CUENTOS DE LA MINA

               Por Víctor Montoya

EL LAMERO

El Lamero era campesino valluno; tenía el físico atlético y los ojos verdes como la coca. Era parco de palabra y arisco con los desconocidos. En la mina caminaba con la cabeza gacha, sin hablar ni mirar a nadie, ni siquiera al Tío, en cuya galería se sentaba solo, como aislado en su propio mundo. Sus compañeros lo consideraban extraño, tan extraño que casi siempre parecía estar rezando. Unos decían que llegó a la mina como prófugo de la justicia, tras haber cometido un crimen pasional en la chichería de su pueblo, donde conoció a una mujer que lo engañó con su mejor amigo. Otros decían que el motivo del crimen no fue un ajuste de cuentas por una querella amorosa que se inició apenas se conocieron, sino un acto de honor que, con el transcurso del tiempo, se le transformó en un remordimiento que no lo dejaba vivir ni conciliar el sueño. En la cabeza se le grabó el impacto de las puñaladas y en el alma se le metió una angustia más pesada que una lápida. Y, aunque apenas tenía treinta años cumplidos, se sentía como un anciano aguardando la muerte.

El  último  día  que el Lamero despertó angustiado, la mañana era fría y la luz que penetraba por la ventana, incidiendo en los cristales, le hirió los ojos, deslumbrándolo. Tosió con la intensidad de los silicosos y se desperezó en la cama sin sospechar que éste sería el último día de su vida, aunque su actual concubina, una mujer supersticiosa que sabía leer los pensamientos ocultos en el brillo de los ojos, le dijo que en su sueño vio cruzar por la puerta una carreta de fuego tirada por dos caballos, cuyos cascos rompían el silencio de la noche. El jinete, que tenía aspecto de macho cabrío, iba anunciando la muerte a gritos mientras hacía silbar un lazo en el aire.

El Lamero, sin escuchar el relato de su concubina, se levantó de la cama y se vistió de espaldas a la pared. Tomó el desayuno y se echó a los hombros la bolsa de Calcuta.

Su concubina se volvió sobre la cama y, convencida de que el sueño le anunció la tragedia, le dijo:

—No vayas a la mina. Tengo el presentimiento de que nunca más volveré a verte con vida.

El Lamero no contestó. Se caló el guardatojo hasta las cejas y se arropó con la bufanda.

Su concubina se levantó de la cama intentando persuadirlo, pero como sus ruegos no obtenían respuesta alguna, ni sus explicaciones lograban romper el mutismo de ese hombre taciturno, volvió a meterse en la cama, se aferró a las frazadas y rompió en sollozos, resignada a perder a quien empezó a amar con todo el furor de su alma.

El Lamero abrió la puerta y ganó la calle, donde el viento soplaba con fuerza incontenible, calándose por las rendijas de puertas y ventanas.

Estando ya en el interior de la mina, se dirigió a la galería del Tío, donde pijchó hojas de coca y fumó k’uyunas. Sus compañeros, saludándolo con el mismo respeto con que saludaban al Tío, se retiraron de la galería y lo dejaron tranquilo, pues, por el semblante que tenía, parecía estarle suplicando al Tío que no lo dejara morir en los socavones ni caer en peligros. Lo cierto es que, después del Tío y la Chinasupay, él era el obrero más respetado en el interior de la mina, donde se ganó la confianza y el aprecio de todos, desde el gerente de la empresa hasta el último trabajador de la mina. Nadie ponía en duda su coraje ni su fortaleza física. Todos sabían, de alguna manera, que el Lamero era un hombre suicida, capaz de treparse a las alturas, librar una batalla ciclópea contra las rocas y reírse de la muerte. Él protagonizaba la búsqueda del mineral y él decidía la suerte del paraje. En él estaban concentradas la experiencia colectiva y la sabiduría popular; era ingeniero empírico y poseía instinto de químico, no sólo porque reconocía la ley del mineral a simple vista, sino porque al pulsear un pedazo de roca, olfatearlo y saborearlo, podía detectar el lugar donde se escondía la veta.

Cuando el Lamero terminó de pijchar, se despidió del Tío y se endilgó hacia el paraje donde el laborero y el jefe de la galería lo esperaban expectantes. Había llegado el instante de lamear la roca, de serenar los nervios y mantener la calma. El Lamero se sujetó el guardatojo con una cuerda que le cruzaba por debajo de la mandíbula, muy cerquita del cuello, y preparó el material para armar el tiro a treinta metros de altura. En su bolsa de Calcuta puso los cartuchos de dinamita, las guías de cincuenta metros de largo, los fulminantes, el fósforo y la greda para sujetar la carga explosiva contra la grieta de la roca. Aparte de su bolsa de Calcuta, llevaba un martillo puntiagudo al cinto, como los alpinistas dispuestos a desafiar los peligros de la montaña. No tenía armellas en las botas, no usaba mosquetones ni cuerdas de nylon. Le bastaban sus robustas manos, cuyos dedos, largos y nudosos, tenían las uñas afiladas como garras de felino. Escupió saliva verdosa sobre la palma de sus manos, se agarró de las salientes de la roca y los músculos se le tensaron como cuerdas de arpa. 

