que de no aceptar la vía quirúrgica, tendría que optar par utilizar un corsé metálico por el resto de mis días. |

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Dicho y hecho, al quirófano fui a dar me introdujeron una varilla distensora de metal, conocida con el nombre de barra Harrinton que, por lo demás, se prende a las vértebras que deben permanecer fijas. Ocho días pasé en cama con los dolores más tremendos, llorando todo el tiempo y sin poder mover un solo dedo. Pasada esa semana me enyesaron desde los hombros hasta la baja cadera. Parecía un tubo.
El doctor Gersaín me estimuló mucho. Y encontraba solución para mis limitaciones. "Si quiere bañarse en la piscina o en el río - decía- , póngase una pantaloneta de su papá y de unas pataditas de ahogado". |
Este tipo de fórmulas prácticas comenzamos a llamarlas en la familia "soluciones gersanianas" y el nombre de mi querido médico terminó por ser entre nosotros sinónimo de solución poco convencional. |
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