Pedro no vaciló en aplicar esta misma dureza
a su propia familia. "No exijo de tí trabajo- le escribía a su hijo y heredero
Alexis-, sino solamente buena voluntad. He creído prudente hacerte esta última
advertencia y esperar un poco más, si por ventura quieres volver del camino del error.
Si no, puedes estar seguro de que te privaré de la sucesión al trono; te
cercenaré como si fueses un tumor gangrenoso".
Alexis era un joven
estudioso y pacífico, más inclinado a la
paz del monasterio que al fragor de las batallas o de las fábricas. Su padre
llegó a aterrorizarle con sus imprecaciones y sus exisgencias, hasta el punto que, en
cierta ocasión, en que le anunció que quería examinar sus progresos en en dibujo, al
cabo de unos días el joven se pegó un tiro en la mano derecha para esquivar aquel
trance. Años después, cuando recibió la carta más arriba citada, el príncipe se
llenó de terror y huyó a Austria y de allí a Nápoles. Un año después retornó
a Rusia, ganado por las promesas y el perdón de su padre. En vez del perdón
encontró un proceso de tremendo rigor, donde no se le excusó la tortura, y que acabó
con una condena a muerte. El desdichado príncipe Alexis murió el mismo día en que
le fue leída la terrible sentencia (28 de junio de 1718), probablemente por efecto de la
intensísima conmoción que le produjo el saber el fin que le esperaba.
Desde su juventud, cuantos lo conocieron
miraron al zar con temor y precaución. Sus excesos de cólera eran terríbles y
cuando se adueñaban de él salía a la superficie cuanto había en su carácter de
plebeyo y de rudo. Incluso cuando viajaba por el extranjero con aspecto de humilde
obrero, la grosería y el salvajismo de sus modales, en algunas ocasiones, tenían
estremecidos a sus compañeros de trabajo. El motivo y gran parte de la culpa de
este desequilibrio de carácter se debió a la violencia de las sensaciones recibidas de
joven; en aquellos tiernos años Pedro se habituó de tal modo a presenciar
asesinatos, ejecuciones y conspiraciones, que tales ideas dejaron para siempre de causar
emoción en su ánimo. Fue de una laboriosidad incansable, atento a los menores
detalles de los proyectos que se desarrollaban, celoso de cualquier desvío de sus
funcionarios, a quienes tenía sometidos a una disciplina mil veces más estrecha que la
del peor cuartel. Su única obsesión fue lograr por todos los medios el
engrandecimiento de Rusia, y no le atormentaron escrúpulos morales ni religiosos ni
espirituales que pudieran oponerse a aquella grandiosa empresa o que violentasen los
instintos que le dominaban en la vida privada.
A su férrea dirección debe atribuírse
exclusivamente la aparición de la nación rusa entre las de la Europa moderna, así como
la transformación radical de su propio pueblo, al cual substrajo de su caminos secular
para lanzarlo a unas rutas posiblemente extrañas a su genio nacional. Algunos
historiadores rusos han señalado que Pedro violentó y forzó a su país, obligándolo a
emprender unos destinos ajenos a su estilo de vida y a sus apetencias.
Pedro padecía de apilepsia, y los excesos de
todo género a que se entregaba acabaron por minar su robusta naturaleza. A los
cincuenta y tres años de edad, estos arrebatos, unidos a sus fatigas y a sus excesos, le
habían quebrantado de tal modo su salud que el zar parecía ya un viejo. A
principios de noviembre de 1724 vio un bote lleno de soldados que corría peligro de
hundirse y se echó al agua para socorrerlos. Llegó a su palacio tan enfermo, que
no se repuso más. Murió tras una prolongada y dolorosa agonía, en la noche del 27
al 28 de enero de 1725. Como si quisiese descargar su conciencia de un grave peso,
garabateó en un papel, en medio de las angustias de su muerte, las palabras Otdaite vsë
("Perdonadlo todo"). Luego le sucedió su esposa: Catalina I de Rusia.
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