COLLABORATIONS

Julio/2001
La Importancia de la cultura hispana para el pueblo filipino
Charla en el Ateneo Obrero de Gijón (28 de junio de 2001)
 
by/ por  Elizabeth Liz Medina
( Born in Quezon City, 1954 )
from/ desde Santiago de Chile
 

Muy buenas noches a todos ustedes.

Es en realidad una tautología, una redundancia y una obviedad hablar de la importancia de la cultura hispana para el pueblo filipino, ya que la Nación filipina se formó dentro del contexto histórico, político, social y cultural del proceso de expansión geográfica del Imperio español, en las tierras nuevas de América y Oceanía.

Sin embargo, el hecho es que en Filipinas, hoy por hoy, apenas se tiene conciencia de que la Nación surgió de la fusión entre lo indígena y lo español (hablo en términos sobre todo de matriz cultural, ya que hablando en términos de raza habría que añadir el elemento chino).

En esta intervención intentaré aclarar para ustedes, dentro de mis limitados conocimientos, las profundas raíces hispánicas del ser filipino, así como las razones de por qué dichas bases pasan mayormente desapercibidas por casi todos los filipinos de hoy.

Al iniciarse la colonización española de las Islas filipinas en 1564 con la llegada de la expedición de Miguel López de Legazpi a Cebú y Panay y la fundación de Manila en 1571 como ciudad principal del reino de Nueva Castilla, los españoles se encontraron frente a dos tipos de población indígena, hablando en términos generales: había musulmanes, súbditos del Sultanato de Borneo, que habitaban mayormente las costas de la isla grande de Mindanao; y había tribus montañesas y asentamientos playeros y ribereños de naturales que rendían culto a sus ancestros, sus ánimas y que creían en un dios único, Bathala.

Como todos sabemos, los moros no quisieron nada con los advenedizos pero entre los segundos los españoles encontraron desde un principio bastantes conversos, y celebraron pactos de amistad y alianzas militares. Los naturales paganos vivían en agrupaciones de familias, autónomas las unas de las otras. Escribió Dr. Antonio de Morga, oidor de la Audiencia de Manila y autor de la historia príncipe del país, Sucesos de las Islas Filipinas, publicada en México en 1609: "En todas estas islas, no había reyes ni señores que las dominasen".

Los naturales vivían de la pesca, de sus siembras y de la extracción de pequeñas cantidades de oro y plata de sus minas. Viajaban de isla en isla comerciando productos tales como mantas, seda cruda, algodón, arroz, algalía, madreperla, conchas pequeñas llamadas siguei utilizadas por los camboyanos y siameses como moneda, jarros antiguos de misteriosa proveniencia llamados tibores, muy apetecidos por los japoneses y chinos para guardar el té, etc.

El mayor problema de estos pueblos paganos, sobre todo de los isleños bisayos, era la piratería. Llegaban a sus playas los mindanaos, tanto musulmanes como otros como los sangiles, caragas y camucones que eran gentiles, y se llevaban de vuelta a Mindanao, Joló o Borneo partidas de hasta 2.000 cautivos que convertían en esclavos para trabajar sus campos, cosechar perlas y servir en sus casas. En la mayoría de los casos, para nunca más volver al hogar ni reunirse con sus familias. Además de cautivos, los piratas se llevaban todo lo que les servía de las casas y pueblos de sus víctimas, y hasta dejaban una estela de muertos cuando los poblaciones les oponían resistencia.

Es así que, según el historiador y polígrafo español Wenceslao Emilio Retana, los naturales aceptaron convertirse en vasallos del rey español, porque los españoles les llamaron "hermanos" y prometieron proteger y defenderlos contra los musulmanes, quienes los llamaban "cautivos".

