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CUENTOS DE LA MINA | |
Por Víctor Montoya |
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EL CASTIGO DEL TIO | |
—Las desgracias nunca vienen solas —dijo mi abuelo. Se alisó los bigotes, se pasó la mano por la frente y prosiguió—: Hay quienes dicen que mi enfermedad es el castigo del diablo. Yo
reaccioné como pateado por una corriente eléctrica. Recogí el aliento
y pregunté en tono de admiración: —¿Y
quién es el diablo? —Es
el Tío de la mina. El dueño de los minerales y el amo de los
mineros... Me
quedé callado y pensativo. Mi
abuelo era de complexión delgada y estatura mediana; tenía los bigotes
espesos y aspecto de patriarca; la camisa gris hacía juego con sus
canas y los botones con sus ojos claros, pequeños pero vivaces. —Los
mineros son supersticiosos —dijo, echándome una mirada furtiva—. Le
temen al Tío más que al capataz de la mina. Algunos dicen que el Tío
es vengativo, sobre todo, cuando no se lo trata con respeto y cariño...
Me
senté en la silla que estaba al lado de la cama, apoyé la cabeza
contra el respaldo y esperé que mi abuelo continuara hablando. Pero pasó
un tiempo y no dijo nada, hasta que le pregunté si acaso era cierto que
él vio el espíritu del Tío. Mi
abuelo afianzó la espalda contra el cabezal de la cama, encendió un
cigarrillo, aspiró a pulmón lleno, hizo argollas con el humo y dijo: —El
Tío es el diablo y el dios pagano de los mineros. Por eso lo saludan
con respeto al entrar y al salir de la mina. Le ofrecen hojas de coca,
alcohol y cigarrillos. A él le piden protección y buenas vetas. Así
son los mineros; unos encuentran el mineral con la ayuda del Tío y
otros encuentran la muerte de un día para otro... Yo,
al constatar que su respuesta no correspondía a mi pregunta, volví a
repetir: —Abuelo,
¿es cierto que viste el espíritu del Tío? —Es cierto —dijo—. Pero eso te lo contaré otro día... —¿Y
por qué no aquí y ahora? —insistí como quien no se da por vencido. Entonces
mi abuelo, cuya benevolencia se ajustaba a la curiosidad de los niños,
aspiró el humo del cigarrillo y dijo: —En
vísperas del Carnaval, después de ch’allar a la Pachamama y
entregarle ofrendas al Tío, me quedé dormido sobre los callapos
del rajo, sin quitarme las botas ni el guardatojo. Al
despertar, tras una descarga de dinamita que sacudió la montaña, vi a
un niño vestido como los indios del altiplano; tenía ch’ullu
de lana, poncho de colores vivos, pantalones de bayeta y abarcas de
goma. Llevaba un chicote en la mano y unos ojos redondos que, al mirarme
fijamente, se encendieron como las chispas de la roca herida por el
barreno. Quise preguntarle quién era, qué quería y de dónde venía.
Pero no me dio tiempo. Apenas abrí la boca, él se convirtió en humo y
desapareció llorando como alma en pena. Entonces yo, atacado por la
duda y el miedo, me quedé pensando en que no era un niño ni un chivato,
sino el espíritu del Tío... Miré
a mi abuelo, quien a su vez miraba el crucifijo que pendía en la pared
de enfrente. —¿Y
qué paso después? —pregunté, la respiración atascada en el cuello
y el corazón golpeándome en el pecho. —Ese
mismo día, cuando llegué a casa, el Tío estaba esperándome en la
puerta, convertido en un anciano de pelo blanco y espalda encorvada. Me
habló con un tono de reproche, aunque no recuerdo bien lo que me dijo.
Como no se parecía al Tío, me lo quité del paso y le cerré la
puerta. Por la noche, a la hora de acostarme, el Tío se volvió a
aparecer al lado de mi cama, sentado en la misma silla donde tú estás
ahora... Yo
me levanté de la silla y sentí un estremecimiento que me recorrió por
el cuerpo como una corriente de agua fría. Mi abuelo alargó el brazo y
aplastó la colilla del cigarrillo en el cenicero del velador. —¿Y qué te hizo el Tío? —pregunté exhausto pero curioso por conocer el final del relato. Mi
abuelo, cuyos ojos reflejaban una pena sin límites, acomodó su cabeza
sobre la almohada y contestó: —El
Tío, que es el único que se atreve a medir sus fuerzas demoníacas con
las fuerzas divinas de Dios, me miró con sus ojos de fuego y se rió
con la ronca campana de su garganta, hasta que caí en un pesado sueño
del que no recuerdo nada. Al día siguiente, ni bien desperté, quise
levantarme de la cama, pero no pude por mucho que lo intenté; tenía el
cuerpo paralizado y las piernas agarrotadas como las patas de un muerto.
Desde entonces paso tendido en la cama, esperando la muerte y pensando
que las desgracias nunca vienen solas... Miré a mi abuelo. Miré el crucifijo y pregunté: —¿Y
por qué te castigó el Tío? Mi abuelo se alisó los bigotes, se paso la mano por la frente y dijo: —El Tío me castigó por haberme adueñado de la lámpara y el guardatojo que encontré en el tope de una galería, donde hace años murió un minero asfixiado por los gases malignos. Aunque estaba prohibido entrar allí, yo lo hice sólo por la curiosidad de saber si era cierto lo que contaban los mineros más antiguos. Ahí nomás, en medio de los tojos y la ch’aqa, encontré el guardatojo y la lámpara cubiertos de polvo y en buen estado. Cuando me agaché para recogerlos, me sorprendió una calavera que tenía la mandíbula abierta, como riéndose de mí. Guardé el guardatojo y la lámpara en la bolsa de Calcuta, di media vuelta y me alejé rumbo a mi paraje, donde mis compañeros estaban ya preparando el tiro para lamear la veta. No dije nada a nadie, pero sentí una especie de punzada en mi interior, como si el Tío estuviese enojado conmigo, no sólo porque me adueñé del guardatojo y de la lámpara, sino también porque entré en la tumba de ese minero que fue abatido por los gases. Desde ese día, y durante varios años, viví acosado por el espíritu del Tío, quien, según dicen algunos, representa el alma de los mineros muertos en el interior de la mina; lo peor es que el Tío, en lugar de castigarme con una muerte repentina, me condenó a padecer de esta enfermedad que de a poco me va quitando la vida... —¿Es
por eso que dices que las desgracias nunca vienen solas? —No
sólo por eso, sino también porque los humanos nunca estamos solos.
Vivimos acompañados de Dios y del diablo. Ellos son la voz de nuestra
conciencia, los generadores del bien y del mal. Además, el Tío es como
nosotros, que somos bondadosos y caritativos con quienes nos tratan
bien, y crueles y vengativos con quienes nos tratan mal... Volví a mirar a mi abuelo, miré el crucifijo y salí en dirección al patio, donde los niños hacían bailar los trompos sobre las palmas de sus manos.
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Copyright © Jhonny Tórrez S. - febrero 2002 |