EDITORIAL
Por Denís Conles Tizado
Amigos lectores:
Tiempos
difíciles nos han tocado en suerte. Quizás todos lo sean, pero el
hecho es que ésta es una época de grandes transformaciones en todos
los órdenes –materiales, espirituales, culturales, morales...–,
por lo que todo aparece cuestionable, problemático. Toda certeza parece
haber entrado en crisis. Y en medio de la confusión generalizada,
nos cabe, además, la compleja misión de cerrar el siglo XX y abrir
el XXI, aunque sólo sea cronológicamente.
No
sabemos qué suceso –no lo podemos saber– marcará el paso
histórico, sociológico, moral... de un siglo a otro, pues, por lo
general, esos momentos significativos en vida de la humanidad no coinciden
con los cómputos convencionales del tiempo. Sin embargo, debemos –nos
ha sido impuesto por la vida misma– ser los iniciadores del
siglo XXI, sin dejar de ser hijos del siglo XX, del que recibimos
la existencia y la formación, las pasiones, los errores, los mitos,
los sentimientos... Somos los herederos de las grandes luchas liberadoras
del siglo pasado y nuestra misión es la de pasar esas experiencias
a las generaciones del nuevo siglo, las que continuarán la lucha permanente
de la humanidad por la dignidad y la libertad del hombre. Nos cabe,
asimismo, asumir concientemente nuestros deberes con el pueblo al
que pertenecemos. Hemos recibido de nuestros mayores una larga y honrosa
tradición de lucha por Nuestra América, hemos mantenido encendida
la antorcha de su libertad y dignidad, y la pasaremos a nuestros hijos
con la alegría del deber cumplido.
Al
tomar conciencia de nuestra pertenencia a un pueblo, volvemos los
ojos hacia las grandes figuras de nuestro pasado, hacia nuestros padres
y hacia los padres de nuestros padres, dándole a este esfuerzo toda
la dimensión histórica que le cabe. Apelamos así a Bolívar, San Martín,
Artigas, Martí, Juárez, Guevara y con ellos a la pléyade de nombres
grandes y modestos que los acompañan, quienes se proyectan hacia los
nuevos tiempos con su fuerza, su ejemplo, su originalidad, salvándose
y salvándonos del poder esterilizante de la reacción dominante. Si
permaneciésemos encerrados en las miserias de nuestro tiempo, en la
negatividad de las doctrinas imperantes, tan enemigas de la historia
en cuanto colectividad como del hombre en cuanto individualidad, el
esfuerzo extraordinario de aquellos ejemplares luchadores quedaría
confinado, injustamente confinado, en la anécdota del marco histórico
de su tiempo, porque ellos solamente podrán lograr su plenitud a través
de la continuidad. Es por eso que, al asumir nosotros la herencia
de los Fundadores y al imprimirle toda la fuerza renovadora y enriquecedora
de que seamos capaces, les daremos la máxima trascedencia, la máxima
fecundidad histórica.
Los
campos de lucha tradicionales han sido ocupados hoy por la reacción.
Las organizaciones políticas ya no participan de la lucha de ideas,
sino, apenas, de las reyertas miserables por los despojos del poder,
que ellas, por otra parte, ya no ejercen. Los grandes medios de comunicación
han sido convertidos en fumaderos de opio intelectual y contribuyen
a adormecer la creatividad popular y a confundir sus caminos, salvo
las honrosas luces que logran pasar a través de las rendijas. Por
eso mismo, esta es la época de las ideas. Es necesario que los pueblos
aprendan a no confiar a nadie la gestión de su propia historia. No
será la primera vez en el devenir humano que los pueblos hayan sido
confundidos inútilmente. Es hora de pensar, es decir, de aprender
a ver con los propios ojos. Es hora de las ideas. Es hora de sembrar.
Ya vendrá la hora de recoger