El rajo vertical, que de sólo mirarlo provocaba vértigo, se abría como una chimenea entre la hermosura del cuarzo cristalizado. Pero el Lamero, no sin antes apreciar que la naturaleza arisca atrapada en los socavones era tan bella como el propio altiplano, siguió trepando por las trancas hechas de callapo, que él iba acomodando en forma de escalera mientras ascendía hacia la bóveda, sin otro pensamiento que alcanzar ese enorme tajo de la montaña, donde debía preparar el tiro y lamear la roca.

Él sabía que el rajo, con sus grietas y cataduras, ofrecía riesgos graves, que no siempre estaban compensados por la satisfacción de sentirse un hombre araña, ya que cada vez que estaba arriba, balanceándose en las alturas como un equilibrista, se abría a sus pies un abismo sin fondo, donde podía caer sin más consuelo que sufrir una muerte instantánea. Sin embargo, este sistema de trabajo, realizado a veinte o treinta metros de altura, parecía concederle una satisfacción de orden moral, como si se le hubiese desarrollado una pasión mórbida por las ascensiones peligrosas. Estaba acostumbrado a jugar con la muerte y con el suspenso de sus compañeros, quienes le seguían con la mirada, paso a paso, milímetro a milímetro, hasta que él se convertía en un punto de luz oscilando en las alturas.

El Lamero, prendido a la bóveda como un murciélago, sacó el material explosivo de su bolsa de Calcuta y preparó el tiro con precisión de artesano, mientras el laborero y el jefe de la galería, mirándolo desde abajo, la nuca torcida a la espalda y los ojos vueltos hacia arriba, esperaban con paciencia el término de la jornada.

El Lamero, que aprendió a combatir sin tregua contra las rocas, chispeó la pólvora de la guía y se dispuso a descender por la misma escalerilla por la cual ascendió entre la luz y la sombra. De súbito, como si fuese a saltar en el vacío, se precipitó dando tumbos entre los riscos filosos de la roca.

Cuando su cuerpo se aplastó contra la parrilla, el laborero y el jefe de la galería, llenos de estupor y conmocionados por el descalabro, constataron que el Lamero tenía la cabeza partida y los huesos atravesados. No perdieron tiempo. Levantaron el cadáver y buscaron refugio en un paraje aledaño, a la espera de la explosión de dinamita, cuyo traquido desprendió grandes planchones de roca, seguido por un humo espeso que olía a caldo de gallina. Lo único que quedó en el rajo fue el guardatojo del Lamero, con la lámpara encendida como una chispa en la oscuridad. 

—¡Qué mierda! Esta vez no le salió como antes —comentó el laborero, mientras una lágrima le partía la cara.

Seguidamente guardaron un respetuoso silencio, hasta que el jefe de la galería dijo:

—De nada le valieron sus fuerzas ni la experiencia acumulada en tantos años de trabajo.

—Tampoco le sirvió de nada ser el tercer amo de la mina, después del Tío y la Chinasupay —replicó el laborero, los ojos vidriosos y la respiración atascada entre el pecho y la espalda.

Al término de la faena, cuatro mineros llevaron el cadáver hasta su casa, donde los recibió su concubina, empapada en lágrimas y vestida ya de luto.

—Yo sabía esto —sollozó—. No en vano le dije esta mañana que mi sueño me anunció su muerte...

Los mineros, pronunciando palabras de condolencia, tendieron el cadáver sobre la cama. Le lavaron y cambiaron de ropa. Después lo depositaron en un ataúd negro, que fue velado en la sede del Sindicato, donde asistieron desde el gerente de la empresa hasta el último trabajador de la mina.

Durante un día y una noche, congregados en torno al difunto y acompañados de plañideras, masticaron hojas de coca y sorbieron tragos de aguardiente, mientras exaltaban las proezas y la imagen del Lamero, quien murió tragado por esa tenebrosa profundidad que se abría a sus pies cada día.

A la mañana siguiente, tras acompañar al cortejo fúnebre hasta el cementerio, sepultaron el ataúd en una fosa pedregosa, con la esperanza de que por fin hallara paz en su última morada, pues todos sabían que el Lamero, luego de haber cometido un crimen pasional en su pueblo, vino a purgar sus penas en el calvario de la mina, donde se ganó el respeto y la admiración entre los trabajadores que lo tenían por suicida.

 


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Copyright © Jhonny Tórrez S.   -  febrero 2002