La
caballería española a comienzos del XVI
Durante la fase final de la Guerra de los Cien años, la Guerra de las dos Rosas y la llamada "Guerra del Yeso", la caballería pesada mostró signos de fortalecimiento. Aunque la infantería armada a la suiza y la artillería comenzaba a vislumbrarse como los asesina de la caballería feudal, las experiencias vividas durante estas guerras y el encorsetamiento de la tácticas militares a las que se ceñían los nobles y caballerescos generales, señores de armas y gentilhombres de comienzos del Renacimiento, hicieron posible que la gendarmería, la caballería pesada del rey de Francia, demostrara que el arma de caballería gozaba de buena salud (como venía siendo usual desde los tiempos de Carlos Martel), aplastando al ejército combinado de las cuidades cantonales suizas en Marignano, 1515, año de la subida al trono de Francisco I de Francia.
Apoyados en sus largos estribos y los acorazados arzones de sus monturas, los hombres de armas, revestidos de placas de acero y ricos bordados, seguían siendo el alma de la batalla. Pese a las derrotas que habían sufrido repetidas veces, en Crècy, Poitiers y Agincourt (entre otras), el orgullo caballeresco francés, que solo entendía como glorioso final para una batalla el de la vistosa, contudente y demoledora carga de su caballería pesada, que aplastaba al enemigo, seguía intacto. Por muchas picas tras las que pretendieran guarecerse los hijos de plebeyos y aldeanos metidos a guerreros, por mucha ballestería que gastasen y mucho ruido que hicieran con sus escopetas y espingardas, las batallas seguía decidiéndolas la caballería. Esta era su mentalidad.
Por desgracia, la caballería pesada teníalos días contados. Después de haber conquistado Granada, tras ocho siglos de luchar contra los moros y contra ellos mismos (con brillantes campañas exteriores como la de los almogávares), los españoles (o mejor dicho, sus reyes), tras la unión de Castilla y Aragón, acariciaban el pastel italiano, rico y disputado, intentando hacer valer sus derechos sobre Sicilia y Nápoles y, de paso, intentar expulsar a los franceses del resto de los territorios que ocupaban de facto.
Los rivales a batir: franceses, italianos, suizos, borgoñones y alemanes. Las potencias europeas de la época, tanto militares como económicas, peleaban por la posesión de una Italia dividida en pequeños feudos, tejiendo alianzas y ligas, ya peleando entre ellos o contra el papado. Con este cuadro, pues, no cabe extraño alguno en la subestimación que esas potencias hacían del ejército de la monarquía hispánica, demasiado "cerrado" durante largos siglos en campañas interinas y peninsulares como para suponer una amenaza ante las experimentadas compañías mercenarias de lansquenetes, cuadros de picas suizas y, sobretodo, ante la caballería y la artillería del rey de Francia.
No contaban con que esos cetrinos, barbudos y enjutos españoles, aldeanos y segundones convertidos en soldados para conquistar la Granada musulmana, habían hecho mucho más que pelear contra un enemigo supuestamente "inferior". Habían aprendido el arte de la guerra moderna. En terreno montañoso y luchando contra un enemigo que ataca con rapidez y por sorpresa, que juega a cortar los suminitros del rival y dañar su cohesión mediante talahas, golpes de mano y almogaravías antes de asestar el definitivo golpe final, no se podían usar las tácticas de guerra europea convencional. El bravo hombre de armas debió de bajarse del caballo y dejar lugar a la infantería que, armada con ballestas, picas y arcabuces, era una respuesta rápida y fiable contra el enemigo granadino.
La caballería musulmana, rápida, flexible y que tan pronto podía asestar al enemigo una tremenda lanzada como salir indemne tras esquivar al acorazado caballero feudal o al soldado, como el rejoneador que escapa del pitón del toro, fué asimilada por el ejército español, copiando sus forma de combatir y usándola con eficacia contra el enconado rival nazarí.
Así las cosas, y para colmo de males de los caballeros de la Francia, el ejército español enviado a Nápoles a comienzos del siglo XVI, se encontrada al mando de don Gonzalo Fernández de Córdoba, más conocido como "El Gran Capitán", un brillante táctico y mejor estratega. Aún así, como si el benévolo destino quisiera haberle concedido al francés un último desquite, la primera batalla en suelo italiano, la de Seminara, concluyó con la derrota del ejército español. La causa de esta primera derrota, la única sufrida por el Gran Capitán en Italia, hay que buscarla en la ineptitud de Ferrante II de Nápoles, capitán general de aquel ejército y que precipitó los acontecimientos a causa de su encorsetada (coetania, podría decirse) visión táctica.
Aprendiendo de esta derrota, y bajo el lema de "una y no más", el Gran Capitán reformó a sus tropas, que habían sido vencidas pero se habían retirado ordenada y disciplinadamente, sufriendo pocas bajas, aumentando el número de arcabuceros y relegando a la ballesta (arma favorita del rey Fernando) al un plano secundario dentro de sus coronelías.
El choque tuvo lugar en las viñas de Ceriñola (1503) donde, resguardándose detrás de un parapeto y un terraplen, los arcabuceros y los infantes, esa "soldadesca" desarrapada, acabaron a golpe de arcabuz con el honorable y medieval duque de Nemours, general fránces, su vistosa gendarmería y, de postre, a un gigantesco cuadro de infantería suiza que venía detrás.
Un gendarme francés es alcanzado
por un arcabucero español. Ilustración de Antonio L.Martín
Gómez
A partir de este punto, las cosas cayeron por su propio peso. En Garellano (1504), Bicoca (1522) y Pavía (1525), la caballería pesada fué sistematicamente reducida y aniquilada por los piqueros, los rodeleros y los arcabuceros del ejército imperial. Moría la edad de la caballería, comenzaba la edad de la infantería.
Ver: Caballería pesada o caballería
ligera
Continúa en: Caballería española en la segunda mitad del XVI