Roma

En un lugar de Italia hay paisajes que no merecen llamarse Roma.

Porque Roma es el rumor del Tíber y muertes de cardenales. Las siete colinas. Roma y el italiano son el beso a la mano de su Santidad, legiones que vuelven, Virgilio, el perdón de los césares y la memoria del latín. Roma es el rezo de Urbano II después de haber llamado a la Cruzadas, la inconsolable nostalgia de Antonio y palacios abandonados. Roma son ingleses enfermos que vienen a morir al sur. Es la belleza de una mujer y sus caderas, Cleopatra, los pasillos sin fin del Vaticano. Embajadores. Jardines. El milagro azul de la Capilla Sixtina. Roma es el siglo XIX. Los Borgia y su amor entre hermanos. Calles que parecen París y mujeres maduras que leen a Proust en los parques. Es el cielo despejado y hoteles de cortinas desgarradas. Sus librerías. Miles de esclavos de Judea y sus heridas mortales, los trenes que se despiden. Roma somos tú y yo besándonos en un anochecer entre columnas. Roma es el eco de ese nombre escuchado en la oscuridad.

¿Qué eran Londres, Berlín, Nueva York, Amberes, Trieste o San Peterburgo cuando allí ya se paseaban bajo los olivares del Foro?¿Qué eran Madrid, Hamburgo, Chicago, Bristol o Montevideo cuando Miguel Ángel se enfrentaba a los Papas? La respuesta más humilde me dicta que no eran sino aldeas habitadas por bárbaros, páramos sin nombre, acantilados a los que sólo iban a morir las olas.
Roma no, Roma fue siempre la ciudad a la que llevaban todos los caminos. El lugar en el que se coronaba a los Emperadores. El humo santo de una chimenea. Roma fue la sombra que persiguió a Carlos V en Yuste. Su dolor. La conciencia atormentada desde que una mañana de 1527 supo que sus hombres habían arrasado Roma, la ciudad de las plazas, de las calles en cuesta, de las ventanas con flores, de la traición.
¿Y qué es ahora ese lugar que insiste en seguir llamándose Roma?
Nuevos invasores cuyo fin es lanzar monedas en las fuentes, agolparse en los mercados, mirar un minuto las ruinas. La suciedad y los gritos. Disfraces de gladiadores. Mujeres de voz viril. Hombres con caldo en el pelo. Barrios apartados en los que nadie responde a un saludo y las adolescentes se recogen por la noche corriendo con miedo.

Difícilmente habrá habido nunca desengaño mayor. Y ahora me duelen las horas que pasamos preparando el viaje. Cuando yo te recordaba versos y tú me contestabas con esa mirada tuya tan azul. Nada te dije, me reprochas ahora, de sus jóvenes afeminados y orgullosos y de su miseria. No tengo respuesta. Soy el primero al que le cuesta endulzar el amargo sabor de este trago.
Porque yo también llegué buscando la música de su lengua y el recuerdo de su historia. En su lugar hallé niños que se sorbían los mocos y me pedían unas monedas. Empujones. El pavor de cien miradas. Yo llegué con el narcótico de la lectura y tu promesa de amor. En su lugar me perdí y sólo encontré el refugio de los autobuses. Yo llegué para honrar a mis muertos y dejar que una tarde entera se perdiese frente al Castillo de San Angelo. Porque ellos me dijeron que aquella ciudad era Roma. Porque me juraron que no hay primavera que no nazca en sus calles. Yo llegué por el vino, por el limón, por los licores dulces, por la nostalgia de un café mirando la lluvia. Sus habitantes sólo me entregaron una postal triste, como esas fotos antiguas en las que unos recién casados visten raídos trajes de alquiler. 
Me mintieron. Ellos me mintieron. Donde estuve no era Roma. Era una ciudad que debería ser invadida por el ejército inglés.

 

Antonio Campoy Martínez



Györ Alepo Colliure

[ cine ]