Por otro lado, los padres misioneros iniciaron, codo a codo con los soldados pero en muchos casos recorriendo los nuevos territorios enteramente solos, la gran labor de la evangelización. Según los Libros Reales de México, "desde 1605 hasta 1632 pasaron a las islas, de todas las religiones, 554 religiosos". Esta cita aparece en el libro Historia Sobrenatural de las Islas Bisayas, escrito por el misionero jesuita P. Francisco Ignacio Alzina y publicado en Gandía, Valencia en 1668. Padre Alzina llegó a la isla de Samar a los 25 años en 1632, junto a otros 24 de la Compañía de Jesús, y dedicó 35 años a la labor misionera en Samar, Leyte, Bohol y Cebú. P. Alzina describe en minuciosa detalle, a partir de sus propias observaciones y de las historias orales de otros misioneros, el doloroso proceso de la renuncia de los indios a sus hogares ancestrales para poco a poco acostumbrarse a vivir en los pueblos parroquiales: "...los indios fueron sacados de sus comunidades pequeñas para crear pueblos y esto costó mucho por su casi violento amor a su rincón". Esto se hizo para facilitar el adoctrinamiento de los naturales, ya que la labor de conversión y catequismo fue sumamente difícil, sacrificado y peligroso para los misioneros, quienes debieron viajar continuamente a lugares aislados, generalmente navegando en pequeñas embarcaciones por el mar, lidiando con vientos contrarios y fuertes corrientes, y recorriendo caudalosos ríos infestados de "carniceros" caimanes. Con frecuencia sus embarcaciones zozobraban, perdían valiosos materiales y objetos necesarios para las misas y los sacramentos, y a veces hasta perdían a sus asistentes, si no sus propias vidas.

La obra de Padre Alzina me ha hecho comprender que fue la labor misionera de los primeros religiosos la que sentó las bases de la occidentalización de los indígenas filipinos, mediante la cristianización. Los misioneros se encontraron con gentes sencillas que vivían en absoluta libertad, muchos sin haber experimentado jamás la vida en común. Y los padres lograron persuadirlos a dejar atrás sus "huroneras", su desnudez y sus prácticas religiosas sencillísimas, porque ganaron su confianza y con auténtica dedicación lograron mejorar las vidas de sus conversos; por ejemplo, curando sus enfermedades y enseñándoles mejores prácticas agrícolas.

Los misioneros jesuitas llevaron a cabo su labor con asombroso fervor y sistematicidad. En 1668 P. Alzina escribió:

"Sesenta años ha, ya cumplidos, que se comenzó a fundar esta nuestra cristiandad de los bisayas (que 100 ha que comenzó la primera vez en Zibu), y desde el principio estuvo, y está, debajo de la enseñanza de los Padres de Nuestra Compañía con tan buen efecto que...muchos años ha que no se halla en las islas de nuestro ministerio un solo infiel que por la gracia divina y diligencia de los primeros [misioneros], en 20 años se baptizaron todos sino cual o cual que se escondió en los montes. Fueron a los principios los baptizados en este ministerio, en dicho espacio de tiempo, entre chicos y grandes, unos 60 mil, poco más o menos" (147).

En el proceso de trasladarse poco a poco de los montes a los pueblos y al ir adoptando la vestimenta, los usos y costumbres de villanos que los padres misioneros les iban enseñando, los bisayos, luzonianos y mindanaos se transformaron a lo largo de muchas generaciones, en el Pueblo hispanofilipino. Fue un cambio de cultura, de visión del mundo, de comportamiento colectivo de magnas proporciones, con consecuencias profundísimas; un cambio que fue posible gracias a la compenetración humana y espiritual entre el sacerdote y sus parroquianos, en que los filipinos aceptaron al padre misionero, más adelante el fraile, como el centro gravitacional del nuevo patrón social, cultural, económico y político; y fue así que se pudo arraigar en el suelo filipino todo un mundo colonial español de gran estabilidad y continuidad en el tiempo.

Confieso que antes de leer a Dr. Morga y Padre Alzina creía que mis antepasados gentiles sólo agregaron la fe católica a sus creencias paganas, sin renunciar a la antigua religión. No fue así: renunciaron al pasado, a sus viejas prácticas religiosas y se integraron a la nueva fe a tal punto que P. Alzina escribió que los bisayos eran más y mejores cristianos que muchos en España del más añejo linaje católico.

