Alepo

Quizá sea verdad que allá en el sur jamás sucumbieron a ningún acoso y que, en cambio, ellos tuvieron que ver como los infieles cruzados tomaban sus calles, fornicaban con sus mujeres y asaltaban igual los palacios de los mercaderes que las austeras casas de los devotos del Profeta. Así fue hasta que las tropas del kurdo Nur-al-Dihn vinieron a liberarlos y eso les avergüenza. Incluso es posible que haya más y deban aceptar que su desierto es más árido y que apenas a veinte kilómetros un loco pasó cuarenta años subido en una columna de la que ya sólo quedan los restos caídos de una templo y una piedra que cada día contempla atardeceres naranjas. Allí no hay más azul que el de los minaretes o el del cielo que arde. Pero Alepo fue la capital de los Reinos Sirios del Norte y sus vecinos niegan el resto de mentiras que llegan de Damasco. Son ellos, aseguran, los que viven en la más antigua ciudad habitada del mundo y los que honran esa memoria construyendo todavía sus casas con el más bello de los mármoles.

El viajero había leído todo esto en los libros cuando llegó y fue a visitar las puertas laterales de la Ciudadela. Allí, al cerrar los ojos, no escuchó el chasquido de las armaduras y suspiró. Pero en Alepo tampoco faltan una mezquita y un zoco. Paseó por sus rincones. Algunos están ocupados por puestos de bisutería en los que antes de discutir una compra invitan a tomar el té. También hay pasillos donde venden corderos y en ellos se muestran los animales rajados y las vísceras y el aire hiede como solo lo hace la carne muerta.

Muy cerca de allí hay una calle y en esa calle un hotel que se llama Hotel Barón. El viajero recorrió esa mínima distancia con el estómago revuelto y el sol quemándole en las mejillas, pero entró en el hotel recto y preguntando por el bar. Los que le acompañaban sonrieron. Les informaron que tenían 53 habitaciones y que servían las cervezas exactamente frías. Lo regenta, desde hace más de medio siglo, una dama inglesa que ya nunca volverá a Europa y que le recordó al viajero que en aquella misma butaca en la que estaba sentado tal vez estuvieron un día Agatha Christie o Sir Thomas Edward Lawrence. Los baños estaban al fondo a la izquierda, eran amplios y tenían ventanas que daban a un jardín en el que ya no nacían flores pero en el que alguien había aparcado un coche desvencijado hacía lustros. Las paredes eran ocres, los ventanales amplios, la terraza fresca, los clientes norteamericanos solos de mediana edad.

La calle también se llama Barón. A doscientos metros del hotel hay tres cines. Las películas las hacen en la India y es fácil adivinar su interés. Los carteles que las anuncian son enormes, copian el gesto doloroso y los músculos excesivos de los violentos héroes occidentales y han sido pintadas a mano por un persa famoso en todo Oriente porque, dicen, los suyos son los dibujos más bellos. Se sabe de gente que acude allí sólo para fotografiarlos.

Junto a estos cines hay un callejón. Al fondo el viajero ve un restaurante para turistas. A los lados, media docena de fondeaderos de comida barata. De todos sale un calor que asfixia. Entra en uno de ellos. Lo lleva un hombre maduro. Su hijo le ayuda. No tiene más de once años. Cuando no hay trabajo, se sienta y mira a su padre. Lleva unas sandalias de plástico. Se sonroja cuando el viajero le dice algo en extrañas lenguas que no todavía no ha aprendido y se estira, orgulloso, cuando le pide una bebida y puede mostrar, en un minuto, que sabe atenderle correctamente. En su mirada oscura hay algo de miedo y algo de bondad. Viste una camiseta blanca y unos pantalones amarillos. No acepta la mano que le ofrecen pero sonríe ante la muestra de afecto. Al acabar, es a él a quien el viajero entrega el dinero que ha costado la breve comida. El muchacho hace un gesto en dirección a su padre. Éste le dice algo y su hijo recoge el billete. Antes de que le pueda devolver el cambio, el viajero ya está en la calle y camina de vuelta al hotel. Sólo para a comprar un exquisito helado de naranja.

En la habitación se quita la ropa con prisas y se ducha escuchando el crujir de las tuberías. Más tarde, en su cuaderno, con su letra pequeña e indescifrable, dejará escrito que de ese día no le gustaría olvidar al niño que le ha recordado algo que creía haber perdido.

Antonio Campoy Martínez



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