El lince ibérico (Lynx pardina) es un animal discreto, nunca muy abundante y, por regla general, restringido a zonas apenas pobladas. Por dichas razones es muy difícil conocer con precisión tanto su distribución como los efectivos de sus poblaciones.
En 1987-1988 se llevó a cabo un importante esfuerzo para estimar ambos parámetros. A partir de un considerable trabajo de campo, orientado por datos procedentes de millares de encuestas o acumulados durante muchos años, Alejandro Rodríguez y Miguel Delibes llegaron a la conclusión de que existían linces en algo más de 11.000 kilómetros cuadrados de la península Ibérica, con una tendencia claramente regresiva, al menos desde la década de los sesenta. La población total mundial -fragmentada en nueve o diez subpoblaciones sin contacto entre si- se calculaba entonces en algo más de 1.000 ejemplares (muy similar, por cierto, a la de los famosos osos panda).
Apoyándose en esta información, y tras aplicar a los datos un índice objetivo que tenía en cuenta el tamaño poblacional y el del area de distribución, entre otros factores, el Grupo de los Felinos de la Unión Mundial para la Naturaleza (UICN) ha catalogado al lince ibérico como el gato salvaje en mayor peligro de extinción del mundo, asignándole la máxima prioridad conservacionista.
Desde 1988, pese a ello, la situación ha empeorado notablemente. La enfermedad hemorrágica de los conejos ha arrasado las poblaciones de esta presa imprescindible para el lince. Estudios de campo que se están llevando a cabo en la actualidad en Castilla-La Mancha y en Extremadura sugieren que las poblaciones linceras, donde sobreviven, parecen ser muy inferiores a las estimadas hace apenas ocho años.
Si no hacemos algo efectivo, y no lo hacemos pronto, tal vez tengamos el dudoso privilegio de ser testigos de la extinción definitiva de un mamífero europeo. Y, además, en nuestra casa.
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