Sin embargo, hubo indígenas que se mantuvieron alejados de los pueblos y que rehusaron abandonar su original modo de vivir, un ejemplo siendo los Igorrotes del norte, quienes además guardaron celosamente el secreto de dónde se hallaban sus minas de oro y plata.

Para fines del siglo XIX, las corporaciones religiosas ya se habían convertido en terratenientes que vivían de sus cuantiosas rentas. Los jesuitas continuaban evangelizando en Mindanao; las demás órdenes sucumbieron al peligro que P. Alzina previó era peor que las tentaciones contra el voto de castidad: la tentación del dinero.

Con el correr del tiempo, las generaciones de hispanofilipinas se fueron sucediendo en los centros urbanos, en las cabeceras provinciales. En todo pueblo de importancia había un cura párroco y una autoridad cívico-militar instalados para presidir el uno y vigilar el otro la buena marcha de las cosas de la república.

Sin embargo, el equilibrio y la estabilidad de la estructura políticosocial de la colonia descansaba sobre bases extremadamente endebles y llenas de fisuras por todas partes. Aquellas fisuras se llamaban: Juventud y Cambio.

Bastaba salir un poco de los pueblos para verificar la presencia de tulisanes o remontados. El crecimiento económico que resultó al abrirse Manila al comercio internacional a mediados del siglo XIX redundó en mayor riqueza, la elevación del nivel de vida y de cultura, sobre todo en las ciudades y entre la principalía. Una clase media joven e ilustrada empezó a hacer sentir su presencia en la Universidad de Manila, pidiendo mejores profesores y un contenido más acorde con los tiempos. Pero se reprimía duramente todo reclamo, por más razonable que fuera, por el progreso, tachándolo de subversivo e irreligioso.

El español no se difundía libremente por la sencilla razón de que faltaban escuelas y profesores. En 1888, según el jurista y economista filipino Gregorio Sancianco Goson, sólo 50 pueblos tenían escuelas, y "¿qué pueden hacer 50 profesores para 9 millones de habitantes cristianos?" (32). Sin embargo, afirmó: "Apenas se habla el español en Filipinas, pero el país es absolutamente español" (225).

En otras palabras, la gente crecía, y el país también, pero el régimen colonial actuaba obstaculizando en vez de facilitando el desarrollo y el progreso.

La juventud –o mejor dicho las nuevas generaciones—empezó a luchar por cambios, una juventud hispanofilipina llena de brillantes y esforzados hombres y mujeres. Fueron primero el clero nativo que presionó por la secularización de las parroquias, seguido por los propagandistas de Madrid, y finalmente los fundadores del Katipunan (la sociedad secreta que desencadenó la Revolución de 1896), los propulsores de la decisión final del pueblo hispanofilipino de separarse de la Madre patria.

En otras palabras y de acuerdo con una visión procesal, en las distintas etapas del proceso revolucionario primero actuaron los religiosos filipinos, seguidos por los ilustrados francomasones, y finalmente los trabajadores urbanos y el campesinado del Katipunan. Y se produjo el quiebre entre los ilustrados que abogaban pacíficamente en España por la reivindicación de los derechos civiles y la dignidad humana de su raza por medio de vías legales, y el pueblo que llegó al extremo de la desesperanza y la pérdida absoluta de fe en toda posibilidad de que el gobierno español lo protegiera de la tiranía frailuna por un lado, y que los españoles reconocieran alguna vez a los filipinos como hermanos por el otro.

Estalló la Revolución de 1896; fue pasado por las armas el hispanofilipino de mayor erudición, cultura y refinamiento espiritual, Dr. José Rizal. Los acontecimientos se aceleraron y apenas dos años después de la declaración de independencia de General Emilio Aguinaldo en Kawit, Cavite, el 18 de junio de 1898, Estados Unidos ya se había instalado en Filipinas como el nuevo poder colonial.

Después de casi cuatro siglos de hispanización, se pretendió realizar un borrón y cuenta nueva en la psique filipina, esta vez bajo la tutela del naciente imperio anglosajón.

