Y entre
los palacios hay pueblos enteros de barro y de paja: el negro canaco en su
choza redonda, el de Futa-Jalón cociendo el hierro en su horno de tierra, el
de Kedugú, con su calzón de plumas, en la torre redonda en que se defiende
del blanco: y al lado, de piedra y con ventanas de pelear, la torre cuadrada
en que veintiséis franceses echaron atrás a veinte mil negros, ¡que no podían
clavar su lanza de madera en la piedra dura! En la aldea de Anam, con las
casas ligeras de techo de picos y corredores, se ve al cochinchino, sentado en
la estera leyendo en su libro, que es una hoja larga, enrollada en un palo; y
a otro, un actor, que se pinta la cara de bermellón y de negro; y al bonzo
rezando, con la capucha por la cabeza y las manos en la falda. Los javaneses,
de blusa y calzón ancho, viven felices, con tanto aire y claridad, en su
kampong de casa de bambú: de bambú la cerca del pueblo, las casas y las
sillas, el granero donde guardan el arroz, y el tendido en que se juntan los
viejos a mandar en las cosas de la aldea, y las músicas con que van a buscar
a las bailarinas descalzas, de casco de plumas y brazaletes de oro. El kabila,
con su albornoz blanco, se pasea a la puerta de su casa de barro, baja y
oscura, para que el extranjero atrevido no entre a ver las mujeres de la casa,
sentadas en el suelo, tejiendo en el telar, con la frente pintada de colores.
Detrás está la tienda del kabila, que lleva a los viajes: el pollino se
revuelca en el polvo: el hermano echa en un rincón la silla de cuero bordado
de oro puro: el viejito a la puerta está montando en el camello a su neto,
que le hala la barba.
Y afuera,
al aire libre, es como una locura. Parecen joyas que andan, aquellas
gentes de traje de colores. Unos van al café moro, a ver a las moras
bailar, con sus velos de gasa y su traje violeta, moviendo despacio los
brazos, como si estuvieran dormidas. Otros van al teatro del kampong
donde están en hilera unos muñecos de cucurucho, viendo con sus ojos
de porcelana a las bayaderas javanesas, que bailan como si no pisasen, y
vienen con los brazos abiertos, como mariposas. En un café de mesas
coloradas, con letras moras en las paredes, los aissauas, que son como
unos locos de religión, se sacan los ojos y se los dejan colgando, y
mascan cristal, y comen alacranes vivos, porque dicen que su dios les
habla de noche desde el cielo, y se los manda comer. Y en el teatro de
los anamitas, los cómicos vestidos de panteras y de generales, cuentan,
saltando y aullando, tirándose las plumas de la cabeza y dando vueltas,
la historia del príncipe que fue de visita al palacio de un ambicioso,
y bebió una taza de té envenenado. Pero ya es de noche, y hora de irse
a pensar, y los clarines, con su corneta de bronce, tocan a retirada.
Los camellos se echan a correr. El argelino sube al minarete, a llamar a
la oración. El anamita saluda tres veces, delante de la pagoda. El
negro canaco alza su lanza al cielo. Pasan, comiendo dulces, las
bailarinas moras. Y el cielo, de repente, como en una llamarada, se
enciende de rojo: ya es como la sangre: ya es como cuando el sol se
pone: ya es del color del mar a la hora del amanecer: ya es de un azul
como si se entrara por el pensamiento del cielo: ahora blanco,
como plata: ahora violeta, como un ramo de lilas: ahora, con el amarillo
de la luz, resplandecen las cúpulas de los palacios, como coronas de
oro: allá abajo, en lo de adentro de las fuentes, están poniendo
cristales de color entre la luz y el agua, que cae en raudales del color
del cristal, y echas al cielo encendido sus flores de chispas. La torre,
en la claridad, luce en el cielo negro como un encaje rojo, mientras
pasan debajo de sus arcos los pueblos del mundo.
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