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Fantomas contra los vampiros multinacionales
Julio Cortázar

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El salto a la página siguiente era más bien brusco incluso en el plano de la moralidad y las buenas costumbres, porque en efecto el muchacho rubio era Fantomas que, revestido ya de una inexplicable máscara blanca, se instalaba en su harén cibernético, rodeado de digamos secretarias en minifalda que respondían a los nombres del zodíaco, idea delicada, y de toda clase de télex, teléfonos electrónicos y otros dispositivos tecnológicos. Justo a tiempo, porque la negrita Libra y el morochón Piscis se precipitaban hacia su amo y señor para anunciarle que acababa de arder la biblioteca de Calcuta, seguida de un incendio padre en la de Tokio, cuyo edificio valía una ojeada a las que casi inmediatamente se sumaron las de Bogotá y la de Buenos Aires.

   "Menos mal que Borges ya se jubiló", se dijo el narrador que empezaba a compartir el cultísimo ambiente de la historieta. Pero no le quedó tiempo para meditar sobre la providencial salvación del ilustre escritor porque ya Libra volvía más negrita que nunca con la aterradora noticia de que acababan de desaparecer todas las Biblias, todas las Divinas Comedias y toda novela de Dostoyevsky (sic). Lo peor parecía ser la Biblia, pues en la televisión se agarraban la cabeza: "Es inexplicable cómo pudieron desaparecer todas las Biblias, calculadas en mil millones de ejemplares, repartidas en todo el mundo..."

   Estupefacto ante la licuefacción de semejante best seller, el narrador no pudo menos que decírselo al cura, era su deber más elemental y no trepidó en mostrarle la figurita correspondiente, aunque la vestimenta de Libra y lo que se alcanzaba a sopesar visualmente en Piscis no parecía demasiado recomendable para eclesiásticos. Hubiera preferido no escribirlo por obvio, pero el cura se puso del color de la ceniza y presa de un soponcio momentáneo, sólo atinó a decir: "¡Coño!" Más elocuente fue el señor, quien luego de enterarse de lo sucedido se enderezó en toda su estatura, que no era mucha, y bramó:

   –¡Mi ejemplar de puño y letra de Gutenberg! ¡Es un complot de la masonería!

Una frenada más bien grosera les probó que ya estaban en París, y la salida del compartimiento resultó confusa por la mezcla de lágrimas, valijas y despedidas, sin habar de que la nena platinada, por lo visto indiferente al sentimiento religioso o bibliotecológico reinante, se mandó mudar la primera antes de que el narrador pudiera rescatar la revista y bajar su maleta, por lo cual el viaje en taxi hasta el Barrio Latino fue más bien melancólico y sin ningún tobillito que le diera esperanzas para esa noche y las siguientes. Una vez en su departamento, bañado y con un buen trago, los dos kilos de cartas por abrir que lo esperaban le impidieron seguir enterándose del bibliocidio, y cuando al fin decidió volver a la revista le ganaron de mano con el toque característico de las llamadas de larga distancia. Todavía inmerso en el aura cultural, pensó que a lo mejor era su querido Juan Carlos Onetti que se había vuelto loco y lo llamaba después de veintitrés años de silencio, pero apenas escuchó un musgo afelpado, un lento terciopelo penumbroso, supo que era Susan Sontag y le brincó un diástole de alegría porque tampoco Susan era de las que se prodigan en el teléfono.

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