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Había sido tan hermoso, en viejos tiempos, sentirse instalado
en un estilo imperial de vida que autorizaba los sonetos, el diálogo
con los astros, las meditaciones en las noches bonaerenses, la serenidad
goethiana en la tertulia del Colón o en las conferencias de los
maestros extranjeros. Todavía lo rodeaba un mundo que vivía así,
que se quería así, deliberadamente hermoso y atildado, arquitectónico.
Para sentir la distancia que lo aislaba ahora de ese columbario,
Oliveira no tenía más que remedar, con una sonrisa agria, las decantadas
frases y los ritmos lujosos del ayer, los modos áulicos de decir
y de callar. En Buenos Aires, capital del miedo, volvía a sentirse
rodeado por ese discreto allanamiento de aristas que se da en llamar
buen sentido y, por encima, esa afirmación de suficiencia que engolaba
las voces de los jóvenes y los viejos, su aceptación de lo inmediato
como lo verdadero, de lo vicario como lo, como lo, como lo (delante
del espejo, con el tubo de dentífrico en el puño cerrándose. Oliveira
una vez más se soltaba la risa en la cara y en vez de meterse el
cepillo en la boca lo acercaba a su imagen y minuciosamente le untaba
la falsa boca de pasta rosa, le dibujaba un corazón en plena boca,
manos, pies, letras, obscenidades, corría por el espejo con el cepillo
y a golpe de tubo, torciéndose de risa, hasta que Gekrepten entraba
desolada con una esponja, etcétera).(-43)
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Cortázar, Julio; Rayuela,
Madrid, Ediciones Cátedra, 1998
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