Yo soy tu extraña historia
Mordake o la condición infame es la tercera novela de Irene Gracia (Madrid, 1956), que sigue a Fiebre para siempre (1994) e Hijas de la noche en llamas (1999). Y no me refiero a la mera secuencia cronológica que cualquier trayectoria literaria va pautando. Hablo ante todo de un seguimiento que es continuación y prolongación a la vez que ahondamiento de un mundo singular, un verdadero mundo de escritor, que no brota de una topografía externa, sea ésta real o ficticia, sino de un fondo interior -alma, psique- tan enigmático y sugerente como perturbadoramente bello.
En Mordake o la condición infame, Irene Gracia parte de una noticia recogida en un estudio de 1896 sobre anomalías y rarezas en la Historia de la Medicina, según la cual Edward Mordake, heredero de una de las familias más nobles de Inglaterra y joven de excelentes dotes, estudioso, y músico de notable habilidad, de porte y rostro comparables al de Antinoo, tenía, en la parte posterior de su cabeza, otra cara, la de una bella mujer, "adorable como un sueño, terrible como un demonio". El rostro femenino era una simple máscara que ocupaba tan sólo una pequeña porción de la parte trasera del cráneo, pero que mostraba todos los signos de poseer inteligencia, aunque de un tipo maligno. Se la veía sonreír y mirar despectivamente cuando Edward lloraba. Los ojos seguían los movimientos del espectador y los labios se movían sin cesar. No se oía voz alguna, aunque Mordake afirmaba no poder dormir por las noches por los susurros de su diabólico mellizo.
Tal vez esta breve sinopsis induzca al lector a creer que estamos ante una obra heredera de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, pero no es exactamente así. Sin duda Irene Gracia ha tenido en cuenta la inmortal creación de Stevenson -que se publicó en enero de 1886, por cierto-, imposible de eludir tratándose de la historia que se trata en Mordake. Pero esta referencia, lo mismo que otras muchas -en general procedentes de la literatura y la pintura románticas y decadentistas, aunque también están los mitos clásicos, y Shakespeare, y un cierto atrezzo barroco en el bellísimo pasaje del canal veneciano- están finamente insertadas -más bien diluidas- en el relato, sin caer nunca en la mera tramoya retórica. Todo esto se respira en Mordake porque es como el fondo de época en el que se desarrolla este apasionante conflicto de la identidad. Stevensoniana es en todo caso esta novela de Irene Gracia en el modo de entender el estilo -léase "el fundamento del arte de la literatura"- como "una telaraña, una pauta a la vez sensorial y lógica, una trama elegante y fecunda". Y lo es también porque esta fábula de Edward y Edwardina se sitúa más cerca de la poesía que de la ordinaria ficción en prosa (rasgo ya presente en las anteriores novelas de la autora, sobre todo en Hijas de la noche en llamas).
Pero no estamos ante un relato espectral. Ni tampoco hay transformación de un ser en otro: hay amorosa unión, al final, tras una forzada coexistencia, jánica y dramática, en la que asistimos, ante todo, a una pugna por el conocimiento -del yo y de sus sombras, ese otro que siendo mi opuesto forma parte de mi, y que a la vez me atrae y me asusta y me horroriza- y por la libertad, para la que no valen pactos, ni angelicales ni mefistofélicos, porque toda alianza lleva su condena. Por supuesto, el torbellino de sentimientos antagónicos que generan pulsiones extremas está perfectamente novelado en una cadena de situaciones y episodios que expresan el fondo último de cada una de las caras que encarnan estas dos criaturas: la diurna, de naturaleza apolínea, ordenada y luminosa, y la oscura y lunar, más próxima a la embriaguez dionisíaca, sádica y maldita, hermana lejana de la belle dame sans merci.
Mordake o la condición infame es también una novela profundamente erótica -ya sé que sobra el adverbio, pero es una manera de advertir que no estamos ante lo ginecológico realista ni ante la coprología quevediana que abundan por nuestros pagos-, que narra los modos en los que se presenta y es vivida la fascinación del amor: la appetitio o la atracción sensual; ese perdido abandono en la figura amada y el olvido oceánico de todo lo demás, que es la perditio; y finalmente la affectio, el amor-amistad fundado en la unión física y en la afinidad espiritual. Es la línea que alcanzan Edward y Edwardina tras una feroz existencia en la que conocieron -¿juntos?- el odio, la duda, la culpa, el temor, la belleza, la risa, la soledad, la condena, las tinieblas, el dolor. "Ahora entiendo el milagro de la vida", escribirá Edward en su diario (la nota epocal resuena también en la estructura de la novela): "Cuando uno se siente hijo de la luz [...] puede también bendecir lo más negado. Puede bendecir la muerte y puede bendecir la vida, y puede alzar la copa y decir [...] ha llegado la hora de congratularse con los vivientes; porque... Somos hijos de la luz y de la oscuridad, hijos de la música y la palabra. Hijos de nosotros mismos somos".
Ana Rodríguez Fischer 7- de Abril de 2001