En
el barranco de K'ello-k'ello se encontraron la tropa de caballos de
don Garayar y los becerros de la señora Grimalda. Nicacha y
Pablucha gritaron desde la entrada del barranco:
--¡Sujetaychis!
!Sujetaychis!
Pero
la piara atropelló. En el camino que cruza el barranco, se
revolvieron los becerros, llorando.
¡Sujetaychis!--
Los mak'tillos Nicacha y Pablucha subieron, camino arriba, arañando
la tierra.
Las
mulas se animaron en el camino, sacudiendo sus cabezas; resoplando
las narices, entraron a carrera en la quebrada; las madrineras
atropellaron por delante. Atorándose con el polvo, los becerritos
se arrimaron al cerro; algunos pudieron volverse y corrieron entre
la piara. La mula nazqueña de don Garayar levantó sus dos patas y
clavó sus cascos en la frente del "Pringo". El
"Pringo"cayó al barranco, rebotó varias veces entre los
peñascos y llegó hasta el fondo del abismo. Boqueando sangre
murió a la orilla del riachuelo.
La
piara siguió, quebrada adentro, levantando polvo.
--¡Antes,
uno nomás ha muerto! ¡Hubiera gritado, pues, más fuerte!
--Hablando,
el mulero de don Garayar se agachó en el canto del camino para
mirar el barranco.
--¡Ay
señorcito! ¡La señora nos latigueará; seguro nos colgará en el
trojal!
--¡Pringulchallaya!
¡Pringucha!
Mirando
el barranco, los mak'tillos llamaron a gritos al becerrito muerto.
La
Ene, madre del "Pringo", era la vaca más lechera de la
señora Grimalda. Un balde lleno le ordeñaban todos los días. La
llamaban Ene, porque en el lomo negro tenía dibujada una letra N,
en piel blanca. La Ene era alta y robusta; ya había dado a la
patrona varios novillos grandes y varias lecheras. La patrona la
miraba todos los días, contenta:
--¡Es
mi vaca! ¡Mi mamacha!
Le
hacía cariño, palmeándola en el cuello.
Esta
vez, su cría era el "Pringo". La vaquera lo bautizó con
ese nombre desde el primer día. El "Pringo", porque era
blanco entero. El mayordomo quería llamarlo "Misti",
porque era el más fino y el más grande de todas las crías de su
edad.
--Parece
extranjero-- decía.
Pero
todos los concertados de la señora, los becerreros y la gente del
pueblo lo llamaron "Pringo". Es un nombre más cariñoso,
más de indios, por eso quedó.
Los
becerreros entraron llorando a la casa de la señora. Doña Grimalda
salió al corredor para saber. Entonces los becerreros subieron las
gradas, atropellándose; se arrodillaron en el suelo del corredor;
y, sin decir nada todavía, besaron el traje de la patrona; se
taparon la cara con la falda de
la dueña, y gimieron, atorándose con su saliva y con sus
lágrimas.
--¡Mamitay!
--¡No
pues! ¡Mamitay!
Doña
Grimalda gritó, empujando con los pies a los muchachos.
--¡Caray!
¿Qué pasa?
--¡"Pringo"
pues! ¡Muriendo ya, mamitay!
Ganándose,
ganándose, los dos becerreros abrazaron los pies de doña Grimalda,
uno más que otro; querían besar los pies de la patrona.
--¡Ay
Dios mío! ¡Mi becerrito! ¡Santuasa, Federico, Antonio...!
Bajó
las gradas y llamó a sus concertados desde el patio.
--¡Corran
a K'ello-k'ello! ¡Se ha desbarrancado el "Pringo"! ¿Qué
hacen esos amontonados allí? ¡Vayan por delante!
Los
becerreros saltaron las gradas y pasaron al zaguán, arrastrando sus
ponchos. Toda la gente de la señora salió tras de ellos.
Trajeron
cargando al "Pringo". Lo tendieron sobre un poncho, en el
corredor. Doña Grimalda lloró largo rato, de cuclillas junto al
becerrito muerto. Pero la vaquera y los mak'tillos, lloraron todo el
día, hasta que entró el sol.
--¡Mi
papacito! ¡Pringuchallaya!
--¡Ay
niñito, súmak'wawacha!
--¡Súmak'wawacha!
Mientras
el Mayordomo le abría el cuello con su cuchillo grande; mientras le
sacaba el cuerito; mientras hundía sus puños en la carne para
separar el cuero, la vaquera y los mak'tillos, seguían llamando:
--¡Niñucha!
¡Por qué, pues!
--¡Por
qué, pues, súmak'wawacha!
Al
día siguiente, temprano, la Ene bajaría al cerro bramando en el
camino. Guiando a las lecheras vendría como siempre. Llamaría
primero desde el zaguán. A esa hora, ya goteaba leche de sus
pezones hinchados.
Pero
el Mayordomo le dio un consejo a la señora.
--Así
he hecho yo también, mamita, en mi chacra de las punas-- le dijo.
Y
la señora aceptó.
Rayando
la aurora, don Fermín clavó dos estacas en el patio de ordeñar, y
sobre las estacas un palo de lambras. Después trajo al patio el
cuero del "Pringo", lo tendió sobre el palo, estirándose
y ajustando las puntas con clavos, sobre la tierra.
A
la salida del sol, las vacas lecheras estaban ya en el callejón
llamando a sus crías. La Ene se paraba frente al zaguán; y desde
allí bramaba sin descanso, hasta que le abrían la puerta. Gritando
todavía pasaba el patio y entraba al corral de ordeñar.
Esa
mañana, la Ene llegó apurada; rozando su hocico en el zaguán,
llamó a su "Pringo". El mismo don Fermín le abrió la
puerta. La vaca pasó corriendo el patio. La señora se había
levantado ya, y estaba sentada en las gradas del corredor.
La
Ene entró al corral. Estirando el cuello, bramando despacito, se
acercó donde su "Pringo"; empezó a lamerle, como todas
las mañanas. Grande le lamía, su lengua áspera señalaba el cuero
del becerrito. La vaquera le maniató bien; ordeñándole un poquito
humedeció los pezones, para empezar. La leche hacía ruido sobre el
balde.
--¡Mamaya!
¡Y'astá, mamaya! --llamando a gritos pasó del corral al patio, el
Pablucha.
La
señora entró al corral, y vio a su vaca. Estaba lamiendo el
cuerito del "Pringo", mirando tranquila, con sus ojos
dulces.
Así
fue, todas las mañanas; hasta que la vaquera y el Mayordomo, se
cansaron de clavar y desclavar el cuero del "Pringo".
Cuando la leche de la Ene empezó a secarse, tiraban nomás el
cuerito sobre un montón de piedras que había en el corral, al pie
del muro. La vaca corría hasta el extremo del corral, buscando a su
hijo; se paraba junto al cerco, mirando el cuero del becerrito.
Todas las mañanas lavaba con su lengua el cuero del
"Pringo". Y la vaquera la ordeñaba, hasta la última
gota.
Como
todas las vacas, la Ene también, acabado el ordeño, empezaba a
rumiar, después se echaba en el suelo, junto al cuerito seco del
"Pringo", y seguía, con los ojos medio cerrados.
Mientras, el sol alto despejaba las nubes, alumbraba fuerte y
caldeaba la gran quebrada.
José
María Arguedas
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