Es así que los filipinos de hoy somos el fruto de dos colonizaciones sucesivas y de una lobotomía de nuestra identidad hispanofilipina que ha hecho que nosotros mismos nos reneguemos de nuestro legado y ser hispánicos. No obstante, los norteamericanos sólo triunfaron después de una terrible guerra genocida que ni siquiera era incluida en los textos de historia de mi generación, 70 años después. Fue menester que los filipinos historiadores, inmigrantes en Estados Unidos, crearan conciencia del genocidio perpetrado en Filipinas, casi 90 años después de los hechos.

Y hubo un nuevo cataclismo para el cuerpo de la memoria colectiva hispanofilipina, que siguió la Guerra fil-americana y la reprogramación cultural implementada e institucionalizada después entre 1903 y 1942. Me refiero a la II Guerra Mundial, vivida por el pueblo filipino como la Ocupación japonesa de 1942-1945, cuyo fatal desenlace fue la masacre de los filipinos residentes de la antigua ciudad murada de Manila, muchos de ellos familias criollas y mestizas españolas, y el bombardeo norteamericano que arrasó con el patrimonio arquitectónico español de Intramuros.

Resulta que la conciencia histórica, la memoria colectiva no son entelequias, entes imaginarios y etéricos, conceptos teóricos que habitan la estratosfera. Habiendo llegado recién de un viaje por las ciudades de Viena y de Berlín, me he percatado del rito sagrado que los europeos y visitantes realizan al visitar tanto palacio, tanto museo de arte, tanto jardín y edificio decimonónico; me he dado cuenta de lo importante que es para preservar la integridad de la identidad colectiva que la gente tenga acceso a sus símbolos, a sus marcadores históricos y humanos, y cómo el desarrollo íntimo de toda nación reside, más que en lo económico, en lo cultural y en cuán palpable siga siendo para las nuevas generaciones, la esencia de la lucha por el bienestar y la evolución de su pueblo.

Ambas cosas, tanto la conciencia histórica como la memoria colectiva, residen en los cuerpos, en los corazones y las mentes que hacen, que efectúan ritos, acciones, y que comunican significados entre sí, los pocos a los muchos, los abuelos a los nietos, los profesores a los educandos, los poetas, pintores y dramaturgos a sus públicos, etc. etc., para todo cual son imprescindibles los lugares, los edificios, las casas, los objetos que recrean y conservan la realidad amada, las verdades trascendentes del pueblo.

Pero cuando existe un poder superior que burla o sutilmente coharta la comunicación y transmisión generacional de significados, de símbolos, de ritos sagrados en el seno de la sociedad; y cuando un poder externo destruye, aniquila los lugares sagrados, los símbolos y códigos (lenguajes) de la integridad colectiva, para reemplazarlos con otros, arbitraria y mañosamente impuestos, entonces la conciencia histórica, la memoria colectiva, la identidad popular que cohesionan y otorgan realidad, poder-ser y ser poder a un pueblo, su esencial integridad, comienza a desmoronarse; su fe en sí mismo a retroceder, su autoimagen a mutilar, a deformarse. El resultado se ve a las claras en la situación actual de mi país y de mi pueblo: un pueblo sin identidad, sin rumbo, sin unidad, sin visión de futuro, incapacitada de crearse y de seguir sus propios sueños.

Yo veo la actual lastimosa, trágica pobreza material y espiritual de los filipinos como íntimamente ligados a la pérdida de la cultura y memoria hispanofilipina, que había logrado formar hombres y mujeres con una visión de justicia social, belleza, que eran impulsados en sus ideales y acciones por el amor a la vida y la elevación del espíritu.

Aquella cultura y memoria fueron socavadas por las guerras, las traiciones íntimas, las codicias y, sobre todo, por la subida al poder de quienes no eran sino los ex esclavos de los anteriores tiranos.

Pero no deseo convertir esta charla sobre la importancia de la cultura hispana para mi pueblo en una arenga política ni en un plañidero sermón; por lo tanto cambiaré de tono con vuestro permiso y les hablaré en modalidad de testigo, para redondear este desarrollo de un complejísimo tema y atar algunos cabos sueltos, ojalá de una manera que sea para ustedes coherente y comprensible.

