Colliure

Si sólo por esta vez nos pusiéramos nostálgicos, ahora escribiríamos que eran muy jóvenes y les unía esa relación dulce e intensa que sólo es posible entonces, porque después ya casi no quedan amigos ni se acierta a reemplazar a los que marcharon y esos viajes se hacen improbables, o hasta ridículos, y ya no somos inocentes y los abrazos y el roce escasean como escasean la dicha, las ropas de moda, las noches en blanco, el amor intenso y breve, los asientos traseros llenos de muchachos y muchachas cantando a gritos, los fines de semana, la tristeza sin razón ni consuelo, las primaveras, las playas, las pieles suaves. También diríamos que se cruzaban con coches que llevaban luces amarillas y que sus ocupantes, franceses pálidos y feos, hacían gestos obscenos y señalaban algo y que era domingo, llovía y en el asfalto todos los reflejos eran grises.

En un bar pidieron café con leche y ahuecaron las palmas de las manos para coger las tazas y calentarse. Fuera, las ráfagas de viento y tormenta limpiaban el muelle. Se hicieron fotos. Todavía existen. Muestran a jóvenes con el pelo húmedo sobre la cara que ríen y visten ropas oscuras. Sobre la mesa hay paquetes de tabaco y planos y un libro de poesía. Hay una en la que una chica se tapa la cara. Esa chica se llamaba Ana y ahora vive en Ginebra y casi solo habla francés. Entonces estaba triste y leía poemas de Jaime Gil de Biedma o hasta de Luis Cernuda. Es una pena que se tapara la cara. El gesto la afea y su melena parece más rígida y sus ojos no miran. Era guapa. No sé si lo seguirá siendo.

En otra foto dos muchachos aparecen cogidos por el hombro. Llevan el pelo igual de largo y creo que decían que les gustaban las historias que acababan mal. En realidad a uno no le gustaba ninguna historia y el otro soñaba con espadas y soldados al galope. Sonríen y se diría que se conocen bien. Son ese tipo de amigos que se acaban pareciendo hasta en el físico. Hoy hace muchos años que no se ven y si lo hicieran, si un día se encontraran en cualquier paseo de Oporto, Barcelona o Praga, se saludarían alzando la frente y se hablarían sin dejar de mirar a derecha y a izquierda.

En la siguiente aparece un joven solo. Su nombre no importa porque ya no hay listado en el que se le pueda encontrar. Tiene el pelo aún más largo y barba, y en el cuello se le empieza a adivinar un pliegue y no es que sea feo, no, tiene uno de esos rostros de persona buena que lo acepta todo y que no tiene más sueño que el de hacer un largo viaje a la India.

En la cuarta se ve la calle. Las butacas recogidas de las terrazas, inclinadas hacia las mesas y goteando. Son de mimbre y con respaldos en forma de concha. Más allá está el puerto y a la izquierda la escollera. Todos los colores de la fotografía son azulados. Nadie pasea aunque era fiesta y era mediodía, y en ese espacio vacío y húmedo sobresale una ola violenta que se acercaba a chocar contra las rocas.

Antes de guardarlas aparece la última foto. La hizo un camarero. Los cinco se amontonan y se abrazan, y alguno tiene la boca muy abierta por la risa y otra mira muy fijamente y muy seria, pero el viajero los mira a todos y como si recibiera un fuerte golpe de viento recuerda de pronto que ahora ese retrato es imposible.

Salieron a la calle en cuanto alguien dijo que había amainado algo la lluvia y siguieron el camino que les habían indicado en el bar. Cuando entraron en el pueblo las calles comenzaron a bifurcarse y las plazas se repitieron durante los siguientes veinte minutos. Discutieron. Dos de ellos creían haber escuchado la versión verdadera y opuesta. Por fin Ana se alejó del grupo y fue a preguntarle a una señora que les dijo que no estaban lejos, que giraran a la derecha, y luego a la izquierda y que allí verían una verja larga, que la siguieran y que llegarían a la puerta del cementerio.

Así lo hicieron. La tumba estaba cerca de la entrada y no estaba cubierta de flores pero junto a ella había un libro de firmas abierto. Se sabe que antes de morir, en los días que aquel hombre había pasado enfermo y exiliado, tras haber atravesado a pie la frontera, y el frío y la derrota, alargaba la mano para coger la de su madre, que en la otra cama también acababa sola y en silencio. El viajero caminó entre los nichos. Los había descuidados, y los había llenos de ramos y retratos. Había vuelto a llover, muy fino, y todo estaba en silencio pero se oía la grava del suelo, el viento, las gotas cayendo lentamente sobre las lápidas. Se fijó en una inscripción. Allí estaba enterrada una familia entera. El más joven, supongamos que el hijo, había muerto a los doce años. En 1953. Era evidente que hacía muchísimo tiempo que nadie lo había visitado y se preguntó si todavía quedaría alguien que pudiera hablarle de ellos, si el olvido no sería otra muerte, si había algo más triste que la desaparición de aquel que es el último que podría recordarnos.

Después volvió a donde estaba el resto del grupo. Y allí, junto a la tumba, murmuró esos dos versos que habían encontrado en el bolsillo de la chaqueta de Antonio Machado y que hablan de días, de sol y de la infancia.

Antonio Campoy Martínez

 


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