Györ

 

Llegar en verano a una estación sin más pasajeros, sin trenes que partan, llegar y bajar a un andén en el que no hay otra maleta, nadie que espere, llegar solo en verano a Györ tal vez merezca que usted y yo gastemos unos minutos recordándolo.

Eran las siete de la tarde y el tren que había de llevarle a Budapest no saldría hasta la mañana siguiente. Ese día el viajero se había levantado en Viena y ya había aprendido lo que es enamorarse con ese amor intenso que sabe morir antes de un minuto. La muchacha le había mirado desde una ventana frente al Staatoper y él sonrió y fue feliz porque allí, supuso, también se había detenido un día Wolfang Amadeus Mozart. Estaba en Viena, se había tomado un café simulando leer libros en alemán, se había apoyado en una esquina de una calle del barrio hebreo y había caminado hacia la Südbahnhof y había pedido un billete hasta la capital de Hungría. Le respondieron que no quedaban directos. Sólo un tren que paraba en una pequeña ciudad cercana a la frontera, en la región del Transdanubio Occidental, y desde allí, en una hora, en tres o en quince, usted ya sabe señor, podría continuar el viaje.

La estación vacía transformó el verano especialmente caluroso de 1.991 en el invierno más cruel. El viajero se giró hacia el tren detenido buscando la última posible compañía. Nadie bajó. Después atravesó las vías, consultó los horarios, salió a la calle y vio una mujer que vendía helados de limón. Quiso comprarle uno pero ella no aceptó comprenderle y prefirió continuar gritándole al niño roñoso con el que debía estar soñando.

Un cartel sin márgenes le comunicó donde podía encontrar un hotel. Un plano alucinado le ayudó a buscar el camino. Sintió en el estómago el familiar alfilerazo del ansia y entró en un lugar que se anunciaba como restaurante. El primer golpe de aire, la atroz mezcla de olor a carne, a fritos, a vejez y humedad le partió en dos y le obligó a salir.

Consultó una vez más el plano y caminó hacia el este. Atravesó un río y su puente y allí un hombre vestido con levita y un sombrero de copa le preguntó de dónde venía. Cuando el viajero pronunció el viejo nombre de España, el húngaro inventó frases en una lengua que extrañamente se parecía al rumano o al latín. Los dos entendieron que le estaba pidiendo monedas. La negativa entristeció la mirada de aquel, que se quedó aún unos minutos viéndose la vacía palma de la mano.

El hotel tenía todo a lo que un hotel en Europa debe apelar para ser llamado elegante. En la entrada un caballero de uniforme te abría la puerta, las maderas eran nobles, el servicio caminaba circunspecto y sin levantar la vista. En la recepción apuntaron su apellido y le anunciaron que ya se podía cenar. El viajero pidió unos minutos, una ducha, un instante de silencio, ropa limpia y enseguida bajó. El salón estaba atestado de muchachas rubias cuyos antepasados habían venido desde la melancólica Finlandia y de muchachas morenas que habían quedado como último trofeo de las invasiones del sur. A algunas creyó que las reconocía. Las había visto desde el tren, ocupando los laterales del camino asfaltado que llevaba a la frontera. Junto a ellas, camioneros alemanes les dañaban la piel de los brazos y los muslos. El viajero cenó en silencio, sin atreverse a perder la mirada en la belleza sin civilizar de aquellas chicas.

El resto de la noche la pasó en su habitación, desnudo sobre la cama, leyendo a ratos, a ratos perdido, siempre pensando en hombres pálidos, en viejas dinastías, en la nieve de algunas batallas, en soldados muertos, en la amenaza de los ejércitos turcos subiendo hacia el norte. Pensó en Viena y en aquella ciudad, en Hungría y en un río que padecía la dicha de llamarse Danubio. Cuando apagó la luz, miró hacia la calle y buscó el lento pasar de una manada de lobos, el chasquido de muchas ramas rompiéndose, los bosques y sus rincones de niebla. La luna. Antes de cerrar las cortinas creyó escuchar algún murmullo de amor. Se durmió muy tarde, preguntándose si de aquella espera alguien sabría hacer literatura.

 

Antonio Campoy Martínez




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