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Alepo |
El viajero
había leído todo esto en los libros cuando llegó y fue a visitar las
puertas laterales de la Ciudadela. Allí, al cerrar los ojos, no escuchó
el chasquido de las armaduras y suspiró. Pero en Alepo tampoco faltan
una mezquita y un zoco. Paseó por sus rincones. Algunos están ocupados
por puestos de bisutería en los que antes de discutir una compra invitan
a tomar el té. También hay pasillos donde venden corderos y en ellos
se muestran los animales rajados y las vísceras y el aire hiede como
solo lo hace la carne muerta. Muy cerca
de allí hay una calle y en esa calle un hotel que se llama Hotel Barón.
El viajero recorrió esa mínima distancia con el estómago revuelto y
el sol quemándole en las mejillas, pero entró en el hotel recto y preguntando
por el bar. Los que le acompañaban sonrieron. Les informaron que tenían
53 habitaciones y que servían las cervezas exactamente frías. Lo regenta,
desde hace más de medio siglo, una dama inglesa que ya nunca volverá
a Europa y que le recordó al viajero que en aquella misma butaca en
la que estaba sentado tal vez estuvieron un día Agatha Christie o Sir
Thomas Edward Lawrence. Los baños estaban al fondo a la izquierda, eran
amplios y tenían ventanas que daban a un jardín en el que ya no nacían
flores pero en el que alguien había aparcado un coche desvencijado hacía
lustros. Las paredes eran ocres, los ventanales amplios, la terraza
fresca, los clientes norteamericanos solos de mediana edad. La calle
también se llama Barón. A doscientos metros del hotel hay tres cines.
Las películas las hacen en la India y es fácil adivinar su interés.
Los carteles que las anuncian son enormes, copian el gesto doloroso
y los músculos excesivos de los violentos héroes occidentales y han
sido pintadas a mano por un persa famoso en todo Oriente porque, dicen,
los suyos son los dibujos más bellos. Se sabe de gente que acude allí
sólo para fotografiarlos. Junto
a estos cines hay un callejón. Al fondo el viajero ve un restaurante
para turistas. A los lados, media docena de fondeaderos de comida barata.
De todos sale un calor que asfixia. Entra en uno de ellos. Lo lleva
un hombre maduro. Su hijo le ayuda. No tiene más de once años. Cuando
no hay trabajo, se sienta y mira a su padre. Lleva unas sandalias de
plástico. Se sonroja cuando el viajero le dice algo en extrañas lenguas
que no todavía no ha aprendido y se estira, orgulloso, cuando le pide
una bebida y puede mostrar, en un minuto, que sabe atenderle correctamente.
En su mirada oscura hay algo de miedo y algo de bondad. Viste una camiseta
blanca y unos pantalones amarillos. No acepta la mano que le ofrecen
pero sonríe ante la muestra de afecto. Al acabar, es a él a quien el
viajero entrega el dinero que ha costado la breve comida. El muchacho
hace un gesto en dirección a su padre. Éste le dice algo y su hijo recoge
el billete. Antes de que le pueda devolver el cambio, el viajero ya
está en la calle y camina de vuelta al hotel. Sólo para a comprar un
exquisito helado de naranja. En la
habitación se quita la ropa con prisas y se ducha escuchando el crujir
de las tuberías. Más tarde, en su cuaderno, con su letra pequeña e indescifrable,
dejará escrito que de ese día no le gustaría olvidar al niño que le
ha recordado algo que creía haber perdido. |
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