Las generaciones filipinas de posguerra y nuestra realidad actual

Nací en 1954 y creo que para mi generación la mayor desventaja sicológica con la que nacimos, el mayor vacío que siempre pesó sobre nuestro desarrollo intelectual y que jamás fue nombrado, fue el hecho de que nuestra cultura y sociedad habían sido completamente apropiadas por Estados Unidos. Por lo tanto era casi imposible acceder a la más mínima objetividad y amplitud de criterio, mirarnos a nosotros mismos, observar nuestro propio país y cultura, desde otro punto de mira que no fuera el de EE.UU., o de los filipinos que pasaban por referencias políticoculturales y que ya eran absolutamente norteamericanizados en su mentalidad, sin siquiera saberlo. Lo español producía ambivalencia, atracción y rechazo a la vez, una admiración solapada mezclada con el inquietante registro de que allí (entre los mestizos de español, entre quienes hablaban el castellano, en su medio social), uno era mirado en menos por carecer de un "algo" indefinible que ellos sí poseían, pero que a uno le faltaba fatalmente. Lo norteamericano, por contraste, sí era asequible, era posible de incorporar si se accedía a una buena educación, aprendiendo un excelente nivel de inglés.

El paso lógico a continuación, era irse del país, porque "en Filipinas no hay futuro económico".

Además, nuestros mayores para esos años ya habían codificado una conducta marcadora, un rasgo sicoemocional que sólo pude identificar y comprender años después de haberme ido de Filipinas, cuando ya residía en Chile: no hablaban del pasado, mantenían un ferreo control sobre la emotividad que pudiese desbordarse en palabras; no traspasaban las historias de la familia. La nuestra era una sociedad silenciosa, llena de secretos y reservas mentales, de lagunas emotivas detrás de la aparente clima social de armonía, cordialidad y afectividad.

Fue en Chile donde aprendí que se trata de un comportamiento, un mecanismo de defensa síquico que manifiestan quienes han sido víctimas de la violencia organizada o estatal. La reacción más común de personas que sufren la pérdida traumática de seres queridos es el silencio, la anestesia y un tipo de amnesia para enterrar, borrar el pasado.

¿Qué ocurre en Filipinas actualmente? Ocurre que ya hemos roto nuestro aislamiento geográfico y cultural. Con la llamada Diáspora o fuga de cerebros, los filipinos nos hemos desparramado por todos los países. Hoy por hoy, siete millones de filipinos son expatriados, sea temporales o permanentes. Y al salir al mundo, empezamos a encontrarnos con lo esencial nuestro, por contraste con las gentes extranjeras con quienes aprendemos a convivir. En mi caso, al menos, y no dudo que es así para cada vez más de mis compatriotas, vivir en un país ajeno hace caer irremisiblemente en la cuenta de que "Madre hay una sola".

Una segunda cosa ocurre: los filipinos hemos empezado a mirar hacia atrás, más allá del horizonte histórico mediato, hacia el pasado prenorteamericano. En los tres años seguidos desde 1997 en que he vuelto a mi país, me he percatado del surgimiento de una nueva curiosidad y ganas de saber más acerca del pasado hispánico. Se trata de una nostalgia que entiendo muy bien dice relación con el desconcierto generalizado actual y con un registro común de que las cosas del país y entre nosotros van de mal en peor.

También creo que la nueva apertura mental es una señal alentadora del comienzo de una nueva etapa para los filipinos, de la posibilidad de que vayamos adquiriendo, por fin, la voluntad de autoconciencia, de autocrítica y de avanzar hacia la verdadera madurez. No hay mal que por bien no venga. Cuando se topa fondo es cuando sólo queda una dirección por la cual optar, esta es: surgir y crecer.

En la nueva etapa de mayor conocimiento del mundo y, por consiguiente, de un mayor autoconocimiento, nada más lógico y natural que caer en la cuenta de que algo especial nos liga a lo español y a lo hispanoamericano.

Se abren nuevas posibilidades para nosotros, si tan solo las quisiésemos acoger, en el campo de la cultura.

Para sacarle el máximo provecho a esta naciente coyuntura, ¿cuál es la tarea que los filipinos en primer lugar debemos emprender?

Insisto que no se trata de volver al pasado ni de idealizar lo que nunca lo fue. Tampoco se trata de embarcarse en proyectos quijotescos y cortoplacistas, e imponer imágenes que nada tienen que ver con el verdadero sentir y la auténtica situación del pueblo filipino. No se trata de imponer mecánica y arbitrariamente la enseñanza del castellano para reemplazar el inglés, con lo cual el pueblo creerá que se trata de volver al reino del elitismo de todo lo español y cualquier programa de reimplantación del castellano recibiría el rechazo seco del filipino medio, del filipino cuyos hijos ni siquiera pueden acceder a la educación básica por tener que trabajar en los basurales y en las calles, sólo para que su familia pueda subsistir en la miseria.

Se trata de algo bastante sencillo, que yo al menos me he propuesto y que ya implemento en mis accionar diario y concreto, como por ejemplo a través de esta charla delante de ustedes, y frente a mis paisanos en Berlín y Viena: creo que los filipinos podemos intentar adoptar una nueva mirada al pasado con la intención de comprenderlo. Y necesitamos comprender el pasado no sólo intelectualmente sino –más importante aún—emocional y sicológicamente; incluso filosófica y poéticamente, para así reconciliarnos con él y aprender sus dolorosas y hermosas lecciones.

El paso siguiente será lógicamente, llevar la reconciliación a nuestros hermanos y hermanas y actuar sin más postergación para poner fin a la miseria, la ignorancia, la pobreza en que está sumida nuestra familia en Filipinas.

De esta forma, estoy convencida, estaremos finalmente bien parados para iniciar una nueva relación con y entre nosotros, con ustedes los españoles y con nuestros primos latinoamericanos.

Huelga decir que también podremos independizarnos efectivamente de EE.UU.

Estas afirmaciones pueden sonar románticas pero no lo son en absoluto. No se trata más que de la tarea más realista y fundamental que podamos asumir, como individuos, familias, sociedades, razas, naciones; en fin, como especie humana. Ella es: comprenderse y empezar a vivir y convivir en armonía, para lo cual debemos desplegar nuestra máxima potencialidad para actuar en el mundo con sabiduría, fortaleza y compasión.

Los filipinos de 2001 no somos ya los hispanofilipinos de 1898, pero tampoco tenemos por qué sentirnos auténticos sólo si hacemos alarde de que esos 333 años bajo España no fueron sino una breve pesadilla, de la que gracias a Dios ya no queda huella en el país, aparte de la religión católica y algunas iglesias. Porque ya hace 480 años que dejamos de ser tribus pre-magallánicas, y nuestra norteamericanización forzosa nos hizo en toda regla hispano-americano-asiáticos.

Ahora bien, si es el deseo de algunos, o de muchos filipinos de hoy, seguir imponiendo el patrón social de los reyezuelos y principalías con sus séquitos de esclavos, o como los piratas musulmanes del siglo XV, esto presentará un grave problema para nuestras perspectivas nacionales en el futuro inmediato, ya que vivimos en una época que nos exige dar un salto cualitativo en nuestra conciencia y conducta. Porque la consigna de nuestro tiempo es: avanzar y vivir, o paralizarse y desaparecer.

Y no me cabe la más mínima duda que los filipinos podemos, si queremos, rescatar nuestra identidad y legado hispanofilipinos, apoyándonos para la labor de reconstrucción y redención social sobre la poderosa mística que mana a raudales de aquellas sagradas fuentes. Y que al momento de redimir y transformarnos a nosotros mismos, nuestra dicha y plenitud también serán vuestras, y de toda la humanidad.

Muchas gracias.


New !: Dumalaw si Rizal, by Liz Medina (2003).

Collaborations/Colaboraciones:
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